domingo, 29 de marzo de 2020

«Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Evangelio Dominical)






 Hoy, la Iglesia nos presenta un gran milagro: Jesús resucita a un difunto, muerto desde hacía varios días.

La resurrección de Lázaro es “tipo” de la de Cristo, que vamos a conmemorar próximamente. Jesús dice a Marta que Él es la «resurrección» y la vida (cf. Jn 11,25). A todos nos pregunta: «¿Crees esto?» (Jn 11,26). ¿Creemos que en el bautismo Dios nos ha regalado una nueva vida? Dice san Pablo que nosotros somos una nueva criatura (cf. 2Cor 5,17). Esta resurrección es el fundamento de nuestra esperanza, que se basa no en una utopía futura, incierta y falsa, sino en un hecho: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!» (Lc 24,34).

Jesús manda: «Desatadlo y dejadle andar» (Jn 11,34). La redención nos ha liberado de las cadenas del pecado, que todos padecíamos. Decía el Papa León Magno: «Los errores fueron vencidos, las potestades sojuzgadas y el mundo ganó un nuevo comienzo. Porque si padecemos con Él, también reinaremos con Él (cf. Rom 8,17). Esta ganancia no sólo está preparada para los que en el nombre del Señor son triturados por los sin-dios. Pues todos los que sirven a Dios y viven en Él están crucificados en Cristo, y en Cristo conseguirán la corona».


                          





Los cristianos estamos llamados, ya en esta tierra, a vivir esta nueva vida sobrenatural que nos hace capaces de dar crédito de nuestra suerte: ¡siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza! (cf. 1Pe 3,15). Es lógico que en estos días procuremos seguir de cerca a Jesús Maestro. Tradiciones como el Vía Crucis, la meditación de los Misterios del Rosario, los textos de los evangelios, todo... puede y debe sernos una ayuda.

Nuestra esperanza está también puesta en María, Madre de Jesucristo y nuestra Madre, que es a su vez un icono de la esperanza: al pié de la Cruz esperó contra toda esperanza y fue asociada a la obra de su Hijo.




Lectura del santo evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45):




                                       





 En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»

Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Palabra del Señor






COMENTARIO






Las lecturas de hoy nos hablan de resurrección ...  y de revivificación.  Son términos que parecen lo mismo, pero se diferencian en algo fundamental, como veremos más adelante.

En el Evangelio de San Juan (Jn. 11, 1-45) observamos el impresionante relato de la llamada “resurrección” de Lázaro, el amigo de Jesús, quien -según palabras de su hermana Marta- ya olía mal, pues llevaba cuatro días muerto.

Pero cabe preguntarnos ¿fue realmente lo de Lázaro una resurrección... o podríamos llamarla más bien una “revivificación”?

Sucede que a Lázaro el Señor lo devolvió de la muerte a la misma vida que había vivido antes.  Lázaro volvió para estar en este mundo, regresó al mismo sitio donde vivía.  En efecto, San Juan Evangelista nos narra más adelante que, después de este milagro del Señor, muchos judíos fueron a Betania -sitio donde había vivido Lázaro- no solamente para ver a Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos (Jn. 12, 9).


                                 




 Profundizando un poco más en este hecho extraordinario, consideremos -por ejemplo- que Lázaro tuvo que volver a morir.  De hecho, San Juan nos dice que los jefes de los sacerdotes pensaron en matar a Jesús y en matar también a Lázaro, pues por causa de él, muchos los abandonaban y creían en Jesús. (Jn. 12. 11).

Un resucitado no vuelve a morir.  Un revivido sí vuelve a morir.  Entonces ... ¿fue lo de Lázaro “resurrección”? ...  Realmente no, pues la resurrección es algo muchísimo mejor que revivir; es muchísimo mejor que volver a esta misma vida: resurrección es volver a una vida infinitamente superior a la que ahora vivimos.

Y ¿en qué consiste realmente la resurrección?  Según el Catecismo de la Iglesia Católica,  la muerte es la separación del alma y el cuerpo.  Con la muerte, el cuerpo humano cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse posteriormente con su cuerpo, pero será entonces, un cuerpo glorificado ( cfr. #997).

Es decir que en la resurrección nuestra alma se unirá a nuestro mismo cuerpo, pero éste no será igual al que ahora tenemos -sino infinitamente mejor- pues será un “cuerpo de gloria” (Flp. 3, 21).

Será un cuerpo que ya no volverá a envejecer, ni a enfermar, ni a sufrir, ni tampoco que volverá a morir.   Será un cuerpo inmortal, que ya no estará sujeto a la corrupción ni a ningún tipo de decadencia.  Será un “cuerpo espiritual”  (1Cor. 15, 44).


                                      





 ¿Cómo, entonces, van a ser nuestros cuerpos resucitados?  ¿Cómo es un cuerpo glorioso?  Conocemos de dos:  el de Jesús Resucitado y el de la Santísima Virgen María.

Jesucristo resucitó con su propio cuerpo.  En efecto, el Señor le dice a sus Apóstoles después de su Resurrección:  “Mirad mis manos y mis pies;  soy Yo mismo” (Lc. 24, 39).   El “cuerpo espiritual” de Jesucristo era ¡tan bello! que no lo reconocían los Apóstoles ... tampoco lo reconoció María Magdalena.

Y antes de haber resucitado, cuando el Señor se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan, mostrándoles sólo parte del fulgor de Su Gloria era ¡tan bello lo que veían!  ¡tan agradable lo que sentían! que Pedro le propuso al Señor hacerse tres tiendas para quedarse a vivir allí mismo.  Así es un cuerpo resucitado.  Y el Señor nos promete que si obramos bien hemos de resucitar igual que El.

Los videntes que dicen haber visto en alguna de sus apariciones a la Santísima Virgen -y la ven en cuerpo glorioso como es Ella después de haber sido elevada al Cielo- se quedan extasiados y no pueden describir, ni lo que sienten, ni la belleza y la maravilla que ven.  Así es un cuerpo resucitado.

Pero ... ¿cuándo será nuestra resurrección?  Algunos creen que la resurrección sucede enseguida de la muerte.  Pero no es así.   El Catecismo de la Iglesia Católica dice que sin duda será en el “último día”; “al fin del mundo” ... “cuando se dé la señal por la voz del Arcángel, el propio Señor bajará del Cielo, al son de la trompeta divina.  Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar”  (1Ts. 4, 16)   (#1001).

Pero sucede que hoy día la gente anda encantada pensando en la re-encarnación.   Y ¿en qué consiste esta falsa creencia?


                                   




Recordemos, primero que todo que la re-encarnación está negada en la Biblia:

         Una sola es la entrada la vida, y una la salida (Sb. 7, 6).  Los hombres mueren una sola vez y después viene para ellos el juicio (Hb. 9. 27)

Además, está condenada por la Iglesia Católica.  Sin embargo ese mito-y lo llamamos mito, pues es algo falso, imposible de realizarse- contempla la vuelta a esta misma vida como sucede en la revivificación, pero la diferencia está en que se cambia de cuerpo.  ¿Cómo?  Sí, los que creen en ese engaño piensan que se regresa a un cuerpo que no es el mismo que se tenía antes, pero que -igual al anterior- se va a envejecer, a corromper, va a volver a morir.  ¿Cuál es la gracia, entonces?

Si tenemos la promesa del Señor de nuestra futura resurrección, ¿cómo puede ser que la gente de hoy, algunos inclusive cristianos y católicos, estemos pensando que es más atractiva la re-encarnación que la resurrección que Cristo el Señor nos promete?

Aunque la re-encarnación no fuera un mito y fuera posible, ¿cómo nos puede parecer más atractivo reencarnar en un cuerpo decadente, enfermizo, corruptible, sujeto a la muerte -y que además no es el mío- que resucitar en cuerpo glorioso, como el de Jesucristo y la Virgen, para nunca más morir, ni envejecer, ni enfermar, ni sufrir... para ser inmortales?  Pensemos en estas cosas antes de dejar contaminar nuestra fe cristiana por falsas creencias venidas del paganismo.  Son mentiras.  Son mitos.  Son patrañas.

San Pablo, en la Segunda Lectura (Rm. 8, 8-11) nos insiste en esa gran promesa del Señor para nosotros:  nuestra futura resurrección. “El Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros”.  Y es por ello que “el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también dará vida a nuestros cuerpos mortales, por obra de su Espíritu que habita en nosotros”.



                                     




 Y en la Primera Lectura (Ez. 37, 12-14), Dios declara solemnemente a través del Profeta Ezequiel esta promesa de la resurrección de nuestro cuerpos: “cuando Yo mismo abra los sepulcros de ustedes y los haga salir de ellos y les infunda mi Espíritu, ustedes vivirán, ustedes sabrán que Yo soy el Señor, y sabrán también que Yo lo dije y lo cumplí”.
















Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org


jueves, 19 de marzo de 2020

San José, Esposo de la Virgen María y Patrono de la Iglesia Universal



San José es quien tuvo el privilegio de ser esposo de María, de criar al Hijo de Dios y de ser la cabeza de la Sagrada Familia. Es patrono de la Iglesia Universal, de una infinidad de comunidades religiosas y de la buena muerte.

"José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1, 20-21), le dijo el ángel  en sueños al “justo” San José.

San José es conocido como el “Santo del silencio” porque no se conoce palabra pronunciada por él, pero sí sus obras, su fe y amor que influenciaron en Jesús y en su santo matrimonio.

Cuenta la tradición que doce jóvenes pretendían casarse con María y que cada uno llevaba un bastón de madera muy seca en la mano. De pronto, cuando la Virgen debía escoger entre todos ellos, el bastón de José milagrosamente floreció. Por eso se le pinta con un bastón florecido.




Junto a María, San José también tuvo que sufrir que no los quisieran recibir en Belén, que el amor de su vida diera a la luz en un establo y el tener que huir a Egipto, como si fueran delincuentes, para que Herodes no mate al niño. Pero supo afrontar todo esto confiando en la Providencia de Dios.

Con su oficio de carpintero no pudo comprar los mejores regalos para su hijo Jesús o que recibiera la mejor educación, pero el tiempo que le dedicó para atenderlo y enseñarle su profesión fueron más que suficiente para que el Señor conociera el cariño de un papá, que también es capaz de dejarlo todo por ir en busca del hijo extraviado.
Se conoce a San José como Patrono de la buena muerte porque tuvo la dicha de morir acompañado y consolado de Jesús y María. Fue declarado Patrono de la Iglesia Universal por el Papa Pío IX en 1847.

Una de las que más propagó la devoción a San José fue Santa Teresa de Ávila, que fue curada por intercesión del papá de Jesús en la tierra de una terrible enfermedad que la tenía casi paralizada y que era considerada incurable. La Santa le rezó con fe a San José y obtuvo la curación. Luego solía repetir:

"Otros santos parece que tienen especial poder para solucionar ciertos problemas. Pero a San José le ha concedido Dios un gran poder para ayudar en todo".

Hacia el final de su vida, la Santa carmelita resaltó: “durante 40 años, cada año en la fiesta de San José le he pedido alguna gracia o favor especial, y no me ha fallado ni una sola vez. Yo les digo a los que me escuchan que hagan el ensayo de rezar con fe a este gran santo, y verán que grandes frutos van a conseguir".




Oración a San José





San José,
casto esposo de la Virgen María;
intercede para obtenerme
el don de la pureza
Tú que a pesar de tus inseguridades personales,
supiste aceptar dócilmente el Plan de Dios tan pronto supiste de él, ayúdame a tener esa misma actitud para responder siempre y en todo lugar a lo que el Señor me pida.
Varón prudente, que no te apegas a las seguridades humanas,
sino que siempre estuviste abierto a responder a lo inesperado, obténme el auxilio del divino Espíritu para que viva yo también en prudente desasimiento de las seguridades terrenales.
Modelo de celo, de trabajo constante, de fidelidad silenciosa, de paternal solicitud, obténme esas bendiciones para que pueda crecer cada día más en ellas y así asemejarme, día a día, al modelo de la plena humanidad: el Señor Jesús.
Amén


domingo, 15 de marzo de 2020

“Dame de beber” (Evangelio Dominical)





Hoy, como en aquel mediodía en Samaría, Jesús se acerca a nuestra vida, a mitad de nuestro camino cuaresmal, pidiéndonos como a la Samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice san Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe».

El Prefacio de la celebración eucarística de hoy nos hablará de que este diálogo termina con un trueque salvífico en donde el Señor, «(...) al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el fuego del amor divino».



                 
       


Ese deseo salvador de Jesús vuelto “sed” es, hoy día también, “sed” de nuestra fe, de nuestra respuesta de fe ante tantas invitaciones cuaresmales a la conversión, al cambio, a reconciliarnos con Dios y los hermanos, a prepararnos lo mejor posible para recibir una nueva vida de resucitados en la Pascua que se nos acerca.

«Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26): esta directa y manifiesta confesión de Jesús acerca de su misión, cosa que no había hecho con nadie antes, muestra igualmente el amor de Dios que se hace más búsqueda del pecador y promesa de salvación que saciará abundantemente el deseo humano de la Vida verdadera. Es así que, más adelante en este mismo Evangelio, Jesús proclamará: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37b-38). Por eso, tu compromiso es hoy salir de ti y decir a los hombres: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho…» (Jn 4,29).




Lectura del santo evangelio según san Juan (4,5-42):






En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»

Palabra del Señor





COMENTARIO.







Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno desierto brotando de una roca (Ex 17, 3-7), y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la Samaritana (Jn. 4, 5-42).  Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”, que quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.

En la Primera Lectura del Libro del Éxodo vemos a los israelitas protestando a Moisés, pues tenían sed y no había agua.  Dios da unas instrucciones precisas a Moisés para hacer brotar agua de una roca.  Y así fue.  El pueblo bebió el agua que necesitaba.  Y Moisés puso el nombre de Masá y Meribá a ese sitio, palabras que significan “tentación” y “quejas”, pues allí el pueblo se había dejado tentar quejándose a Dios, pidiéndole pruebas, pues realmente no tenía plena fe y confianza en El.

El Salmo 94 refiere la rebelión en el desierto y nos advierte de no endurecer nuestro corazón como en ese momento los israelitas.  Este Salmo nos invita a inclinarnos ante Dios que es nuestro Dueño.  El nuestro Pastor, nosotros sus ovejas.

La roca del desierto fue fuente de vida para el pueblo de Israel.  Y esa roca nos anuncia a Cristo, quien es la fuente de agua viva, según lo que Él le dice a la Samaritana.  Todos estos simbolismos atribuidos a la Roca que es Cristo y al agua que brota de Él, significan la Gracia que Cristo nos obtiene con su muerte en la Cruz y su Resurrección gloriosa.

Revisemos con más detenimiento, entonces, el diálogo entre Jesús y la Samaritana, que aparece en el Evangelio.

            



 Una tarde calurosa llega Jesús a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, donde se hallaba el pozo de Jacob.  Era el pozo que el Patriarca Jacob, descendiente de Abraham, se había reservado, pues era profundo y producía en abundancia agua rica y cristalina.

Por cierto, todavía hoy se conserva el brocal de este pozo en medio de una Iglesia Ortodoxa Griega.  Sobre ese brocal se sentó Jesús a descansar mientras sus discípulos iban a la ciudad a buscar algo que comer.

Llegó en esos momentos una mujer samaritana a sacar agua del pozo.

Y observamos que Jesús, sin importarle la enemistad entre el pueblo judío y el samaritano, le dice a la Samaritana en tono familiar: “Dame de beber”.  La mujer por supuesto se sorprende de que un judío se atreviera a hablarle.  Por eso le responde: “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?

”Comienza así un diálogo maravilloso en el que Jesús aprovecha la ocasión y el sitio donde está para explicar a la Samaritana lo que es la Gracia de Dios para el alma. “Si conocieras el don de Dios”, le dice Jesús, “y si conocieras realmente quién es el que te está pidiendo de beber, tú le pedirías a Él y Él te daría agua viva”.

El “don de Dios” es la Gracia.  Y Jesús compara la Gracia con un agua distinta, un “agua viva”, que El quiere darle.  Pero la Samaritana no comprendió esta comparación, ni tampoco podía imaginar de dónde iba a sacar esa agua tan especial.

Le responde que cómo va a sacar esa agua en un pozo tan profundo, si ni siquiera tiene Jesús un cubo con qué sacarla.  El le hace ver que no se trata de un agua como la del pozo, sino de algo distinto y muchísimo mejor.

                       




Por eso le dice: “El que beba del agua de este pozo vuelve a tener sed.  Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed.  El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna”.

Veamos qué le quiere decir Jesús a la Samaritana...  y qué nos quiere decir a cada uno de nosotros con este símil.

¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada uno de nosotros?  Es el agua viva de la Gracia, que es lo único que puede satisfacer nuestra sed de Dios.  Por medio de la Gracia podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros.  Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua viva” que nos lleva a la vida eterna.

Por eso nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rom 5, 1-2.5-8) que por Cristo “hemos obtenido la entrada al mundo de la gracia... para participar en la gloria de Dios”.   Y esto es así pues si nosotros respondemos a la Gracia, podemos llegar a la unión con Dios, primero en esta vida, y luego en el Cielo, para gozar de la gloria de Dios eternamente.

Notemos el título de “gracia” para el “don de Dios”.  Significa -y esto es muy importante- que ese “don de Dios” es “gratis”.  No lo recibimos porque lo merecemos o porque lo pagamos, sino que lo recibimos de gratis... simplemente porque Dios nos lo quiere dar, sin ningún mérito de nuestra parte.

          



 Además, ese “don de Dios” lo calma todo.  Ya no se necesita más nada, pues toda sed queda calmada con ese don infinito de la Gracia Divina.  También vemos que es un manantial inacabable, que nos lleva a la Vida Eterna.

Pero ¡ojo! Ese manantial inacabable puede ser interrumpido por nosotros mismos cuando pecamos... Y, aún así, por otra gracia -gratis- adicional, esa fuente de agua viva que interrumpimos al pecar, puede ser recuperada con el arrepentimiento y la Confesión.

En efecto, podemos cerrar ese manantial con el pecado.  Es decir: o se está en gracia, o se está en pecado.  Dios nos regala su Gracia, pero no en contra de nuestra voluntad.  Necesita y requiere nuestra cooperación a la Gracia para que la Gracia haga su efecto; es decir, para poder santificarnos.  La Gracia es como una semilla que necesita crecer con las respuestas positivas que damos a ese “don de Dios”.

¿Para qué se nos da la Gracia?  Para nuestra salvación: para poder llegar a la felicidad eterna del Cielo.  Tenemos seguridad de contar con la Gracia que Dios nos da.  Él no falla.  Pero requiere nuestra respuesta a la gracia para poder llevarnos al Cielo.

La Gracia es tan necesaria para nuestra vida espiritual que el Libro de la Sabiduría nos habla así de ella: “La preferí a los reinos y tronos del mundo, y estimé en nada la riqueza al lado de ella.  Vi que valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro.  La amé más que a la salud y a la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta” (Sb. 7, 8-10).


                    




Por último ¿quién es el que primero dice tener sed? … El más sediento es Jesús mismo que, más que sed del agua del pozo, tiene sed de la fe de la Samaritana... tiene sed de la fe de nosotros.  ¿Por qué?  Porque quiere colmarnos de todo lo que su Gracia, el Agua Viva, puede darnos. 
















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homlias.org

domingo, 8 de marzo de 2020

«Se transfiguró delante de ellos» (Evangelio Dominical)







Hoy, camino hacia la Semana Santa, la liturgia de la Palabra nos muestra la Transfiguración de Jesucristo. Aunque en nuestro calendario hay un día litúrgico festivo reservado para este acontecimiento (el 6 de agosto), ahora se nos invita a contemplar la misma escena en su íntima relación con los sucesos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

En efecto, se acercaba la Pasión para Jesús y seis días antes de subir al Tabor lo anunció con toda claridad: les había dicho que «Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21).

Pero los discípulos no estaban preparados para ver sufrir a su Señor. Él, que siempre se había mostrado compasivo con los desvalidos, que había devuelto la blancura a la piel dañada por la lepra, que había iluminado los ojos de tantos ciegos, y que había hecho mover miembros lisiados, ahora no podía ser que su cuerpo se desfigurara a causa de los golpes y de las flagelaciones. Y, con todo, Él afirma sin rebajas: «Debía sufrir mucho». ¡Incomprensible! ¡Imposible!


               



A pesar de todas las incomprensiones, sin embargo, Jesús sabe para qué ha venido a este mundo. Sabe que ha de asumir toda la flaqueza y el dolor que abruma a la humanidad, para poderla divinizar y, así, rescatarla del círculo vicioso del pecado y de la muerte, de tal manera que ésta —la muerte— vencida, ya no tenga esclavizados a los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.

Por esto, la Transfiguración es un espléndido icono de nuestra redención, donde la carne del Señor es mostrada en el estallido de la resurrección. Así, si con el anuncio de la Pasión provocó angustia en los Apóstoles, con el fulgor de su divinidad los confirma en la esperanza y les anticipa el gozo pascual, aunque, ni Pedro, ni Santiago, ni Juan sepan exactamente qué significa esto de… resucitar de entre los muertos (cf. Mt 17,9), ¡Ya lo sabrán!




Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):


                            




En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Palabra del Señor






COMENTARIO


                       
                        




Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.

En la Primera Lectura (Gn. 12, 1-4a) se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba.  Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.

A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”.

Y Abraham  sale sin saber a dónde va.  Ante la orden del Señor, Abraham cumple ciegamente.  Va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo, renuncia a todo:  patria, casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a Dios.  Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El.  Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo.

Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo.

En la Segunda Lectura (2 Tim. 1, 8-10) leemos a San Pablo insistiendo en el llamado que Dios nos hace.  Nos dice:  “Dios nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida”;  es decir, a que le entreguemos a El todo lo que somos y lo que tenemos, pues todo nos viene de El.  Y nos dice además San Pablo que Dios nos llama, no por nuestras buenas obras, sino porque El lo dispone así de gratis, sin merecerlo nosotros.


                                   




Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de Dios, un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra- ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos conocido a Cristo!

El Evangelio (Mt. 17, 1-9)  nos relata la Transfiguración del Señor ante Pedro, Santiago y Juan.  Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra algo del fulgor de su divinidad.  Y quedan extasiados al ver “el rostro de Cristo resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”.

Es de hacer notar que este evento tiene lugar unos pocos días después del anuncio que Cristo les había hecho de que tendría que morir y sufrir mucho antes de su muerte.  Jesús quería que esta vivencia de su gloria fortaleciera la fe de los Apóstoles.  Ellos habían quedado muy turbados al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que sería condenado injustamente a una muerte terrible… Y que luego resucitaría.

Tanta relación tiene la Transfiguración de Jesucristo con su Pasión y Muerte, que en el relato que hace San Lucas de este evento, se ve a Moisés y Elías “resplandecientes, hablando con Jesús de su muerte que debía cumplirse en Jerusalén” (Lc. 9, 31).

Con esto Jesucristo quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor.  Así se los dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre su Pasión y Muerte:  “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.  Pues el que quiera asegurar su propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt. 16, 24-25).


                                              



Esa renuncia a uno mismo fue lo que Dios pidió a Abraham ... y Abraham dejó todo y respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás.  Esa renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide hoy el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección.

No hay resurrección sin muerte a uno mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios.  A eso se refiere el “perder la vida por mí”, que nos pide el Señor.  Y recordemos lo que El mismo nos advierte:  el que quiera asegurar lo que cree que es su propia vida, terminará por perderla, pero el que pierda por Mí eso que considera su propia vida, podrá entonces hallarla.

Recordemos, también, que la resurrección y la gloria del Cielo es la meta de todo cristiano.  En efecto, así aprendimos en desde nuestra Primera Comunión:  fuimos creados para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y luego gozar de El en la gloria del Cielo.  Esa gloria nos la muestra Jesús con su Transfiguración.

Ahora bien ¿cómo puede ser esto de que Jesús a veces se veía como un hombre cualquiera y a veces mostraba su divinidad?

En nosotros sucede algo semejante.  La Gracia nos transforma. Esto lo trata San Pablo (2 Cor. 3, 12-18) cuando nos habla del velo con que Moisés se cubría la cara después de estar en la presencia de Dios (Ex. 34, 35).  Mientras la Gracia nos transfigura con la luz que le es propia, como sucedía a Moisés al estar delante de Dios, el pecado nos desfigura con la oscuridad y tinieblas, propias del pecado y del Demonio (Jn. 1, 5; 3, 19; Hech. 26, 18).

Y es audaz San Pablo al afirmar que él y los cristianos que habían recibido la Gracia no tenían que andar con el rostro cubierto como Moisés, sino que “reflejamos, como en un espejo, la Gloria del Señor, y nos vamos transformando en imagen suya, más y más resplandecientes, por la acción del Señor”. (2 Cor 3, 18)

Esa es la acción de la Gracia, es decir, de la vida de Dios en nosotros: luz, vida, resplandor, etc.  Pero más que eso, la Gracia Divina nos va haciendo imagen de Cristo.  De allí la importancia de vivir en Gracia, es decir, sin pecado mortal en nuestra alma.  Además, huyendo del pecado y/o arrepintiéndonos en la Confesión Sacramental cada vez que caigamos.  Una Confesión bien hecha, en la que descargamos nuestros pecados graves y no graves, restaura inmediatamente la Gracia.  Y esa Gracia debe ir siempre en aumento:  con la Eucaristía, la oración, las obras buenas, la práctica de las virtudes, etc.

La Gracia la recibimos inicialmente en el Bautismo y hemos de irla aumentando a lo largo de nuestra vida en la tierra, hasta el día en que disfrutemos ya de la Visión Beatífica de Dios en el Cielo y, en la contemplación de la gloria de Dios, seremos también trasfigurados, “seremos semejantes a El, porque lo veremos tal como es” (1 Jn. 3, 2).  Para ese momento sí podremos verlo “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).

Tan bello y agradable era lo que vivieron los Apóstoles en la Transfiguración, que Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí.  ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí”, exclama San Pedro.  Así de agradable y de atractiva es la gloria del Cielo, en la que provoca quedarse allí para siempre.


                             



Y eso precisamente nos lo ha prometido el Señor: nos ha prometido la felicidad total y absoluta, para siempre, siempre, siempre.  Ese es el gozo del Cielo, que los Apóstoles pudieron vislumbrar en los breves instantes de la Transfiguración del Señor.

La entrega requerida para llegar a esa meta nos la muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo a petición de Dios.  Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la Cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado.  Y esa resurrección la ha prometido también a todo aquél que cumpla la Voluntad de Dios.  














Fuentes
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org