domingo, 26 de marzo de 2017

«Vete, lávate» (Evangelio Dominical)

                                               
          

Hoy, cuarto domingo de Cuaresma —llamado domingo “alegraos”— toda la liturgia nos invita a experimentar una alegría profunda, un gran gozo por la proximidad de la Pascua.

Jesús fue causa de una gran alegría para aquel ciego de nacimiento a quien otorgó la vista corporal y la luz espiritual. El ciego creyó y recibió la luz de Cristo. En cambio, aquellos fariseos, que se creían en la sabiduría y en la luz, permanecieron ciegos por su dureza de corazón y por su pecado. De hecho, «No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista» (Jn 9,18).

¡Cuán necesaria nos es la luz de Cristo para ver la realidad en su verdadera dimensión! Sin la luz de la fe seríamos prácticamente ciegos. Nosotros hemos recibido la luz de Jesucristo y hace falta que toda nuestra vida sea iluminada por esta luz. Más aun, esta luz ha de resplandecer en la santidad de la vida para que atraiga a muchos que todavía la desconocen. Todo eso supone conversión y crecimiento en la caridad. Especialmente en este tiempo de Cuaresma y en esta última etapa. San León Magno nos exhorta: «Si bien todo tiempo es bueno para ejercitarse en la virtud de la caridad, estos días de Cuaresma nos invitan a hacerlo de manera más urgente».

                                                       





Sólo una cosa nos puede apartar de la luz y de la alegría que nos da Jesucristo, y esta cosa es el pecado, el querer vivir lejos de la luz del Señor. Desgraciadamente, muchos —a veces nosotros mismos— nos adentramos en este camino tenebroso y perdemos la luz y la paz. San Agustín, partiendo de su propia experiencia, afirmaba que no hay nada más infeliz que la felicidad de aquellos que pecan.

La Pascua está cerca y el Señor quiere comunicarnos toda la alegría de la Resurrección. Dispongámonos para acogerla y celebrarla. «Vete, lávate» (Jn 9,7), nos dice Jesús… ¡A lavarnos en las aguas purificadoras del sacramento de la Penitencia! Ahí encontraremos la luz y la alegría, y realizaremos la mejor preparación para la Pascua.




Lectura del santo evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):


                                   






En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

Palabra del Señor


COMENTARIO


                                 



El Evangelio de hoy nos habla de la sanación que hace Jesús a un ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41).  Y en la Segunda Lectura (Ef. 5, 8-14), tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios, podemos ver el significado espiritual de la ceguera y de la recuperación de la vista.

Nos dice San Pablo:  En otro tiempo estaban en la oscuridad -en las tinieblas-, pero ahora, unidos al Señor, son luz.  En efecto, la oscuridad en que vivía el ciego representa las tinieblas del pecado, la oscuridad causada por la ausencia de la gracia de Dios.  Y la luz que entra en la vista del ciego recién sanado por el Señor es la vida de Dios en nosotros; es decir, la gracia.

Antes de analizar más detalladamente el simbolismo de pecado/oscuridad y de gracia/luz, veamos en primer lugar el milagro mismo.   Jesucristo, como sabemos, realizó muchos milagros de sanación.  Y si los analizamos con detenimiento, podemos darnos cuenta que cada uno de estos milagros fue hecho en forma diferente:  a unos sanaba porque se lo pedían; otros, como el caso de este ciego, ni siquiera se lo pidió.  A unos sanaba tocándolos o dándoles la mano; a otros porque más bien lo tocaban a El, y a otros sanó, sin siquiera tenerlos en su presencia.  Con unos usaba palabras, con otros algunas sustancias.  Unos se curaban enseguida y otros un tiempo después. 

                                                       


Todo esto vale para decir que el Señor es libérrimo en la forma como El escoge para hacer su labor.  Lo que sí es común a todas las curaciones hechas por Jesús es que lo más importante era la sanación que ocurría en el alma del enfermo:  su curación tenía una profunda consecuencia espiritual.  El Señor no hace una sanación física, sin tocar profundamente el alma.  Y cuando el Señor sana directamente es para que se manifieste en la persona la gloria y el poder de Dios.  Y sana no sólo para que el enfermo sanado crea en Dios y cambie, sino también las personas a su alrededor.

Sin embargo, sabemos que no todo enfermo es sanado.  ¿Significa que la enfermedad es un mal? ... Mientras dure el mundo presente, seguirán habiendo enfermedades, las cuales -ciertamente- son una de las consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores.  Pero Jesús, con su Pasión, Muerte y Resurrección, le dio valor redentor a las enfermedades –y también a todo tipo de sufrimiento.

Es decir, el sufrimiento bien llevado, aceptado en Cristo, sirve para santificarnos y para ayudar a otros a santificarse.  No es que sean fáciles de llevar las enfermedades -sobre todo algunas de ellas- pero son oportunidades para unir ese sufrimiento a los sufrimientos de Cristo y darles así valor redentor.

                                                         



Y ¿qué es eso de “valor redentor”?  Nuestros sufrimientos, unidos a los de Cristo, pueden servir para nuestra propia santificación o para la santificación de otras personas, incluyendo nuestros seres queridos.

Es por ello que después de Cristo, ya los enfermos no son considerados como personas malditas por el pecado propio o de sus padres, como sucedía antes de la venida del Señor.  De allí la pregunta de los Apóstoles al encontrarse al ciego: “¿Quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?”, a lo que Jesús responde: “Ni él pecó ni tampoco sus padres.   Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios”.

Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las del alma.  Por eso decíamos que la sanación fundamental es la sanación interior.  Esta puede darse, habiéndose sanado el cuerpo o no.  ¡Cuántos enfermos ha habido que se han santificado en su enfermedad!   ¡Cuántos santos no hay que se han hecho santos a raíz de una enfermedad o durante una larga enfermedad!

En el caso del ciego de nacimiento del Evangelio de hoy, vemos que este hombre fue de los que ni siquiera pidió ser sanado, sino que viéndolo Jesús pasar, se detiene y, haciendo barro con saliva y tierra del suelo, lo colocó en sus ojos, ordenándole que luego se bañara en la piscina de Siloé.  Efectivamente, el hombre comienza a ver al salir del agua.  Pero notemos que el cambio más importante se realiza en su alma.

                                                       




Veamos cómo se comporta al ser interrogado por los enemigos de Jesús.  Sus respuestas las da con mucha convicción y con tal simplicidad e inocencia, que por la precisión y la lógica que hay en ellas, deja perplejos a quienes con mala intención tratan de hacer ver que Jesús no venía de Dios, pues lo había curado en Sábado, día en que los judíos no podían hacer ningún tipo de trabajo.

Resulta refrescante oír la respuesta del ciego que ya no lo es, cuando los fariseos lo forzan a decir que Jesús es un pecador.  Responde el ciego, primero inocentemente: “Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo”.   Continúa luego con mucha “claridad” y convicción: “Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo escucha ... Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”.

Termina el ciego de nacimiento por postrarse ante Jesús, reconociéndolo como el Hijo de Dios, en cuanto Jesús le revela Quién es El.  Como decíamos, lo más importante es la gracia que acompaña a todo contacto con Cristo.  El ciego, que ya no lo es, cree en Jesús y confía en El.  Y cuando Jesús se le revela como el Hijo del hombre, es decir, el Mesías esperado, el ciego que ahora ve cree lo que el Señor le dice y, postrándose, lo adoró.

La Primera Lectura (1 Sam. 16, 1.6-7.10-13) nos narra la escogencia de David para ser ungido por el Profeta Samuel como Rey.

                                                        



David, antepasado de Cristo, es prefiguración del Mesías.  David es ungido en Belén, que pasa entonces a ser, la ciudad de David.  Y también la ciudad donde habría de nacer Jesús, el Mesías.

David era pastor.  De hecho, estaba pastoreando cuando Samuel, instruido por Dios, va en busca del Rey que va a ser ungido.  Y David, que antes pastoreaba ovejas, ahora es encargado para ser pastor del pueblo de Israel (cf. 2 Sam. 5, 2), prefiguración también de Jesús, el Buen Pastor.  Pastor de nosotros, sus ovejas.  Pastor de ese rebaño que es la Iglesia, el nuevo pueblo de Israel.

De allí que la Liturgia nos presente el Salmo 22, el conocidísimo y gran favorito de entre los Salmos:  El Señor es mi Pastor, nada me falta.

Y concluye el Evangelio con una advertencia de Jesús para todos aquéllos que, como los Fariseos, creemos que vemos y que no necesitamos que Jesús nos cure nuestra ceguera:  “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos:  para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”.    Preguntaron entonces si estaban ciegos.  Y Jesús les dice: “Si estuvieran ciegos”  (es decir, si se dieran cuenta de su ceguera) “no tuvieran pecado.  Pero como dicen que ven, siguen en su pecado”.

                                                            



¡Cuidado que así podríamos estar nosotros: diciendo que vemos, creyendo que vemos, y no dejamos que el Señor nos sane, pues ya creemos que sabemos todo, y preferimos quedarnos en una luz que no es luz, sino que es oscuridad!

El Señor habla de “definición de campos”.  ¿Cuáles son esos campos?  Luz y tinieblas.  Dios y demonio.  Gracia y pecado.   Y San Pablo nos dice que, “unidos al Señor, podemos ser luz”.   Y nos habla de los frutos de la Luz: “bondad, santidad, verdad”.   Cristo se identifica así: “Yo soy la Luz del mundo ... El que me sigue, no camina en tinieblas”.

Seguir a Cristo es no sólo creer en El, sino actuar como El; es decir, en total acuerdo con la Voluntad del Padre.  Así, haciendo sólo lo que es la Voluntad de Dios, pasaremos de la oscuridad de nuestra ceguera a la Luz de Cristo, para ser nosotros también luz en este mundo tan oscuro de las cosas de Dios y tan ciego para verlas.

Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las del alma.  Más aún, las enfermedades peores no son las que sufre una persona, sino las que sufre toda una población.  Nuestra sociedad está enferma.  ¡Y bien enferma!  De violencia, agresividad, maledicencia, ocultismo, esoterismo, idolatría, satanismo.  Sí, eso mismo: culto al demonio -para ser más precisos.

Por eso requerimos sanación.  Una sanación que sólo Dios nos puede dar.  Porque la sanación fundamental es la sanación interior.  Y ésa es la que estamos necesitando.

                                                            



El ciego de nacimiento que mencionábamos termina por postrarse ante Jesús, reconociéndolo como Dios.  Cuando comenzó a ver, el ciego creyó lo que el Señor le dijo y, postrándose, Lo adoró.  (Jn 9, 38)

Es lo que nos falta a nosotros: postrarnos en adoración.  Reconocer que Dios es el Señor de la historia, no nosotros.  Cuando no confiamos de verdad en Dios, El nos deja en manos de los enemigos.  Solos no podemos.  Hay que ORAR.  Y orar arrepentidos.   Clamar a Dios.   AdorarLo.   El ha puesto sus condiciones para actuar cuando hay enfermedades sociales:


“Si mi pueblo
-sobre el cual es invocado mi Nombre-
se humilla:
orando y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los  cielos,
perdonaré sus pecados
y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas  7, 14)

















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org




domingo, 19 de marzo de 2017

«Dame de beber»(Evangelio dominical)

                                       


Hoy, como en aquel mediodía en Samaría, Jesús se acerca a nuestra vida, a mitad de nuestro camino cuaresmal, pidiéndonos como a la Samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe».

El Prefacio de la celebración eucarística de hoy nos hablará de que este diálogo termina con un trueque salvífico en donde el Señor, «(...) al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el fuego del amor divino». 

                                                                  



Ese deseo salvador de Jesús vuelto “sed” es, hoy día también, “sed” de nuestra fe, de nuestra respuesta de fe ante tantas invitaciones cuaresmales a la conversión, al cambio, a reconciliarnos con Dios y los hermanos, a prepararnos lo mejor posible para recibir una nueva vida de resucitados en la Pascua que se nos acerca.

«Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26): esta directa y manifiesta confesión de Jesús acerca de su misión, cosa que no había hecho con nadie antes, muestra igualmente el amor de Dios que se hace más búsqueda del pecador y promesa de salvación que saciará abundantemente el deseo humano de la Vida verdadera. Es así que, más adelante en este mismo Evangelio, Jesús proclamará: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37b-38). Por eso, tu compromiso es hoy salir de ti y decir a los hombres: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho…» (Jn 4,29).



Lectura del santo evangelio según san Juan (4,5-42):


                                    




En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. 
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. 
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. 
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.» 
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.» 
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.» 
La mujer le contesta: «No tengo marido». 
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.» 
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.» 
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.» 
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.» 
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»


Palabra del Señor




COMENTARIO


                                                       



Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”:  agua en pleno desierto brotando de una roca (Ex.17, 3-7), y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la Samaritana (Jn. 4, 5-42).  Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”,  que quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.

En la Primera Lectura del Libro del Éxodo vemos a los israelitas protestando a Moisés, pues tenían sed y no había agua.  Dios da unas instrucciones precisas a Moisés para hacer brotar agua de una roca.  Y así fue.  El pueblo bebió el agua que necesitaba.  Y Moisés puso el nombre de Masá y Meribá a ese sitio, palabras que significan “tentación” y “quejas”, pues allí el pueblo se había dejado tentar quejándose a Dios, pidiéndole pruebas, pues realmente no tenía plena fe y confianza en El.

El Salmo 94 refiere la rebelión en el desierto y nos advierte de no endurecer nuestro corazón como en ese momento los israelitas.  Este Salmo nos invita a inclinarnos ante Dios que es nuestro Dueño.  El nuestro Pastor, nosotros sus ovejas.

La roca del desierto fue fuente de vida para el pueblo de Israel.  Y esa roca nos anuncia a Cristo, quien es la fuente de agua viva, según lo que El le dice a la Samaritana.  Todos estos simbolismos atribuidos a la Roca que es Cristo y al agua que brota de El, significan la Gracia que Cristo nos obtiene con su muerte en la cruz y su resurrección gloriosa.

Revisemos con más detenimiento, entonces, el diálogo entre Jesús y la Samaritana, que aparece en el Evangelio.

Una tarde calurosa llega Jesús a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, donde se hallaba el pozo de Jacob.  Era el pozo que el Patriarca Jacob, descendiente de Abraham, se había reservado, pues era profundo y producía en abundancia agua rica y cristalina.


                                                  


Por cierto, todavía hoy se conserva el brocal de este pozo en medio de una Iglesia Ortodoxa Griega.  Sobre ese brocal se sentó Jesús a descansar mientras sus discípulos iban a la ciudad a buscar algo que comer.

Llegó en esos momentos una mujer samaritana a sacar agua del pozo.

Y observamos que Jesús, sin importarle la enemistad entre el pueblo judío y el samaritano, le dice a la Samaritana en tono familiar: “Dame de beber”.  La mujer por supuesto se sorprende de que un judío se atreviera a hablarle.  Por eso le responde:  “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”

Comienza así un diálogo maravilloso en el que Jesús aprovecha la ocasión y el sitio donde está para explicar a la Samaritana lo que es la Gracia de Dios para el alma. “Si conocieras el don de Dios”,  le dice Jesús,“y si conocieras realmente quién es el que te está pidiendo de beber, tú le pedirías a El y El te daría agua viva”.

El “don de Dios” es la Gracia.  Y Jesús compara la Gracia con un agua distinta, un “agua viva”, que El quiere darle.  Pero la Samaritana no comprendió esta comparación, ni tampoco podía imaginar de dónde iba a sacar esa agua tan especial.

                                                            


Le responde que cómo va a sacar esa agua en un pozo tan profundo, si ni siquiera tiene Jesús un cubo con qué sacarla.  El le hace ver que no se trata de un agua como la del pozo, sino de algo distinto y muchísimo mejor.

Por eso le dice:  “El que beba del  agua de este pozo vuelve a tener sed.  Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed.  El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna”.

Veamos qué le quiere decir Jesús a la Samaritana ...  y qué nos quiere decir a cada uno de nosotros con este símil.

¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada uno de nosotros?  Es el agua vivade la Gracia, que es lo único que puede satisfacer nuestra sed de Dios.  Por medio de la Gracia podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros.  Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua viva” que nos lleva a la vida eterna.

                                              


Por eso nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 5, 1-2.5-8) que por Cristo “hemos obtenido la entrada al mundo de la gracia ... para participar en la gloria de Dios”.   Y esto es así pues si nosotros respondemos a la Gracia, podemos llegar a la unión con Dios, primero en esta vida, y luego en el Cielo, para gozar de la gloria de Dios eternamente.

Notemos el título de “gracia” para el “don de Dios”.  Significa -y esto es muy importante-  que ese “don de Dios” es “gratis”.  No lo recibimos porque lo merecemos, sino que lo recibimos de gratis ... simplemente porque Dios nos lo quiere dar, sin ningún mérito de nuestra parte.

Además, ese “don de Dios” lo calma todo.  Ya no se necesita más nada, pues toda sed queda calmada con ese don infinito de la Gracia Divina.  También vemos que es un manantial inacabable, que nos lleva a la Vida Eterna.

                                                           



Pero ¡ojo! Ese manantial inacabable puede ser interrumpido por nosotros mismos cuando pecamos ... Y, aún así, por otra gracia -gratis- adicional, esa fuente de agua viva que interrumpimos al pecar, puede ser recuperado con el arrepentimiento y la Confesión.

En efecto, podemos cerrar ese manantial con el pecado.  Es decir:  o se está en gracia, o se está en pecado.  Dios nos regala su Gracia, pero no en contra de nuestra voluntad.  Necesita y requiere nuestra cooperación a la Gracia para que la Gracia haga su efecto; es decir, para poder santificarnos.  La Gracia es como un semilla que necesita crecer con las respuestas positivas que damos a ese “don de Dios”.

¿Para qué se nos da la Gracia?  Para nuestra salvación:  para poder llegar a la felicidad eterna del Cielo.  Tenemos seguridad de contar con la Gracia que Dios nos da.  El no falla.  Pero requiere nuestra respuesta a la gracia para poder llevarnos al Cielo. 
                                                 



La Gracia es tan necesaria para nuestra vida espiritual que el Libro de la Sabiduría nos habla así de ella:  “La preferí a los reinos y tronos del mundo, y estimé en nada la riqueza al lado de ella.  Vi que valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro.  La amé más que a la salud y  a la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta” (Sb. 7, 8-10).

Por último ¿quién es el que primero dice tener sed? … El más sediento es Jesús mismo que, más que sed del agua del pozo, tiene sed de la fe de la Samaritana ... tiene sed de la fe de nosotros.  ¿Por qué?  Porque quiere colmarnos de todo lo que su Gracia, el Agua Viva, puede darnos. 



domingo, 12 de marzo de 2017

«Se transfiguró delante de ellos» (Evangelio Dominical)


                              

Hoy, camino hacia la Semana Santa, la liturgia de la Palabra nos muestra la Transfiguración de Jesucristo. Aunque en nuestro calendario hay un día litúrgico festivo reservado para este acontecimiento (el 6 de agosto), ahora se nos invita a contemplar la misma escena en su íntima relación con los sucesos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

En efecto, se acercaba la Pasión para Jesús y seis días antes de subir al Tabor lo anunció con toda claridad: les había dicho que «Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21).

Pero los discípulos no estaban preparados para ver sufrir a su Señor. Él, que siempre se había mostrado compasivo con los desvalidos, que había devuelto la blancura a la piel dañada por la lepra, que había iluminado los ojos de tantos ciegos, y que había hecho mover miembros lisiados, ahora no podía ser que su cuerpo se desfigurara a causa de los golpes y de las flagelaciones. Y, con todo, Él afirma sin rebajas: «Debía sufrir mucho». ¡Incomprensible! ¡Imposible!

                                                      


A pesar de todas las incomprensiones, sin embargo, Jesús sabe para qué ha venido a este mundo. Sabe que ha de asumir toda la flaqueza y el dolor que abruma a la humanidad, para poderla divinizar y, así, rescatarla del círculo vicioso del pecado y de la muerte, de tal manera que ésta —la muerte— vencida, ya no tenga esclavizados a los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.

Por esto, la Transfiguración es un espléndido icono de nuestra redención, donde la carne del Señor es mostrada en el estallido de la resurrección. Así, si con el anuncio de la Pasión provocó angustia en los Apóstoles, con el fulgor de su divinidad los confirma en la esperanza y les anticipa el gozo pascual, aunque, ni Pedro, ni Santiago, ni Juan sepan exactamente qué significa esto de… resucitar de entre los muertos (cf. Mt 17,9), ¡Ya lo sabrán!



Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):


                                 


En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» 
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. 
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»


Palabra del Señor


COMENTARIO


                                                       


Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros ... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.

En la Primera Lectura (Gn. 12, 1-4a) se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba.  Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.

A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”.
 
         Y Abraham  sale sin saber a dónde va.  Ante la orden del Señor, Abraham cumple ciegamente.  Va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo, renuncia a todo:  patria, casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a Dios.  Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El.  Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo.

Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo.

                                                             


En la Segunda Lectura (2 Tim. 1, 8-10) leemos a San Pablo insistiendo en el llamado que Dios nos hace.  Nos dice:  “Dios nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida”;  es decir, a que le entreguemos a El todo lo que somos y lo que tenemos, pues todo nos viene de El.  Y nos dice además San Pablo que Dios nos llama, no por nuestras buenas obras, sino porque El lo dispone así de gratis, sin merecerlo nosotros.

Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de Dios, un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra- ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos conocido a Cristo!

El Evangelio (Mt. 17, 1-9)  nos relata la Transfiguración del Señor ante Pedro, Santiago y Juan.  Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra algo del fulgor de su divinidad.  Y quedan extasiados al ver “el rostro de Cristo resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”.

Es de hacer notar que este evento tiene lugar unos pocos días después del anuncio que Cristo les había hecho de que tendría que morir y sufrir mucho antes de su muerte.  Jesús quería que esta vivencia de su gloria fortaleciera la fe de los Apóstoles.  Ellos habían quedado muy turbados al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que sería condenado injustamente a una muerte terrible… Y que luego resucitaría.

                                                 


Tanta relación tiene la Transfiguración de Jesucristo con su Pasión y Muerte, que en el relato que hace San Lucas de este evento, se ve a Moisés y Elías “resplandecientes, hablando con Jesús de su muerte que debía cumplirse en Jerusalén” (Lc. 9, 31).

Con esto Jesucristo quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor.  Así se los dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre su Pasión y Muerte:  “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.  Pues el que quiera asegurar su propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt. 16, 24-25).

Esa renuncia a uno mismo fue lo que Dios pidió a Abraham ... y Abraham dejó todo y respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás.  Esa renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide hoy el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección. 

No hay resurrección sin muerte a uno mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios.  A eso se refiere el “perder la vida por mí”, que nos pide el Señor.  Y recordemos lo que El mismo nos advierte:  el que quiera asegurar lo que cree que es su propia vida, terminará por perderla, pero el que pierda por Mí eso que considera su propia vida, podrá entonces hallarla.  

                                               


Recordemos, también, que la resurrección y la gloria del Cielo es la meta de todo cristiano.  En efecto, así aprendimos en desde nuestra Primera Comunión:  fuimos creados para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y luego gozar de El en la gloria del Cielo.  Esa gloria nos la muestra Jesús con su Transfiguración.

Ahora bien ¿cómo puede ser esto de que Jesús a veces se veía como un hombre cualquiera y a veces mostraba su divinidad?  Veamos la explicación teológica:  el alma de Jesús, unida personalmente al Verbo -que es Dios (Jn. 1, 1)-, gozaba de la Visión Beatífica, lo cual tiene como efecto la glorificación del cuerpo.

Pero esa glorificación corporal no se manifestaba en Jesús corrientemente, porque Jesús quiso asemejarse a nosotros lo más posible.  La Transfiguración fue, entonces, uno de esos pocos momentos privilegiados en que Jesús mostró parte de su gloria.

La gloria es el fruto de la Gracia.  Y Jesús es la Gracia misma.  Jesús posee la Gracia en forma infinita y eso se traduce en un gloria infinita.  Esa gloria infinita transfigura totalmente la carne que recibió al hacerse ser humano, como nosotros.

                                                       


¿Para qué este razonamiento teológico?  ¿Tiene esta explicación algún sentido para nuestra vida espiritual, alguna aplicación práctica?  Sí la tiene.  Veamos ...

En nosotros sucede algo semejante.  La Gracia nos transforma. Esto lo trata San Pablo (2 Cor. 3, 12-18) cuando nos habla del velo con que  Moisés se cubría la cara después de estar en la presencia de Dios (Ex. 34, 35).  Mientras la Gracia nos transfigura con la luz que le es propia, como sucedía a Moisés al estar delante de Dios, el pecado nos desfigura con la oscuridad y tinieblas, propias del pecado y del Demonio (Jn. 1, 5; 3, 19; Hech. 26, 18).

Y es audaz San Pablo al afirmar que él y los cristianos que habían recibido la Gracia no tenían que andar con el rostro cubierto como Moisés, sino que “reflejamos, como en un espejo, la Gloria del Señor, y nos vamos transformando en imagen suya, más y más resplandecientes, por la acción del Señor”. (2 Cor 3, 18)

Esa es la acción de la Gracia, es decir, de la vida de Dios en nosotros:  luz, vida, resplandor, etc.  Pero más que eso, la Gracia Divina nos va haciendo imagen de Cristo.  De allí la importancia de vivir en Gracia, es decir, sin pecado mortal en nuestra alma.  Además, huyendo del pecado y/o arrepintiéndonos en la Confesión Sacramental cada vez que caigamos.  Una Confesión bien hecha, en la que descargamos nuestros pecados graves y no graves, restaura inmediatamente la Gracia.  Y esa Gracia debe ir siempre en aumento:  con la Eucaristía, la oración, las obras buenas, la práctica de las virtudes, etc.

La Gracia la recibimos inicialmente en el Bautismo y hemos de irla aumentando a lo largo de nuestra vida en la tierra, hasta el día en que disfrutemos ya de la Visión Beatífica de Dios en el Cielo y, en la contemplación de la gloria de Dios, seremos también trasfigurados, “seremos semejantes a El, porque lo veremos tal como es” (1 Jn. 3, 2).  Para ese momento sí podremos verlo “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).

                                                           


Tan bello y agradable era lo que vivieron los Apóstoles en la Transfiguración, que Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí.  ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí”, exclama San Pedro.  Así de agradable y de atractiva es la gloria del Cielo, en la que provoca quedarse allí para siempre.

Y eso precisamente nos lo ha prometido el Señor:  nos ha prometido la felicidad total y absoluta, para siempre, siempre, siempre.  Ese es el gozo del Cielo, que los Apóstoles pudieron vislumbrar en los breves instantes de la Transfiguración del Señor.

La entrega requerida para llegar a esa meta nos la muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo a petición de Dios.  Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado.  Y esa resurrección la ha prometido también a todo aquél que cumpla la Voluntad de Dios.  



domingo, 5 de marzo de 2017

«Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado» (Evangelio Dominical)

                            



Hoy celebramos el primer domingo de Cuaresma, y este tiempo litúrgico “fuerte” es un camino espiritual que nos lleva a participar del gran misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Nos dice Juan Pablo II que «cada año, la Cuaresma nos propone un tiempo propicio para intensificar la oración y la penitencia, y para abrir el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina. Ella nos invita a recorrer un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el gran misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, ante todo mediante la escucha asidua de la Palabra de Dios y la práctica más intensa de la mortificación, gracias a la cual podemos ayudar con mayor generosidad al prójimo necesitado».

La Cuaresma y el Evangelio de hoy nos enseñan que la vida es un camino que nos tiene que llevar al cielo. Pero, para poder ser merecedores de él, tenemos que ser probados por las tentaciones. «Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Jesús quiso enseñarnos, al permitir ser tentado, cómo hemos de luchar y vencer en nuestras tentaciones: con la confianza en Dios y la oración, con la gracia divina y con la fortaleza.

                                                      


Las tentaciones se pueden describir como los “enemigos del alma”. En concreto, se resumen y concretan en tres aspectos. En primer lugar, “el mundo”: «Di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3). Supone vivir sólo para tener cosas.

En segundo lugar, “el demonio”: «Si postrándote me adoras (…)» (Mt 4,9). Se manifiesta en la ambición de poder.

Y, finalmente, “la carne”: «Tírate abajo» (Mt 4,6), lo cual significa poner la confianza en el cuerpo. Todo ello lo expresa mejor santo Tomás de Aquino diciendo que «la causa de las tentaciones son las causas de las concupiscencias: el deleite de la carne, el afán de gloria y la ambición de poder».




Lectura del santo evangelio según san Mateo (4,1-11):


                     



En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero él le contestó:
«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”».
Jesús le dijo:
«También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los
reinos del mundo y su gloria, y le dijo:
«Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús:
«Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían.

Palabra del Señor




COMENTARIO.


                                   



Ya hemos comenzado la Cuaresma, ese tiempo especial de conversión y penitencia que iniciamos con la Imposición de la Ceniza el pasado Miércoles.  Hoy, Primer Domingo de Cuaresma, las Lecturas nos presentan la tentación y el pecado de nuestros primeros progenitores en el Paraíso Terrenal, así como las tentaciones y el triunfo de Jesús sobre ellas en el Desierto.

En la Primera Lectura (Gen. 2, 7-9; 3, 1-7), tomada del Libro del Génesis, en el cual se relata la creación, observamos que el ser humano acaba de salir de las manos de su Creador, puro e inocente, hecho a imagen y semejanza de Dios.  Viven el hombre y la mujer en total amistad con Dios.  Pero el Maligno, envidioso del bien del hombre, lo busca para hacerlo caer y le plantea una tentación contraria a las órdenes que Dios  les había dado.

Dios les había dicho: “No comerán del árbol del conocimiento del bien y del mal, ni lo tocarán, porque de lo contrario habrán de morir”.  El Demonio, como siempre, contradice a Dios con mentiras y le dice a la mujer: “No morirán.  Bien sabe Dios que el día que coman de los frutos de ese árbol serán como dioses, y conocerán el bien y el mal”.  

                                       


La primera parte de la tentación es de incredulidad en la palabra de Dios.  La segunda parte es de orgullo y soberbia: “serán como Dios”.  Estas dos primeras fases de la tentación abren camino a la parte final, que fue de desobediencia a Dios.  Y precisamente en esto consiste el pecado: en desobedecer a Dios.

El hombre y la mujer no resistieron la vana ilusión de estar por encima o a la par de Dios.  Pero Dios sabe que el ser humano fue engañado.  Por eso, aunque lo castiga, le promete un Salvador que lo liberará del pecado y de las consecuencias de ese pecado.

De allí que en la Segunda Lectura (Rom 5, 12-19)   San Pablo nos diga:  “Si por el delito de un solo hombre todos fueron castigados con la muerte, por el don de un solo Hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos la abundancia de vida y de gracia de Dios ... Porque, ciertamente, la sentencia vino a causa de un solo pecado, pero el don de la gracia vino a causa de muchos pecados  ... Y así como por la desobediencia de uno, todos fuimos hechos pecadores, por la obediencia de uno solo (Cristo), todos somos hechos justos”.

                                         


Quiere decir esto que por el pecado de Adán y Eva -y por todos los pecados nuestros- todos estaríamos condenados, pero por la obediencia de Cristo, todos podemos llegar a ser santos.

Es bueno enfatizar estas palabras de San Pablo, ya que podría existir la tentación del reclamo a Dios, por las consecuencias del pecado de Adán y Eva sobre cada uno de nosotros.  Pero podemos preguntarnos:  ¿Quién de nosotros podría lanzar la primera piedra?  ¿Quién de nosotros no habría caído, igual que Adán y Eva?   De allí que San Pablo resalte que es cierto que la sentencia vino a causa de un solo pecado (el de Adán y Eva), pero el don de la gracia vino a causa de muchos pecados (todos los que hemos cometido cada uno de nosotros). 

Además: ¿no nos damos cuenta que la tentación del Paraíso Terrenal continúa, y los hombres y mujeres de hoy seguimos cayendo?  Los hombres y mujeres de hoy queremos seguir decidiendo sobre lo que es bueno y lo que es malo, sin tener en cuenta para nada a Dios.  Y también seguimos queriendo adquirir una supuesta sabiduría y poderes, que no  vienen de Dios, sino del Maligno.

El Demonio, como en el Paraíso, sigue presentando la tentación como algo llamativo, apetitoso y “aparentemente” bueno.  Nos dice la Escritura: “La mujer vio que era bueno, agradable a la vista,  y provocativo para alcanzar sabiduría”. 

                                             

               

Ahora bien, ¿nos damos cuenta de todos los engaños que se nos presentan en nuestros días, tan parecidos a los del Paraíso Terrenal?  ¿No seguimos los hombres y mujeres de hoy tratando de “ser como dioses”, al buscar una supuesta sabiduría y poderes ocultos a través del espiritismo, del control mental, de todas las formas de esoterismo oriental, de la adivinación, la astrología, la brujería, de la santería, y hasta del satanismo abierto y declarado?

Y fijémonos en algo...  El pecado nunca se nos presenta como lo que es: rebeldía y desobediencia a Dios, sino más bien como una afirmación de nuestra personalidad, o como el uso de la libertad a la que tenemos derecho, o también para llegar a alcanzar una “supuesta” sabiduría o auto-realización, etc.

Y ante las tentaciones -que siempre estarán presentes- nos quedan dos opciones: seguir nuestro propio camino ... o seguir en fe el camino que Dios nos presenta para nuestra vida.  Y para seguir el camino de Dios hay que seguir lo que Dios quiere, como El lo quiere, cuando El lo quiere y porque El lo quiere.  De lo contrario, estamos actuando como Adán y Eva.  Y... ¿es eso lo que queremos, realmente?

                                                     



Jesucristo nos muestra en el Evangelio (Mt. 4, 1-11)  cómo actuar ante la tentación.

Es cierto que El es Dios, y en Dios no hay pecado, pero quiso someterse a la tentación, para compartir con nosotros todo, menos el pecado.  Veamos qué nos muestra Jesucristo en esta lucha que tuvo con el Demonio al terminar su retiro de cuarenta días en el desierto.

El Demonio lo tienta, primero, con el poder (Haz que estas piedras se conviertan en pan);  luego,con el triunfo (Lánzate hacia abajo que Dios mandará a sus Ángeles a que te cuiden)  y, finalmente, con la avaricia (Te daré todos los reino de la tierra, si me adoras).

Y tuvo la osadía el Demonio de tentar a Jesucristo con palabras tomadas de la Sagrada Escritura.  Y más osadía aún fue el tratar de desviar a Jesucristo de la misión que el Padre le había encomendado.

                                            


De acuerdo a esa misión,  el Mesías no iba a ser un triunfador, ni un poseedor de reinos terrenos, sino que era enviado a salvar a los hombres, pero en humildad, en pobreza, en obediencia y en el sufrimiento.

Vemos, entonces, que -ante la tentación- Jesucristo no se aparta ni un milímetro del camino que Dios Padre le había señalado.  La victoria que el Demonio había obtenido en el Paraíso se revierte ahora en el Desierto con una total derrota.  Y así debe ser nuestra actitud ante las tentaciones: derrotar al Maligno con la gracia que Jesucristo nos obtuvo.

Sabemos por enseñanza de la Sagrada Escritura (cf. 1 Cor. 10, 13 y 2 Cor. 12, 7-10) que nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas, lo que equivale a decir que ante cualquier tentación tenemos todas las gracias necesarias para vencerla.

                                                     


 Y si caemos, ¡qué gran consuelo el poder arrepentirnos y confesar nuestro pecado al Sacerdote!  ¡Qué más podemos pedir!  Es como un negocio o un juego en el cual nunca podemos perder, porque siempre, no importa cuán grave sea la falta, Dios nuestro Padre está dispuesto a perdonarnos y a acogernos como sus hijos que somos. 
¿Qué más podemos pedir?

La Cuaresma nos invita a todos a aprender a vencer las tentaciones, como Jesucristo en el Desierto, con la ayuda de la gracia que Dios siempre nos da.  Nos invita también a reconocernos pecadores, a arrepentirnos de nuestras faltas y a confesarlas cuando sea necesario.

La Cuaresma es tiempo especial de conversión y de Confesión, porque es tiempo de volvernos a Dios y de acercarnos más a El.











Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org