domingo, 26 de diciembre de 2021

«Le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, (...) estaban estupefactos por su inteligencia» (Evangelio Dominical)

 



Hoy contemplamos, como continuación del Misterio de la Encarnación, la inserción del Hijo de Dios en la comunidad humana por excelencia, la familia, y la progresiva educación de Jesús por parte de José y María. Como dice el Evangelio, «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).

El libro del Siracida, nos recordaba que «el Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole» (Si 3,2). Jesús tiene doce años y manifiesta la buena educación recibida en el hogar de Nazaret. La sabiduría que muestra evidencia, sin duda, la acción del Espíritu Santo, pero también el innegable buen saber educador de José y María. La zozobra de María y José pone de manifiesto su solicitud educadora y su compañía amorosa hacia Jesús.

No es necesario hacer grandes razonamientos para ver que hoy, más que nunca, es necesario que la familia asuma con fuerza la misión educadora que Dios le ha confiado. Educar es introducir en la realidad, y sólo lo puede hacer aquél que la vive con sentido. Los padres y madres cristianos han de educar desde Cristo, fuente de sentido y de sabiduría.







Difícilmente se puede poner remedio a los déficits de educación del hogar. Todo aquello que no se aprende en casa tampoco se aprende fuera, si no es con gran dificultad. Jesús vivía y aprendía con naturalidad en el hogar de Nazaret las virtudes que José y María ejercían constantemente: espíritu de servicio a Dios y a los hombres, piedad, amor al trabajo bien hecho, solicitud de unos por los otros, delicadeza, respeto, horror al pecado... Los niños, para crecer como cristianos, necesitan testimonios y, si éstos son los padres, esos niños serán afortunados.

Es necesario que todos vayamos hoy a buscar la sabiduría de Cristo para llevarla a nuestras familias. Un antiguo escritor, Orígenes, comentando el Evangelio de hoy, decía que es necesario que aquel que busca a Cristo, lo busque no de manera negligente y con dejadez, como lo hacen algunos que no llegan a encontrarlo. Hay que buscarlo con “inquietud”, con un gran afán, como lo buscaban José y María.



 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,41-52)

                         




Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».
Él les contestó:
«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO.

 

 


La Iglesia nos coloca la Fiesta de la Sagrada Familia enseguida de la Navidad, para ponernos de modelo a la Familia en que Dios escogió nacer y crecer como Hombre.

 

Jesús, María y José.  Tres personajes modelo, formando una familia modelo.  Y fue una familia modelo, porque en ellos todo estaba sometido a Dios.  Nada se hacía o se deseaba que no fuera Voluntad del Padre.

 

El Evangelio (Lc 2, 41-52) nos narra el incidente de la pérdida de Jesús durante tres días y de la búsqueda angustiosa de José y María, que culmina con aquella respuesta desconcertante de Jesús: “¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”.  El Padre y las cosas del Padre de primero.  Así, en la casa de Nazaret todo estaba sometido al Padre.  Jesús mismo pertenece al Padre Celestial, antes que a María y José.

 

La familia está en crisis.  Y seguirá estándolo mientras los esposos y los hijos no tengan como modelo a Jesús, María y José.  Todo en ellos giraba alrededor de Dios.  Como en la Sagrada Familia, con los esposos debe haber un “tercero” que debe estar siempre de “Primero”: Dios.  Entre padres e hijos, debe estar ese mismo “tercero”, (Dios) pero siempre de “Primero”.  De otra manera las relaciones entre los miembros de la familia pueden llegar a ser muy difíciles y hasta imposibles.

 

La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, garantiza la permanencia de la familia.  Y esa presencia de Dios facilita unas relaciones que, aunque no sean perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret.

 

Por eso Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos.  Pero... ¿qué sucede, entonces?

 

                             



Para responder, cabe hacernos otras preguntas: ¿Dónde está Dios en las familias?  ¿Qué lugar se le da a Dios en las familias?  ¿Es Dios el personaje más importante en las familias?  ¿Se dan cuenta las parejas que se casan ante el altar, que para cumplir el compromiso que están haciendo al mismo Dios, deben poner a ese Dios de primero en todo?  ¿Se recuerdan de esto a lo largo de su vida de casados?  ¿Ponen a Dios de primero entre sus prioridades?  ¿Enseñan esto a sus hijos?

 

¿Rezan los esposos?  ¿Rezan con los hijos?  “Familia que reza unida permanece unida” es el lema de la Campaña del Rosario en Familia.  ¿Rezan unidas las familias?  ¿Van todos a Misa?  ¿Se confiesan y comulgan?   Sin la oración y los Sacramentos, no es posible la unión familiar y las buenas relaciones entre los miembros de una familia.

 

¿Cómo, entonces, poder cumplir con las exigencias del amor cristiano, que consiste en  pensar primero en el otro, antes que en uno mismo, y en complacer al otro antes de complacerse a sí mismo?

 

¿Cómo cumplir con los consejos que San Pablo nos da en la Segunda Lectura: “Sean compasivos, magnánimos, humildes, afables y pacientes. Sopórtense mutuamente y perdónense cuando tengan quejas contra otro.  Y sobre todas estas virtudes, tengan amor, que es el vínculo de la perfecta unión”?  (Col 3, 12-21).

 

¿Cómo ser así los miembros de la familia si no obtienen las gracias necesarias a través de la oración y los Sacramentos?  ¿Cómo poder ser así si Dios no está de primero en la vida de cada uno?

La Primera Lectura del libro del Eclesiástico o de Sirácide (Eclo 3, 3-7.14-17) nos trae consejos muy prudentes y oportunos sobre las relaciones entre los miembros de la familia, haciendo un desarrollo muy apropiado del Cuarto Mandamiento: honrar padre y madre.

 




Cuando los miembros de la familia ponen a Dios en primer lugar y buscan a Dios en la oración y en los Sacramentos, es posible seguir estos antiguos consejos que siempre están vigentes.  Con la oración y los Sacramentos, la vida familiar se hace más fácil, los hijos honran a sus padres, éstos se aman y se comprenden mutuamente, aman a los hijos y los educan para que Dios sea también el “Primero” en sus vidas.

 

Ese es el secreto de la felicidad familiar.

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras.

Evangeli.org

Homilias.org.

 


domingo, 19 de diciembre de 2021

«¡Feliz la que ha creído!» (Evangelio Dominical)

 



Hoy es el último domingo de este tiempo de preparación para la llegada —el Adviento— de Dios a Belén. Por ser en todo igual a nosotros, quiso ser concebido —como cualquier hombre— en el seno de una mujer, la Virgen María, pero por obra y gracia del Espíritu Santo, ya que era Dios. Pronto, en el día de Navidad, celebraremos con gran alegría su nacimiento.

El Evangelio de hoy nos presenta a dos personajes, María y su prima Isabel, las cuales nos indican la actitud que ha de haber en nuestro espíritu para contemplar este acontecimiento. Tiene que ser una actitud de fe, y de fe dinámica.

Isabel, con sincera humildad, «quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: ‘(...) ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?’» (Lc 1,41-43). Nadie se lo había contado; sólo la fe, el Espíritu Santo, le había hecho ver que su prima era madre de su Señor, de Dios.

Conociendo ahora la actitud de fe total por parte de María, cuando el Ángel le anunció que Dios la había escogido para ser su madre terrenal, Isabel no se recató en proclamar la alegría que da la fe. Lo pone de relieve diciendo: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45).





Es, pues, con actitud de fe que hemos de vivir la Navidad. Pero, a imitación de María e Isabel, con fe dinámica. En consecuencia, como Isabel, si es necesario, no nos hemos de contener al expresar el agradecimiento y el gozo de tener la fe. Y, como María, además la hemos de manifestar con obras. «Se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40) para felicitarla y ayudarla, quedándose unos tres meses con ella (cf. Lc 1,56).

San Ambrosio nos recomienda que, en estas fiestas, «tengamos todos el alma de María para glorificar al Señor». Es seguro que no nos faltarán ocasiones para compartir alegrías y ayudar a los necesitados.



 

 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas (1,39-45):



En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Palabra de Dios

 

 

COMENTARIO

 

           


 

Termina el Adviento y ya llega la Navidad.  Ya nace el Redentor del mundo en Belén, esa “pequeña entre las aldeas de Judá”.  Pero, dice la profecía de Miqueas (Mi 5, 1-4) “de ti saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a los días más antiguos”.  La profecía hacía alusión al Mesías, a su origen antiguo (eterno), por lo tanto, a su divinidad.  Y también a la omnipotencia y grandeza de Dios: “la grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y Él mismo será la Paz”.

 

Los israelitas sabían que el Mesías debía nacer en Belén.  Prueba de ello es que cuando los Reyes Magos llegan a Jerusalén preguntando por Él, los sumos sacerdotes y los conocedores de las Escrituras refirieron al Rey Herodes esa profecía de Miqueas (cfr. Mt 2, 1-6).  Suponemos, entonces, que la Virgen y San José conocían esta profecía y que el viaje obligado de José a Belén para el censo, les daría una certeza adicional de que Quien nacería del seno de la Virgen, era verdaderamente el Mesías.

 

Lo curioso es que pareciera que el César controlara su gran imperio.  Pero –si nos fijamos bien- es Dios el que está al mando de la situación.  Dios utiliza este decreto sorpresivo del César para que se cumpla el decreto previo de Dios:  el Mesías ha de nacer en Belén.  Un detalle que nos muestra que Dios es el Señor de la Historia:  la de cada uno, la de cada nación, la de cada pueblo.  Somos actores, pero Dios dirige…aunque no nos demos cuenta.

 



La profecía también anunciaba a María, la Madre del Redentor.  “Si Yahvé abandona a Israel, será sólo por un tiempo, mientras no dé a luz la que ha de dar a luz”.  María, la que habría de dar a luz, preanunciada desde el comienzo de la Escritura (Gn 5, 30) como la que aplastaría la cabeza de la serpiente con su descendencia divina, es la Madre del Mesías.  Además, es la vencedora del Demonio por su fe y su entrega a Dios.

 

María era simple criatura de Dios, adornada -es cierto- de dones inmensos, pero tuvo que tener fe y tuvo que dar su sí.  Y con su fe y con su sí se realizó el más grande milagro: Dios se hace Hombre y nos rescata de la esclavitud del Demonio.

 

“Dichosa tú que has creído que se cumpliría cuanto te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1, 39-45).   Son palabras de Santa Isabel, su prima, cuando María encinta llegó a visitarla.  Isabel conocía de sobra la importancia de la fe, pues su marido, Zacarías, no había creído lo que el Ángel le había anunciado a él sobre la concepción milagrosa de su hijo, San Juan Bautista, el Precursor del Mesías.  Milagrosa, porque eran una pareja estéril y añeja.  Zacarías quedó mudo hasta después del nacimiento de Juan, por no haber creído que lo anunciado se cumpliría. (cfr. Lc 1, 5-25 y 57-80).

 


La fe es muy importante en nuestro camino hacia Dios.  ¿Qué hubiera pasado si María no hubiera creído, si hubiera sido racionalista, incrédula, desconfiada, escéptica?  De allí que la primera cualidad en imitar de la Virgen es su fe en Dios, en que todo es posible para Dios, aún lo más increíble, tan increíble como lo que a Ella sucedió, que, sin intervención de varón, el Espíritu Santo la haría concebir a Dios mismo en su seno, en forma de bebé.  Increíble, pero “para Dios nada es imposible” (Lc 1, 37).

 

Lo segundo en María es su entrega a la Voluntad de Dios.  Después de conocer lo que Dios haría, la Virgen se entrega en forma absoluta a los planes de Dios: “He aquí la esclava del Señor.  Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

 

Estas palabras con las que la Virgen hace su entrega a Dios recuerdan las del Salmo 40, 8, que Ella seguramente conocía: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”.  La Carta a los Hebreos también las retoma cuando habla del sacrificio de Cristo y pone a Cristo a decir: “No te agradan los holocaustos ni los sacrificios ... entonces dije -porque a Mí se refiere la Escritura: ‘Aquí estoy, Dios mío; vengo a hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-10).

 


Fe y entrega a la Voluntad de Dios, tanto en la Madre como en el Hijo, son condiciones indispensables para seguirlos, para que se cumpla en nosotros lo que Dios nos ha prometido y lo que nos trae en Navidad: nada menos que nuestra salvación!

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

 

 

 

 


domingo, 12 de diciembre de 2021

«Viene el que es más fuerte que yo» (Evangelio Dominical)

 


Hoy la Palabra de Dios nos presenta, en pleno Adviento, al Santo Precursor de Jesucristo: san Juan Bautista. Dios Padre dispuso preparar la venida, es decir, el Adviento, de su Hijo en nuestra carne, nacido de María Virgen, de muchos modos y de muchas maneras, como dice el principio de la Carta a los Hebreos (1,1). Los patriarcas, los profetas y los reyes prepararon la venida de Jesús.

Veamos sus dos genealogías, en los Evangelios de Mateo y Lucas. Él es hijo de Abraham y de David. Moisés, Isaías y Jeremías anunciaron su Adviento y describieron los rasgos de su misterio. Pero san Juan Bautista, como dice la liturgia (Prefacio de su fiesta), lo pudo indicar con el dedo, y le cupo —¡misteriosamente!— hacer el Bautismo del Señor. Fue el último testigo antes de la venida. Y lo fue con su vida, con su muerte y con su palabra. Su nacimiento es también anunciado, como el de Jesús, y es preparado, según el Evangelio de Lucas (caps. 1 y 2). Y su muerte de mártir, víctima de la debilidad de un rey y del odio de una mujer perversa, prepara también la de Jesús. Por eso, recibió él la extraordinaria alabanza del mismo Jesús que leemos en los Evangelios de Mateo y de Lucas (cf. Mt 11,11; Lc 7,28): «Entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan Bautista». Él, frente a esto, que no pudo ignorar, es un modelo de humildad: «No soy digno de desatarle la correa de sus sandalias» (Lc 3,16), nos dice hoy. Y, según san Juan (3,30): «Conviene que Él crezca y yo disminuya».

Oigamos hoy su palabra, que nos exhorta a compartir lo que tenemos y a respetar la justicia y la dignidad de todos. Preparémonos así a recibir a Aquel que viene ahora para salvarnos, y vendrá de nuevo a «juzgar a los vivos y a los muertos».

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (3,10-18):




En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:
«¿Entonces, qué debemos hacer?»
Él contestaba:
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
«Maestro, ¿qué debemos hacemos nosotros?»
Él les contestó:
«No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban:
«Y nosotros, ¿qué debemos hacer nosotros?»
Él les contestó:
«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO

 

 



Ya más entrado el Adviento, las lecturas nos hablan de alegría, pues ya está más cerca la venida del Señor.


La Primera Lectura (So. 3, 14-18).  “Alégrate, hija de Sión, da gritos de júbilo ... No temas ... el Señor tu Dios está en medio de ti.  El se goza y se complace en ti”.  ¿Por qué hemos de estar alegres?  Porque “el Señor ha levantado la sentencia contra ti, ha expulsado a todos tus enemigos”.  Es la salvación realizada por Cristo lo que se nos anuncia aquí.  Tanto es así que el Arcángel Gabriel hace eco de estas palabras cuando anuncia a la Santísima Virgen María la Encarnación del Hijo de Dios en su seno: “Alégrate, el Señor está contigo ... No temas María, porque has encontrado el favor de Dios ... concebirás y darás a luz a un Hijo” (Lc 1, 28 y 30).


Desde que Jesús vino al mundo como Dios verdadero y como Hombre también verdadero, podemos decir con San Pablo en la Primera Lectura (Flp. 4, 4-7):  “el Señor está cerca”, porque cada día que pasa nos acerca más a la venida del Señor.  «Sí, vengo pronto», nos dice el final del Apocalipsis (Ap 22, 20)


¿Cuándo será ese momento?  Nadie, absolutamente nadie, lo sabe con certeza.  Eso nos lo ha dicho Jesús.  Pero también nos ha hado algunos signos que Él mismo nos invita a observar. (Mt 24, 4-51; Lc 21, 5-36).


1.) Muchos tratarán de hacerse pasar por Cristo.  2.) Sucederán guerras y revoluciones que no son aún el final.  3.) Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro.  4.) Terremotos, epidemias y hambres.  5.) Señales prodigiosas y terribles en el cielo.  6.) Persecuciones y traiciones para los cristianos.  7.) El Evangelio habrá sido predicado en todo el mundo.  8.) La mayor parte de la humanidad estará imbuida en las cosas del mundo y habrá perdido la fe.  9.) Después se manifestará el anti-Cristo, que con el poder de Satanás realizará prodigios con los que pretenderá engañar a toda la humanidad.




Cómo volverá Jesucristo?  Primeramente, aparecerá en el cielo su señal -la cruz-; vendrá acompañado de Ángeles y aparecerá con gran poder y gloria. (Mt. 24, 30-31)

Entonces ... ¿qué hacer?  También nos lo dice el mismo Jesús:  «Por eso estén vigilando y orando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y estar de pie ante el Hijo del Hombre.» (Lc  21, 36)


En la Segunda Lectura, San Pablo también nos responde con la misma consigna: “No se inquieten por nada; más bien presenten sus peticiones a Dios en la oración y la súplica, llenos de gratitud” (Flp 4, 4-7).  La oración es, sin duda, un ingrediente importantísimo de entre las cosas que hemos de hacer para prepararnos a la venida del Señor.

 

Pero ¿qué más hacer?  Con la oración como punto de partida, la Misa dominical que no debe faltar, arrepentimiento y Confesión sacramental de nuestros pecados y la Comunión lo más frecuente posible.  Así iremos preparándonos para lo que ha de venir.

 

Sin embargo, el Evangelio nos presenta a un personaje muy central de esta temporada de Adviento, preparatoria a la Navidad.  Se trata de San Juan Bautista, el precursor del Mesías.  Él era primo de Jesús, recibió el Espíritu Santo aún estando en el vientre de su madre, cuando la Santísima Virgen la visitó enseguida de que el Hijo de Dios se encarnó en su seno.

 

Llegado el momento, San Juan Bautista comenzó su predicación para preparar el camino del Señor; es decir, para ir preparando a la gente a la aparición pública de Jesús.

 

Y al Bautista le preguntaban “¿qué debemos hacer?” (Lc 3, 10-18).  Y él les daba ya un programa de vida que parecía un preludio del mandamiento del amor que Jesús nos traería.  “Quien tenga dos túnicas que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo”.

 


A los publicanos, funcionarios públicos les decía: “No cobren más de lo establecido, sino conténtense con su salario”.   A los soldados: “No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente”.

 

Ahora bien, siguiendo la tónica del Adviento, este tiempo preparatorio a la Navidad, las lecturas nos llevan de la primera a la segunda venida del Salvador.  El mismo Precursor del Señor nos habla no sólo de la aparición pública del Mesías allá en Palestina hace unos dos mil años, sino que también nos habla de su Segunda Venida:  “El tiene el bieldo en la mano para separar el trigo de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

 

Clarísima alusión al fin del mundo, cuando Cristo separará a los buenos de los malos: unos irán al Cielo y otros al Infierno, al fuego que no se extingue.

 

En la Segunda Venida de Cristo, seremos resucitados: los buenos a una resurrección de gloria y los malos a una resurrección de condenación para toda la eternidad.  Felicidad o infelicidad eternas.

 

Pensando en la primera venida de Cristo, cuando nació en la humildad de un cuerpo mortal como el nuestro, recordemos también nuestra futura resurrección al final de los tiempos.  Así ésta y todas las Navidades puedan servirnos para aprovechar las gracias divinas que se derraman al recordar el nacimiento de Jesús en la tierra.

 

De esta manera, esas gracias podrán traducirse en gracias de gloria para su Segunda Venida.  Ese será el momento cuando nuestro cuerpo mortal va a ser transformado en cuerpo glorioso.  Será la resurrección que sucederá en ese día final.

 

Es así como la Navidad o primera venida del Mesías continúa siendo un recordatorio y un anuncio de su Segunda Venida.  Que la venida del Señor esta Navidad no sea inútil.  Que la celebración de su primera venida nos ayude a prepararnos a su venida final en gloria, para ser contados como trigo y no como paja.



Oración y vigilancia es lo que nos pide el Señor: orar y actuar como si hoy -y todos los días- fueran el último día de nuestra vida terrena.

 

Lo importante no es saber el cuándo.  Lo importante es estar siempre preparados.  Lo importante es vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org