domingo, 28 de octubre de 2018

«‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Evangelio Dominical)



   


Hoy, contemplamos a un hombre que, en su desgracia, encuentra la verdadera felicidad gracias a Jesucristo. Se trata de una persona con dos carencias: la falta de visión corporal y la imposibilidad de trabajar para ganarse la vida, lo cual le obliga a mendigar. Necesita ayuda y se sitúa junto al camino, a la salida de Jericó, por donde pasan muchos viandantes.

Por suerte para él, en aquella ocasión es Jesús quien pasa, acompañado de sus discípulos y otras personas. Sin duda, el ciego ha oído hablar de Jesús; le habrían comentado que hacía prodigios y, al saber que pasa cerca, empieza a gritar: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10,47). Para los acompañantes del Maestro resultan molestos los gritos del ciego, no piensan en la triste situación de aquel hombre, son egoístas. Pero Jesús sí quiere responder al mendigo y hace que lo llamen. Inmediatamente, el ciego se halla ante el Hijo de David y empieza el diálogo con una pregunta y una respuesta: «Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc 10,51). Y Jesús le concede doble visión: la física y la más importante, la fe que es la visión interior de Dios. Dice san Clemente de Alejandría: «Pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios».




Frecuentemente nos quejamos y decimos: —No sé rezar. Tomemos ejemplo entonces del ciego del Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y con tres palabras le dice cuanto necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor, aumenta mi fe. ¿Tenemos familiares o amigos que han dejado de practicar? Oremos entonces así: —Señor Jesús, haz que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos con la visión física, ¿qué diremos? Es triste la situación del ciego, pero mucho más lo es la del no creyente. 
Digámosles: —El Maestro te llama, preséntale tu necesidad y Jesús te responderá generosamente.





Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,46-52):





En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
«Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.


Palabra del Señor




COMENTARIO.






La Primera Lectura nos trae un texto del Profeta Jeremías (Jer. 31, 7-9) referido al regreso del pueblo de Israel del exilio y entre ellos vienen también “los ciegos y los cojos”.

Nos habla el Profeta de “torrentes de agua” y de “un camino llano en el que no tropezarán”.  Sin duda se refieren estos simbolismos a la gracia divina que es una “fuente de agua viva” que calma la sed, que fortalece y que allana el camino hacia la Vida Eterna.

Sabemos que es Dios quien guía a su pueblo de regreso a su patria.  Y cuando Dios es el que guía, los cojos pueden caminar y los ciegos tienen luz.  Es una figura muy bella sobre la conversión interior, que nos lleva a poder ver la luz interior, aunque fuéramos ciegos corporales.

Es el caso del Evangelio de hoy (Mc. 10, 35-45), el cualnos narra la curación del ciego Bartimeo, ciego de sus ojos, pero vidente en su interior; ciego hacia fuera, pero no hacia dentro; ciego corporal, mas no espiritual; ciego de los ojos, mas no del alma.

Este nuevo milagro de Jesús nos ofrece bastante tela de donde cortar para extraer enseñanzas muy útiles a nuestra fe, nuestra vida de oración y nuestro seguimiento a Cristo.

Un día este hombre ciego estaba ubicado al borde del camino polvoriento a la salida de Jericó.  Pedir limosna era todo lo que podía hacer para obtener ayuda humana, y eso hacía.




Pero Bartimeo había oído hablar de Jesús, quien estaba haciendo milagros en toda la región.  Sin embargo, su ceguera le impedía ir a buscarlo.  Así que tuvo que quedarse donde siempre estaba.

Pero he aquí que un día el ciego, con la agudeza auditiva que caracteriza a los invidentes, oye el ruido de una muchedumbre, una muchedumbre que no sonaba como cualquier muchedumbre.

Y al saber que el que pasaba era Jesús de Nazaret, “comenzó a gritar” por encima del ruido del gentío: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.    Trataron de hacerlo callar, pero él gritaba con más fuerza.  Jesús era su única esperanza para poder ver.




Ciertamente Bartimeo era ciego en sus ojos corporales:  no tenía luz exterior.  Pero sí tenía luz interior, sí veía en su interior, pues reconocer que Jesús era el Mesías, “el hijo de David”, y poner en El toda su esperanza, es ser vidente en el espíritu.

Su fe lo hacía gritar cada vez más y más fuertemente, pues estaba seguro que su salvación estaba sólo en Jesús.  Y tal era su emoción que “tiró el manto y de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús”, cuando éste, respondiendo a sus gritos, lo hizo llamar.

Ahora bien, los “gritos” de Bartimeo llamaron la atención de Jesús, no sólo por el volumen con que pronunciaba su oración de súplica, sino por el contenido: 






“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.  Un contenido de fe profunda, pues no sólo pedía la curación, sino que reconocía a Jesús como el Hijo de Dios, el Mesías que esperaba el pueblo de Israel.   De allí que Jesús le dijera al sanarlo: “Tu fe te ha salvado”.

Analicemos un poco más los “gritos-oración” de Bartimeo.   “Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí”.  Los judíos sabían que el Mesías debía ser descendiente de David.  Así que, reconocer a Jesús como hijo de David, era reconocerlo como el Mesías, el Hijo de Dios hecho Hombre.

Podemos decir que esta súplica desesperada de Bartimeo contiene una profesión de fe tan completa que resume muchas verdades del Evangelio.  Es la llamada “oración de Jesús” que puede utilizarse para la oración constante, para orar “en todo momento ... sin desanimarse” (Ef. 6, 18), como nos recomienda San Pablo.



      



Si nos fijamos bien, es una oración centrada en Jesús, pero es también una oración Trinitaria, pues al decir que Jesús es Hijo de Dios, estamos reconociendo la presencia de Dios Padre, y nadie puede reconocer a Jesús como Hijo de Dios, si no es bajo la influencia del Espíritu Santo.

Además, al reconocer a Jesús como el Mesías, nuestro Señor, reconocemos su soberanía sobre nosotros y su señorío sobre nuestra vida, es decir, reconocemos nuestro sometimiento a su Voluntad.

Y al decir “ten compasión de mí”, reconocemos que, además, de dependientes de El, tenemos toda nuestra confianza puesta sólo en El, nuestra única esperanza, igual que Bartimeo.






“Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí, pecador” es una oración que contiene esta otra verdad del Evangelio:  que somos pecadores y que dependemos totalmente de Dios para nuestra salvación.

Es una oración de estabilidad y de paz que, repetida al despertar y antes de dormir y en todo momento posible a lo largo del día, puede llevarnos a vivir de acuerdo a la Voluntad de Dios ... y a seguir a Cristo como lo hizo Bartimeo, quien “al momento recobró la vista y se puso a seguirlo por el camino”.

En la Segunda Lectura (Hb. 5, 1-6) nos sigue hablando San Pablo sobre el Sacerdocio de Cristo.  Cristo es Sumo y Eterno Sacerdote.  No es posible llegar a Dios sin pasar por Cristo, de quien depende nuestra salvación.  Es lo que proclamó la Iglesia con la Declaración “Dominus Iesus” (JPII 2000, sobre la Unicidad y Universalidad Salvífica de Jesucristo y su Iglesia).





No es posible la salvación, sino a través de Cristo.  Pretender otras vías, conociendo la de Cristo, es pura ilusión ... y más que ilusión, engaño.  Muchos llegaron a criticar la “Dominus Iesus” como contraria al ecumenismo, pero más bien esta Declaración pone las cosas en su lugar:  Cristo es nuestra salvación.  No hay salvación fuera de El y de su Iglesia.

En formas misteriosas los no-cristianos pueden ser salvados, pero su salvación se sucede en Cristo, el Hijo de Dios, el Mesías que Bartimeo reconoció aún sin verlo.


















Fuentes;
Sagradas Escrituras.
Evangeli.org
Homilias.org  


domingo, 21 de octubre de 2018

«El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Evangelio Dominical)






Hoy, nuevamente, Jesús trastoca nuestros esquemas. Provocadas por Santiago y Juan, han llegado hasta nosotros estas palabras llenas de autenticidad: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida» (Mc 10,45).


¡Cómo nos gusta estar bien servidos! Pensemos, por ejemplo, en lo agradable que nos resulta la eficacia, puntualidad y pulcritud de los servicios públicos; o nuestras quejas cuando, después de haber pagado un servicio, no recibimos lo que esperábamos. Jesucristo nos enseña con su ejemplo. Él no sólo es servidor de la voluntad del Padre, que incluye nuestra redención, ¡sino que además paga! Y el precio de nuestro rescate es su Sangre, en la que hemos recibido la salvación de nuestros pecados. ¡Gran paradoja ésta, que nunca llegaremos a entender! Él, el gran rey, el Hijo de David, el que había de venir en nombre del Señor, «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres (…) haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Fl 2,7-8). ¡Qué expresivas son las representaciones de Cristo vestido como un Rey clavado en cruz! En Cataluña tenemos muchas y reciben el nombre de “Santa Majestad”. A modo de catequesis, contemplamos cómo servir es reinar, y cómo el ejercicio de cualquier autoridad ha de ser siempre un servicio.





Jesús trastoca de tal manera las categorías de este mundo que también resitúa el sentido de la actividad humana. No es mejor el encargo que más brilla, sino el que realizamos más identificados con Jesucristo-siervo, con mayor Amor a Dios y a los hermanos. Si de veras creemos que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), entonces también nos esforzaremos en ofrecer un servicio de calidad humana y de competencia profesional con nuestro trabajo, lleno de un profundo sentido cristiano de servicio. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: «El fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio, el fruto del servicio es la paz».





Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,35-45):




En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron: «Lo somos.»
Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»

Palabra del Señor





COMENTARIO



    



Las Lecturas de hoy se refieren al sufrimiento, en comparación con los deseos de reconocimiento y de honra que -equivocadamente- alimentamos y promovemos los seres humanos.

En la Primera Lectura del Antiguo Testamento se anuncian los sufrimientos de Cristo y su finalidad.  “El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento”, anunciaba el Profeta Isaías. “Cuando entregue su vida como expiación ... con sus sufrimientos justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos” (Is. 53, 10-11).

En efecto, nos dice el Evangelio (Mc. 10, 35-45): “Jesucristo vino a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.

Y el sacrificio de Cristo, anunciado desde el Antiguo Testamento y realizado hace 2018 años menos 33 (hace 1985 años), se re-actualiza en cada Eucaristía celebrada en cada altar de la tierra.  ¡Gran milagro!

“El más grande de los milagros”, lo proclamaba el Papa Juan Pablo II en una de sus Catequesis de los Miércoles del año 2000, dedicada a la Eucaristía.

Y nos comentaba Juan Pablo II en su Encíclica sobre la Eucaristía («Ecclesia de Eucharistia») que los Apóstoles, habiendo participado en la Última Cena, tal vez no comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo en el Cenáculo.  Aquellas palabras vinieron a aclararse plenamente al terminar el Triduo Santo, lapso que va de la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Domingo de Resurrección.

                   



Nos dice el Papa que la institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, comenzando con la agonía de Jesús en el Huerto de Getsemaní.

Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto había árboles de olivo muy antiguos, que tal vez fueron testigos de lo que ocurrió aquella noche, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal.

La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación, al instituir la Eucaristía durante la Ultima Cena, comenzaría a ser derramada con los azotes, la corona de espinas, y su efusión, hasta la última gota, se completaría después en el Calvario.  Y entonces su Sangre se convierte en instrumento de nuestra redención.

“En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual.  Con él instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos” (JP II-Ecclesia de Eucaristía).




Recuerdo. Memorial. Re-actualización.  Son todas palabras que definen lo que realmente sucede en la Santa Misa.  Es decir, en cada Eucaristía se recuerda, se revive, se re-actualiza, más aún, se hace presente el Sacrificio de Cristo:  su muerte para salvación de todos.  Estamos en el Calvario cuando estamos en Misa.  La escena del Calvario se hace presente en la Misa.  ¡Gran Milagro!

Nos dice la Encíclica que cuando se celebra la Eucaristía … se retorna de modo casi tangible al momento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, se retorna a su «hora», la hora de la cruz y de la glorificación. A aquella hora vuelve espiritualmente todo Presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella”.

La Segunda Lectura (Hb. 4, 14-16) nos habla de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote.  El Sumo Sacerdote era el jefe del Templo en el Antiguo Testamento, el que ofrecía la víctima del sacrificio.  Jesucristo, entonces, no sólo es Sumo Sacerdote, sino que El mismo es la Víctima.

Y San Pablo nos recuerda que Jesús pasó por el sufrimiento, que El comprende nuestro sufrimiento, pues El lo experimentó hasta el extremo.  Tembló ante el sufrimiento y la muerte, pero lo hizo todo para nuestra salvación.


    



Jesús no retrocede ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento extremo.  De hecho, comentó a un grupo de sus seguidores después de su entrada triunfal a Jerusalén, días antes de su muerte: “Me siento turbado ahora.  ¿Diré acaso al Padre:  líbrame de la hora?  Pero no.  Pues precisamente llegué a esta hora para enfrentar esta angustia” (Jn. 12, 27).

Y justo antes de plantearnos su angustia nos pidió a nosotros que hiciéramos como El: “Si el grano de trigo no muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto.  El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” (Jn. 12, 25-26).

Si El sufrió, El sabe lo que nos está pidiendo.  Si El sirvió, El sabe lo que nos está pidiendo.  “Acerquémonos, por tanto, en plena confianza, al trono de gracia”.  No hay que temer al sufrimiento.   Hay que acercarse a éste “en plena confianza”.   El sufrimiento es un “trono de gracia”.

Pero ¡qué distinto vemos los humanos el sufrimiento!


               




A la luz de lo que Cristo ha hecho por nosotros, cabe pensar entonces cómoaceptamos nosotros el sufrimiento.  Cabe cambiar nuestra visión del sufrimiento, si no tenemos la adecuada.

Para ello, cabe recordar cómo recibieron los Apóstoles el anuncio de la pasión y muerte del Mesías.  Es insólito ver la reacción de éstos ...

Y más insólito aún resulta observar nuestras reacciones al sufrimiento. ¿Cómo son?

El Evangelio de hoy nos narra lo que sucedió enseguida de que Jesús, aproximándose con sus discípulos a Jerusalén, les anunciara por tercera vez su Pasión.  (cfr. Mc. 10, 32-34).

Ahora bien, lo insólito está en observar que enseguida de este patético, pero también esperanzador anuncio -pues lo cierra el Señor asegurándoles que a los tres días resucitará- los hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, los más cercanos a Jesús además de Pedro, parecen no darle importancia a lo anunciado y le piden -¡nada menos!- estar sentados “uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”.   Poder y gloria.  Posiciones y reconocimiento.


   



¡Cómo somos los seres humanos!  ¿Cómo reaccionamos ante anuncios de sufrimiento?  Estos dos evadieron la idea misma del sufrimiento y pensaron más bien en los honores, en los puestos, en el poder… para cuando ya todo hubiera pasado.  De allí la respuesta de Jesús:  el que quiera tener parte en la gloria, deberá pasar por la dura prueba del sufrimiento.

Y les pregunta si están dispuestos.  No habían siquiera comenzado a comprender el misterio de la cruz, pero ambos, Santiago y Juan, responden que sí están dispuestos.  No sabían lo que decían, pero su respuesta fue “profética”, pues más adelante supieron sufrir y morir por Él.  ¡Ah!  Pero es que primero tuvieron que morir a sus aspiraciones a ser los primeros, para convertirse en servidores, como su Maestro.

En el seguimiento a Cristo no hay puestos, ni competencias, ni pre-eminencias, ni ambiciones, ni afán de honores, de glorias, de triunfos.  Es al revés: 


    El que quiera ser grande, que se humille. 
    El que quiera elevarse, que se abaje.
    El que quiera sobresalir, que desaparezca. 
    El que quiera destacarse, que se opaque.
    El que quiera ser primero, que sirva.

Jesús nos da el ejemplo.  El, siendo Dios, el Ser Supremo, lo máximo, ha venido “a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.

Es lo que se re-actualiza en cada Eucaristía.  Es lo que cada uno de nosotros debe re-actualizar en su vida: servir, aún en el sufrimiento, en la cruz de cada día, y hasta en la muerte.  ¿Para qué?  Pues para la propia salvación y para la salvación de otros.





Una santa cuya fiesta es este mes, Santa Teresa de Jesús, logró entender muy bien eso del sufrimiento.  Y lo explicaba con su usual sentido común: “¡Oh Señor mío!  Cuando pienso de qué maneras padecisteis y como no lo merecíais, no sé dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer” (Camino, 15, 5).  ¿Dónde tenemos el seso los que no queremos sufrir?

Nuestra honra no está en evitar el sufrimiento, ni está en los reconocimientos humanos.  Nuestra honra está en la gloria eterna.  Y a ésa tenemos acceso justamente porque Jesucristo, con su sufrimiento, muerte y resurrección, la ha ganado para todos… para todos los que quieran llegar a ella.








Fuentes;
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org

domingo, 14 de octubre de 2018

«Se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Evangelio Dominical)





Hoy vemos cómo Jesús —que nos ama— quiere que todos entremos en el Reino de los cielos. De ahí esta advertencia tan severa a los “ricos”. También ellos están llamados a entrar en él. Pero sí que tienen una situación más difícil para abrirse a Dios. Las riquezas les pueden hacer creer que lo tienen todo; tienen la tentación de poner la propia seguridad y confianza en sus posibilidades y riquezas, sin darse cuenta de que la confianza y la seguridad hay que ponerlas en Dios. Pero no solamente de palabra: qué fácil es decir «Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío», pero qué difícil se hace decirlo con la vida. Si somos ricos, cuando digamos de corazón esta jaculatoria, trataremos de hacer de nuestras riquezas un bien para los demás, nos sentiremos administradores de unos bienes que Dios nos ha dado.


Acostumbro a ir a Venezuela a una misión, y allí realmente —en su pobreza, al no tener muchas seguridades humanas— las personas se dan cuenta de que la vida cuelga de un hilo, que su existencia es frágil. Esta situación les facilita ver que es Dios quien les da consistencia, que sus vidas están en las manos de Dios. En cambio, aquí —en nuestro mundo consumista— tenemos tantas cosas que podemos caer en la tentación de creer que nos otorgan seguridad, que nos sostiene una gran cuerda. Pero, en realidad —igual que los “pobres”—, estamos colgando de un hilo. Decía la Madre Teresa: «Dios no puede llenar lo que está lleno de otras cosas». Tenemos el peligro de tener a Dios como un elemento más en nuestra vida, un libro más en la biblioteca; importante, sí, pero un libro más. Y, por tanto, no considerarlo en verdad como nuestro Salvador.

Pero tanto los ricos como los pobres, nadie se puede salvar por sí mismo: «¿Quién se podrá salvar?» (Mc 10,26), exclamarán los discípulos. «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios» (Mc 10,27), responderá Jesús. Confiémonos todos y del todo a Jesús, y que esta confianza se manifieste en nuestras vidas.

(Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer)


Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,17-30):





En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando. y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»

Palabra del Señor




COMENTARIO





Las Lecturas de hoy nos presentan a la Sabiduría Divina en oposición a las riquezas.

Comenzando con la Primera Lectura del Libro de la Sabiduría (Sb. 7, 7-11), se nos hace ver que la Sabiduría es por mucho preferible a los bienes materiales y a cualquier clase de riquezas, sea cual fuere, no importe su valor.

Por cierto, no se refiere el texto a la sabiduría de saberes humanos, sino la Sabiduría que viene de Dios.  ¿Qué es la Sabiduría?  Es aquel don mediante el cual podemos ver las cosas, las personas, las circunstancias de nuestra vida como Dios las ve; nos permite apartarnos de nuestros criterios humanos -limitados y equivocados- para ver desde la perspectiva de Dios.
Esa Sabiduría la elogia así la Primera Lectura: “La prefería a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza ... todo el oro, junto a ella, es un poco de arena y la plata es como lodo”.

Ningún poder, ninguna joya, ninguna riqueza puede compararse con la Sabiduría.  Por eso San Pablo considera “pérdidas” todas las “ganancias humanas” y considera “basura” cualquier cosa, comparada con Cristo, el Hijo de Dios, la encarnación de la Sabiduría misma.  (cfr. Flp. 3, 7-8)
Quien quiera dejarse llevar por la Sabiduría Divina debe, primero que todo, leer, escuchar, meditar y comenzar a vivir la Palabra de Dios, porque -como nos dice el mismo San Pablo en la Segunda Lectura (Hb.4, 12-13): “La Palabra de Dios es viva, eficaz y más penetrante que una espada de dos filos.  Llega hasta lo más íntimo del alma ... y descubre los pensamientos e intenciones del corazón”.





Nadie puede permanecer indiferente si se deja escudriñar por la Sabiduría de Dios contenida en su Palabra.  Si nos dejamos guiar por la Sabiduría Divina, tarde o temprano quedamos desnudos, todo queda al descubierto.  Y ...  o cambiamos para dejarnos guiar por la Sabiduría o nos oponemos a ella.  

Que equivale a decir que nos oponemos a Dios, pues Dios es la Sabiduría 
misma.

Uno de los temas más delicados e incomprendidos de la Sabiduría Divina nos lo narra el Evangelio de hoy (Mc. 10, 17-30).   Se trata del suceso del joven que se le acercó corriendo a Jesús para pedirle su consejo: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”.

La primera cosa que resalta es la inmediata respuesta de Jesús: “¿Por qué me llamas bueno?  Nadie es bueno sino Dios”.  Con esto el Señor quiere hacer saber al joven que se ha dado cuenta de su fe.  Prácticamente, le hace notar que se ha dado cuenta de que El es Dios.

Por ello quizá, Jesús avanza un poco más y no sólo le propone lo básico -los 10 Mandamientos- sino que “mirándolo con amor”, le propone la máxima expresión de Sabiduría:  renuncia de todos los bienes terrenos, para seguirlo a El, Sabiduría Infinita.  Es una invitación a desestimar la riqueza para estimar sólo a Dios.





Este personaje hubiera sido uno de los Apóstoles, pero lamentablemente, hoy ni siquiera sabemos su nombre:  lo conocemos simplemente como el joven que no supo seguir a Cristo, “porque tenía muchos bienes”.

Y ... ¿nosotros?  ¡Cuántas veces no hemos hecho lo mismo que este joven!
¿Cuántas veces no hemos preferido las riquezas, el poder, las glorias, lo pasajero de este mundo, a Dios?

¿Cuántas veces nos hemos aferrado a lo perecedero, a lo que se acaba, a lo frívolo y vacío, para decir que no a Dios?  

¿Cuántas veces no hemos dicho que no a Dios, para cambiarlo por una posición, un dinero, una joya, un poco de riqueza?

De allí la grave sentencia del Señor: “Más fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”.

Algunos exégetas comentan que en realidad esta frase del Señor no era la hipérbole (exageración) que parece ser, sino que se refería a la dificultad que los camellos tenían para traspasar una de las puertas de entrada de Jerusalén, llamada justamente “El Ojo de la Aguja”.  Con todo y que esta explicación “deshiperboliza” el comentario de Jesús, la dificultad para los ricos sigue existiendo.






Y ¿quiénes son los ricos?  Jesús lo explica de seguidas en este mismo texto: “rico = el que confía en las riquezas”.  Rico, entonces es todo aquél que confía más en los bienes materiales que en Dios.  Ricos son todos los que, igual a este joven, prefieren las riquezas a Dios ... o inclusive aquéllos que convierten a las riquezas en su dios.

No es éste el único pasaje del Evangelio en el que aparece la riqueza como un obstáculo muy difícil de superar para alcanzar la salvación.  Pero ... ¿es que la riqueza es mala en sí misma?  ¿Es que es malo ser rico?
No parece ser así.  Lo que sucede es que los seres humanos tenemos una tendencia muy marcada y muy peligrosa de apegarnos de tal forma a las riquezas que llegamos a colocar los bienes materiales por encima de Dios o, inclusive, en vez de Dios.

Sin embargo, la mayoría de los seres humanos parecemos no darnos cuenta de esto, sino que nos apegamos ¡tanto! a las riquezas y a los bienes materiales, como si éstos lo fueran todo.  De allí la sentencia del Señor, que se completa con esta otra frase: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!”.

Por cierto, los discípulos se asombran y preguntan: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”.   Contesta el Señor: “Es imposible para los hombres, mas no para Dios.  Para Dios todo es posible”.
No hay salvación fuera de Jesucristo, el Hijo de Dios (ver Dominus Jesús).  Para El todo es posible, aún la salvación de aquéllos que prefieren las riquezas a Dios.






Ahora bien, es cierto que Dios nos salva, pero no nos salva sin nuestra colaboración.  ¿Y cuál es nuestra colaboración?  Pues, nuestra respuesta positiva a la gracia divina, o sea, el ir aprovechando todas las gracias que Dios va derramando a lo largo de nuestra vida.  Y el Señor, para quien todo es posible, quiere y puede quitarnos muchos pecados.  Puede hasta desapegarnos de los bienes materiales.

Que el Señor, para quien todo es posible, pueda desapegarnos de las riquezas y hacer que las tengamos por “basura” al compararlas con la Sabiduría y con Dios mismo.

Siendo el 15 de octubre la fiesta de esa “sabia” Doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Jesús, recordemos palabras suyas sobre este tema: “Aunque duraran siempre los deleites del mundo, las riquezas y gozos, todo es asco y basura comparados con los tesoros divinos” (Moradas VI, 4, 10-11).

Sin embargo, pensemos en los que, teniendo una llamada especial del Señor –como la que tuvo el joven rico- sí han dejado todo por El.

Los Apóstoles en este pasaje le dicen al Señor: “Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”, a lo que Jesús responde: “Yo les aseguro:  nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, dejará de recibir en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna”.

Y como comentario a esta promesa del Señor y a lo efímero de las riquezas, dejamos al Padre Emiliano Tardiff, quien fuera gran predicador mundial de la Renovación Carismática, a que, con su característica sabiduría, llena de un maravilloso humor, nos convenza de lo inconveniente que es apegarse a las cosas materiales y de cómo funciona el ciento por uno prometido por Jesucristo.  ¡Es un recuento imperdible!

Estaba el Padre Emiliano Tardiff en una gira de predicación por África, en la que el Señor había realizado grandes prodigios de curaciones de todo tipo.  Y solía el Padre contar en sus predicaciones esto que aparece también en su libro “Jesús está vivo”:

Un Prefecto africano, por cierto, protestante, quiso agradecer al Padre Emiliano por las curaciones que el Señor había realizado en dos miembros de su familia.  Cuenta que este Prefecto estaba muy emocionado y le llevó un ‘regalito’ para que lo guardara como recuerdo ... se trataba de un auténtico colmillo de elefante.

“Quise guardarlo en mi maleta, pero no cabía.  Entonces lo envolví y continué el viaje.  Sin embargo, tuve que pagar exceso de equipaje por culpa del dichoso colmillo que pesaba mucho.  Al bajar del avión, por poco olvido el colmillo en la banda de equipajes.  En una mano cargaba mi pequeña maleta y en la otra aquel envoltorio.  El ‘regalito’ comenzaba a serme estorboso y costoso”.

Sucedió que una persona le hizo saber lo valioso que era un colmillo de elefante y los riesgos que se corrían con el tráfico del marfil.  Y cuenta el P. Emiliano: “A partir del momento que supe el precio del colmillo y los riesgos que corría con él, cambió mi vida.  Inmediatamente le compré una maleta especial que cuidaba con más esmero que la mía.  En los aeropuertos crecían los problemas:  al salir pagaba exceso de equipaje y al llegar tenía que orar así:

-Señor, yo soy testigo de que Tú abres los ojos a los ciegos.  Ahora ciérraselos a estos señores para que no vean el colmillo ...  Tú sabes que es un ‘regalito’.

“Cuando me hospedaba en una casa, lo primero que guardaba y escondía era el costoso colmillo.  A veces hasta lo ponía debajo de la cama, y al regresar de predicar por la noche, lo primero que hacía era arrodillarme para buscar mi colmillo.  A veces lo sacaba y lo contemplaba por algunos segundos.  Después de acariciarlo lo volvía a guardar cuidadosamente.

“Un día estaba en oración cuando de pronto comencé a pensar en el valioso colmillo y las preocupaciones y ansiedades que me habían venido desde que viajaba conmigo ... Entonces exclamé en voz alta:

-Señor, qué razón tenías cuando dijiste ‘bienaventurados los pobres’, porque cuando yo no cargaba colmillo no tenía problemas como ahora
.






“Me levanté de la oración y regalé el colmillo, con lo que regresó inmediatamente la paz a mi corazón.  Desaparecieron las preocupaciones, los excesos de equipaje y hasta las distracciones en la oración.

“Con esto he aprendido que los colmillos de elefante:  llámese poder, dinero, gloria, cosas materiales, son siempre fuente de esclavitud.  Lo peor es que ante ellos nos postramos y nos distraen del verdadero Dios.  ¡Qué incómodos son estos colmillos!  ¡Cuánto exceso de equipaje pagamos por ellos!  ¡Qué pesados son, sobre todo cuando atrás del comillo cargamos al elefante completo!”

Continúa el Padre Emiliano:

“Que no necesitamos de los bienes materiales los que confiamos en el Señor, me lo demostró hermosamente el Dueño de todas las cosas.  El boleto de Camerún y Senegal costó $1.680.  Como era demasiado dinero para esos países tan pobres les pedí que no me dieran nada por mi trabajo, sino que simplemente pagaran el costo del boleto.  Así, entre los dos países, me dieron $1.700”.

Alguien se enteró del asunto y le hizo ver que sólo le estaban dando $20.  ¡Menos de un dólar por día!  El Padre no dudó, sino que respondió, haciendo mención al Evangelio de hoy:

-No te preocupes, el Señor nos da el ciento por uno.





De regreso a casa después del viaje a África, el Padre comenzó a abrir la correspondencia retrasada y se tropezó con una que decía así: “Hemos pensado enviarte un ‘regalito’ para la evangelización.  Al leer la palabra ‘regalito’, me acordé del colmillo de elefante y solté la carta asustado.  En eso cayó de la misma un cheque por $2.000.  ¡Exactamente cien veces más que los $20 que me habían dado en África!  Yo me reí y le dije a Jesús:

-Se ve que eres un buen judío, pues has hecho perfectamente las cuentas al darme el ciento por uno...”       
















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer
Homilias.org