sábado, 28 de febrero de 2015

«Este es mi Hijo amado; escuchadlo.» (Evangelio dominical)




En el Evangelio de hoy, Jesús con sus amigos más cercanos, Pedro, Santiago y Juan, sube a la montaña, a él Tabor. Tienen allí una experiencia maravillosa de encuentro con Dios: “Se transfiguro delante de ellos. Sus vestidos de volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube”. No es extraño que Pedro este asustado, subir hasta Dios y ver esto, es morir a nuestros proyectos, morir a uno mismo, a tantos planes y esquemas. Allí está Dios: “¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, no sabía lo que decía”, Pedro expresa lo que todos pensamos. Vamos a quedarnos siempre así tan cerca de Dios y de nosotros mismos, en una vida sin oscuridades; es la tentación de huir del mundo, refugiándose en la oración o en la vida afectiva de la comunidad, ¡vamos a quedarnos mirando al cielo!

“Este es mi Hijo amado; escuchadlo”, difícil. Al bajar de la montaña: “Jesús les mandó: no contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedo grabado, y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”. Escuchar a su Hijo, es caminar hacía Jerusalén, cargar con su cruz, perder la vida, renunciar a uno mismo, vivir la mística cristiana que nos lleva a la entrega permanente y total de la propia vida. Por eso discutían y discutimos, para subir a la vida hay que pasar por la muerte. La fe se convierte en una confianza en Dios, que por caminos muchas veces de silencio, llenos de dolor, de lágrimas, de misterios, de esfuerzo, sed, ayuno, abstinencia, oración, limosna; nos conduce a la cumbre más alta de la vida, allí donde el hombre y Dios se funden en un mismo gesto de amor.




Subir la montaña de la Cuaresma es admitir y valorar críticamente nuestra vida que necesita conversión y cambio. Pero al mismo tiempo esta historia de la transfiguración en lo alto de la montaña nos anima a estar despiertos para ver las horas y momentos en que se nos abre el cielo, sale el sol, o nos iluminan las estrellas. El que ha subido al monte puede recordar agradecido muchas experiencias, que se nos dan en nuestra vida como un regalo del cielo. Se impone la belleza, mirar desde allí los valles, contemplar y después saber que hay que desandar el camino hacia la vida cotidiana. Habrá que subir con frecuencia para estar con Él, escucharle y renovar las fuerzas para nuestro camino. Subir y bajar, ese es el camino.



Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,2-10):


En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».


Palabra del Señor




COMENTARIO.




Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.  En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios.  En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.

En la Primera Lectura se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se le conoce como el padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.

A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré” (Gen. 12, 1-4). Y Abraham  sale sin saber a dónde va. 


Ante la orden del Señor, Abraham cumple ciegamente.  Va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo, renuncia a todo: patria, casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a Dios.  Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El.  Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo. 
¿Cómo parecernos a Abraham?  Sería un buen programa durante esta Cuaresma tratar de parecernos a Abraham: confianza absoluta en Dios, entrega incondicional a su Voluntad, renuncia de uno mismo, aceptación total de los planes de Dios…

A Abraham Dios le había prometido que sería padre de un gran pueblo.  Y Abraham cree, a pesar de que todas las circunstancias parecen contrarias a esta promesa.  Por un lado, su esposa Sara es estéril y él ya cuenta con la edad de 75 años para el momento de la promesa.  Pero Abraham cree por encima de las circunstancias humanas. 

Pasa el tiempo... pasa bastante tiempo, desde que Dios le hizo su promesa a Abraham... pasan ¡24 años! ... Ya Abraham tiene 99 años... y  Sara sigue estéril.  En esas condiciones y en ese momento tiene lugar una visita del Señor a la tienda de Abraham.  Al final de la visita le dice: Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo. 
Y, como para Dios no hay nada imposible, así fue: al año siguiente, a un hombre de 100 años y a una mujer estéril de 90, les nace un hijo (Isaac), el hijo por el cual la descendencia de Abraham será tan numerosa como las estrellas del cielo, el hijo por el cual será Abraham padre de un gran pueblo, padre de todos los creyentes. 

Han sido 24 años de larga espera.  Y cuando lo que era difícil parecía ya imposible, Dios cumple su promesa.  La lógica de Dios es distinta a la lógica humana.  Los planes de Dios son diferentes a los planes de los hombres.  Los planes de Dios no se realizancomo el hombre quiere, sino como Dios quiere.  Los planes de Dios no se realizan tampoco cuando el hombre quiere o cree, sinocuando Dios quiere.


A veces nos es más fácil hacer lo que Dios quiere, que hacer las cosas cuando Dios quiere.  A veces nos es más fácil cumplir la Voluntad de Dios, que tener la paciencia para esperar el momento en que Dios quiere hacer su Voluntad. 

Abraham creyó y esperó: creyó contra toda apariencia, esperó contra toda esperanza ... y también esperó el momento del Señor.

Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo
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Sin embargo, comienza a crecer Isaac, el hijo de la promesa.  Cuando ya todo parece estar estabilizado, Dios interviene nuevamente para hacer una exigencia “ilógica” a Abraham: le pide que tome a Isaac y que se lo ofrezca en sacrificio. 

Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18).  Dios vuelve a exigirle todo a Abraham.  Ahora le pide la entrega de lo que Dios mismo le había dado como cumplimiento de su promesa: Isaac debe ser sacrificado.   Abraham obedece ciegamente, sin siquiera preguntar por qué.  Sube el monte del sacrificio para cumplir el más duro de los requerimientos del Señor.  Y en el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace detener.

Dios requirió de Abraham una entrega total: le pidió el todo.  Abraham creyó, esperó y obedeció. Así debe ser nuestra fe:  inconmovible, indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes y en la Voluntad de Dios, dispuesta a dar el todo a Dios.  Una fe confiada en que Dios sabe exactamente lo que conviene a cada uno: una fe ciega.


Abraham respondió a un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra. Pero nosotros hemos conocido la gloria de Dios, que fue experimentada por los Apóstoles después de la Resurrección del Señor, pero aún antes, en los momentos de su Transfiguración ante Pedro, Santiago y Juan.  Jesucristo lleva a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad.  (Mc. 9, 2-10)

Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de Dios, un Dios desconocido para él ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos conocido a Cristo
Abraham fue probado en su fe y en su confianza en Dios, al exigirle que sacrificara a Isaac, el hijo de la promesa.  Los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de ellos.  Es lo que el Evangelio nos relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10)

Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.

De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo.  (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos).

Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible.  Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8).  Se asemejó en todo, menos en el pecado.
Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles algo su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y Muerte.

Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario. 

En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita.

Los tres quedaron extasiados.  Y eso que Jesús sólo les había dejado ver un poquito de su gloria, pues ninguna creatura humana habría podido soportar la visión completa de su divinidad, según sabemos de lo dicho por Yavé a Moisés (cf. Ex. 33, 20).

La gloria es el fruto de la gracia.  Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente.  Fue algo de lo que El quiso mostrarnos en el Tabor.

Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia.  La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios.

Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario.  ¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma?  Nos desfigura, nos oscurece.  Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna.

Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos.  No hay gloria sin sufrimiento.  No hay resurrección sin cruz.

Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor.

A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse allí. “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.)  Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias.  Escúchenlo”  (Mt. 17, 5).

Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que escuche y siga a su Hijo.  No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario.

Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la posesión de Dios, de la Visión Beatífica, aquí en la tierra los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su servicio.

Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús. Ya no estaban Moisés y Elías. Ya no irradiaba el Señor su Divinidad.

No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento.   No importa la situación, no importa la circunstancia.  Puede ser en el Tabor o en el Calvario.  Sólo Dios basta.

Recordemos el poema teresiano:

Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.

Volvamos a Abraham.  Renuncia a sí mismo fue lo que Dios pidió a Abraham... y Abraham dejó todo y aceptó todo.   Respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás. 

Esa renuncia de nosotros mismos es algo que el Señor nos pide especialmente en esta Cuaresma.  Esa renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección. 

No hay resurrección sin muerte de uno mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios.

Esa entrega requerida para llegar a la Visión Beatífica nos la muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo y aceptó todo a petición de Dios.  Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado. 

Y esa resurrección la ha prometido a todo aquél que también cumpla la Voluntad de Dios.










Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org.
Homilias.org.
Ángel Corbalán

domingo, 22 de febrero de 2015

"Superando las tentaciones, estamos cerca de Dios" (Evangelio dominical)




Hoy, la Iglesia celebra la liturgia del Primer Domingo de Cuaresma. El Evangelio presenta a Jesús preparándose para la vida pública. Va al desierto donde pasa cuarenta días haciendo oración y penitencia. Allá es tentado por Satanás.

Nosotros nos hemos de preparar para la Pascua. Satanás es nuestro gran enemigo. Hay personas que no creen en él, dicen que es un producto de nuestra fantasía, o que es el mal en abstracto, diluido en las personas y en el mundo. ¡No!

La Sagrada Escritura habla de él muchas veces como de un ser espiritual y concreto. Es un ángel caído. Jesús lo define diciendo: «Es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). San Pedro lo compara con un león rugiente: «Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (1Pe 5,8). Y Pablo VI enseña: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser obscuro y perturbador existe realmente y que continúa actuando».

¿Cómo? Mintiendo, engañando. Donde hay mentira o engaño, allí hay acción diabólica. «La más grande victoria del Demonio es hacer creer que no existe» (Beaudelaire). Y, ¿cómo miente? Nos presenta acciones perversas como si fuesen buenas; nos estimula a hacer obras malas; y, en tercer lugar, nos sugiere razones para justificar los pecados. Después de engañarnos, nos llena de inquietud y de tristeza. 

¿No tienes experiencia de eso?

¿Nuestra actitud ante la tentación? Antes: vigilar, rezar y evitar las ocasiones. Durante: resistencia directa o indirecta. Después: si has vencido, dar gracias a Dios. Si no has vencido, pedir perdón y adquirir experiencia. ¿Cuál ha sido tu actitud hasta ahora?

La Virgen María aplastó la cabeza de la serpiente infernal. Que Ella nos dé fortaleza para superar las tentaciones de cada día.



Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,12-15):

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. 

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. 

Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»


Palabra del Señor





COMENTARIO





Después de pasar 40 días en retiro ayunando en el desierto, Jesucristo fue tentado por Satanás (Mc. 1, 12-15).; Jesucristo fue“sometido a las mismas pruebas que nosotros, pero a El no lo llevaron al pecado” (Hb.4,15).;Lamentablemente a nosotros las tentaciones sí pueden llevarnos a pecar, pues éstas encuentran resonancia en nuestra naturaleza, la cual fue herida gravemente por el pecado original.

No podemos pretender, entonces, no tener tentaciones.  Ni siquiera podemos pretender nunca pecar, pues aun los santos han pecado y nos dice la Sagrada Escritura que el santo peca siete veces (cfr. Prov. 24, 16).

Sin embargo, la clave del comportamiento ante las tentaciones nos la da esa cita de los Proverbios: “el justo, aunque peca siete veces, se levanta, mientras que los pecadores se hunden en su maldad”.  La diferencia entre el que trata de ser santo y el pecador empecinado no consiste en que el santo no peque nunca, sino que cuando cae se levanta, mas el pecador empecinado continúa sin arrepentirse y cometiendo nuevos pecados.

Nadie puede eludir el combate espiritual del que nos habla San Pablo: “Pónganse la armadura de Dios, para poder resistir las maniobras del diablo.  Porque nuestra lucha no es contra fuerzas humana ... Nos enfrentamos con los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal” (Ef. 6, 11-12).

Nadie, entonces, puede pretender estar libre de tentaciones.   Es más, Dios ha querido que la lucha contra las tentaciones tenga como premio la vida eterna: “Feliz el hombre que soporta la tentación, porque después de probado recibirá la corona de vida que el Señor prometió a los que le aman” (Stg. 1, 12).

Las tentaciones de Jesús en el desierto nos enseñan cómo comportarnos ante la tentación.  Debemos saber, ante todo, que el demonio busca llevarnos a cada uno de los seres humanos a la condenación eterna.  De allí que San Pedro, el primer Papa, nos diga lo siguiente: “Sean sobrios y estén atentos, porque el enemigo, el diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar” (1 Pe. 5, 8).

Luego debemos tener plena confianza en Dios.  Cuando Dios permite una tentación para nosotros, no deja que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas.  Tenemos que saber y estar realmente convencidos de que, junto con la tentación, vienen muchas, muchísimas gracias para vencerla. “Dios no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas.  El les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10 ,12).

¿Cómo luchar contra las tentaciones?  La oración es el principal medio en la lucha contra las tentaciones y la mejor forma de vigilar.  “Vigilen y oren para no caer en tentación” (Mt. 26, 41).   “El que ora se salva y el que no ora se condena”, enseñaba San Alfonso María de Ligorio.

¿Qué hacer ante la tentación?  Despachar la tentación de inmediato.  ¿Cómo?  También orando, pidiendo al Señor la fuerza para no caer.  Nos dice el Catecismo: “Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración” (#2849).

“No nos dejes caer en tentación”,  nos enseñó Jesús a orar en el Padre Nuestro.  La oración impide que el demonio tome más fuerza y termina por despacharlo.  Sabemos que tenemos todas las gracias para ganar la batalla.  Porque... “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom. 8, 31).

Y después de la tentación ¿qué?  Si hemos vencido, atribuir el triunfo a Quien lo tiene: Dios, que no nos deja caer en la tentación.  Agradecerle y pedirle su auxilio para futuras tentaciones.  Si hemos caído, saber que Dios nos perdona cuántas veces hayamos pecado y, arrepentidos y con deseo de no pecar más, volvamos a El a través del Sacramento de la Confesión.

¿Cómo es el proceso de la tentación?



Pensemos en Jesús ante las tentaciones en el desierto.  El despachó de inmediato al demonio.  No entró en un diálogo con el enemigo, sino que le respondió con decisión y convencimiento.

Pensemos, en cambio, en Eva.  Analicemos las palabras del Génesis sobre la tentación original:

El demonio se acerca y propone un tema de conversación: “¿Así que Dios les ha dicho que no coman de ninguno de los árboles del jardín?”. 


Y la mujer, en vez de descartar a su interlocutor, comienza un diálogo: “Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín, menos del fruto del árbol que está en medio del jardín, pues Dios nos ha dicho:  No coman de él ni lo toquen siquiera, porque si lo hacen morirán”.  Con este diálogo la mujer se expuso a un tremendo peligro.  El alma que sabe lo que Dios ha prohibido no se entretiene en aquella duda, en aquel pensamiento o en darle rienda suelta a aquel deseo, actitudes todas que son la introducción al pecado.

Volvamos a Eva: el Demonio, astutísimo como es y, además, inventor de la mentira, podía hacerla sucumbir, pues es ángel –ángel caído, pero ángel al fin, con poderes angélicos superiorísimos a las cualidades humanas.

De hecho, sabemos lo que sucedió: ya entablado el diálogo, ya debilitado el entendimiento de la mujer, el Demonio pasa a hacer una proposición directa al pecado, una mentira, pintándole un panorama maravilloso:  ser como Dios:   “Y dijo la serpiente a la mujer:  No morirán.  Es que Dios sabe que si comen se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal”. 

Puede el Demonio también ofrecer una felicidad oculta detrás del pecado, insinuando además que nada malo nos sucederá.  Que además podemos arrepentirnos y que Dios es misericordioso.  A estas alturas de la tentación, todavía está el alma en capacidad de detenerse, pues la voluntad aun no ha consentido.  Pero si no corta enseguida, las fuerzas se van debilitando y la tentación va tomando más fuerza.

Luego viene el momento de la vacilación.  “Vio, pues, la mujer que el fruto era bueno para comerse, hermoso a la vista y apetitoso para alcanzar la sabiduría”. Sobreponerse aquí es muy difícil, pero no imposible.  Sin embargo, el alma ya está muy debilitada ante el panorama tan atractivo que le ha sido presentado.

“Y tomó el fruto y lo comió y dio también de él a su marido, que también con ella comió”.  Ya el alma sucumbió, dando suconsentimiento voluntario al pecado.  Y lo que es peor: hizo caer a otro.  Cometió un pecado doble:  el suyo y el de escándalo, haciendo que otro pecara.

Luego viene el momento de la desilusión: ¿dónde está el maravilloso panorama sugerido por el enemigo?  “Se les abrieron los ojos a ambos y, viendo que estaban desnudos, tomaron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones”.  El alma se da cuenta que se ha quedado desnuda ante Dios y de que ha perdido la gracia (Dios ya no habita en ella).

El remordimiento sigue a la desilusión.  Y ante este llamado de la conciencia, puede uno esconderse, rechazando la voz de Dios o puede el alma arrepentirse y pedir perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión.

“Oyeron a Yavé que se paseaba por el jardín al fresco del día y se escondieron de Yavé Adán y su mujer.  Pero Yavé llamó a Adán, diciendo: ¿dónde estás, Adán?

¿La tentación es pecado?



Es muy importante la diferenciación entre “tentación” y “pecado”.  La tentación noes pecado.  La tentación es anterior al pecado.  El pecado es el consentimiento de la tentación.  Así que no es lo mismo ser tentado que pecar.  Todo pecado va antecedido de una tentación, pero no toda tentación termina en pecado.

Una cosa hay que tener bien clara: disponemos de todas las gracias, o sea, toda la ayuda necesaria de parte de Dios para vencer cada una de las tentaciones que el Demonio o los demonios nos presenten a lo largo de nuestra vida.  Nadie, en ningún momento de su vida, es tentado por encima de las fuerzas que Dios dispone para esa tentación.

Esto es una verdad contenida en las Sagradas Escrituras: “Dios que es fiel no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas; antes bien, les dará al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10, 13).

Las tentaciones son pruebas que Dios permite para darnos la oportunidad de aumentar los méritos que vamos acumulando para nuestra salvación eterna.  La lucha contra las tentaciones es como el entrenamiento de los deportistas para ganar la carrera hacia nuestra meta que es el Cielo (cfr. 2 Tim. 4, 7).

El poder que tiene el Demonio sobre los seres humanos a través de la tentación es limitado.  Con Cristo no tenemos nada que temer.  Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo deseamos.

Las tentaciones sirven para que los seres humanos tengamos la posibilidad de optar libremente por Dios o por el Demonio. También sirven para no ensoberbecernos creyéndonos autosuficientes y sin necesidad de Cristo Redentor.


¿Qué hacer ante las tentaciones?


En primer lugar tener plena confianza en Dios, tener plena confianza en lo que nos dice San Pablo: nadie es tentado por encima de las fuerzas que Dios nos da.  Junto con cada prueba, Dios tiene dispuesto gracias especiales suficientes para vencer.  No importa cuán fuerte sea la tentación, no importa la insistencia, no importa la gravedad.  En todas las pruebas está Dios con sus gracias para vencer con nosotros al Maligno.

Además, decía un antiguo Padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, Satanás es como un perro atado: puede ladrar y abalanzarse cuanto quiera; pero si no somos nosotros los que nos acercamos a él, no puede morder.

Otra costumbre muy necesaria para estar preparados para las tentaciones es la vigilancia y la oración.  Bien nos dijo el Señor: “Vigilen y oren para no caer en la tentación” (Mt. 26, 41).  Vigilar consiste en alejarnos de las ocasiones peligrosas que sabemos nos pueden llevar a pecar. 

Ahora bien esta lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra fuerzas sobre-humanas, como bien nos describe San Pablo(Ef. 6, 11-18).  Por eso hay que armarse con armas espirituales: confesión y comunión frecuentes, que son los medios de gracia que nos brinda el Señor a través de su Iglesia.  Pero no olvidar, por encima de todo, la oración, la cual nos recomienda el Señor directamente y nos recuerda San Pablo también:  “Vivan orando y suplicando.  Oren todo el tiempo” (Ef. 6, 18).

Una de las gracias a pedir en la oración, para estar preparados para este combate espiritual, es la de poder identificar la tentación antes de que nuestra alma vacile y caiga. 

Poder ubicar de inmediato, por ejemplo, una tentación de orgullo. “¡Qué bien lo haces!  ¡Qué competente eres!”, puede insinuarnos sutilmente el demonio. ¡Tan sutilmente que parece un pensamiento o una idea propia!  Parece muy lógico y hasta lícito este pensamiento para levantar la “auto-estima”, según esa nefasta prédica del New Age.

Pero en realidad, el Demonio está buscando engañarnos para que creamos que somos capaces de hacer las cosas, sin dejarnos dar cuenta que es Dios quien nos capacita para hacer las cosas bien y a El debemos agradecer y alabar, pues por nosotros mismos no somos capaces de ¡nada!  Si cada palpitación de nuestro corazón depende el Él ¿de qué nos vamos a ufanar?  La verdadera “auto-estima” consiste en sabernos y creernos realmente que nada somos ante Dios, que dependemos totalmente de El y de que nuestra fortaleza está en nuestra debilidad, pues en ésta Dios nos fortalece con su Fortaleza.  “Mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Cor. 12, 9-b).

Ese pensamiento sutil y tan “aparentemente” lícito o inocuo, sobre la supuesta competencia y capacidad del ser humano, el alma vigilante lo rechaza enseguida, sin distraerse a ver lo capaz y competente que ha sido en hacer bien una determinada una labor.  De no actuar así y con prontitud, ya ha caído en una tentación de orgullo y engreimiento.

A veces la tentación no desaparece enseguida de haberla rechazado y el Demonio ataca con gran insistencia.  No hay que desanimarse por esto.  Esa insistencia diabólica puede ser una demostración de que el alma no ha sucumbido ante la tentación.  Ante los ataques más fuertes, hay que redoblar la oración y la vigilancia, evitando angustiarse.  Esta lucha, permitida por Dios, es una especie de calistenia espiritual que más bien fortalece al alma, siempre que se mantenga luchando contra la tentación.  Si rechaza la tentación una y otra vez, el Demonio terminará por alejarse, aunque no para siempre, pues buscará otro motivo y otro momento más oportuno para volver a tentar. (“Habiendo agotado todas las formas de tentación, el Diablo se alejó de El, para volver en el momento oportuno” (Lc. 4, 13).

Una cosa conveniente es desenmascarar al Demonio.  Si se trata de tentaciones muy fuertes y repetidas, puede ser útil hablar de esto con un buen guía espiritual.  El Demonio, puesto en evidencia, usualmente retrocede.  Adicionalmente, ese acto de humildad de la persona suele ser recompensado por el Señor con nuevas gracias para fortalecernos ante los ataques del Demonio.

Y  recordar siempre que tenemos todas las gracias necesarias para el combate espiritual. San Pablo refiere lo siguiente:   “Y precisamente para que no me pusiera orgulloso, después de tan extraordinarias revelaciones, me fue clavado en la carne un aguijón, verdadero delegado de Satanás, para que me abofeteara.  Tres veces rogué al Señor que lo alejara de mí, pero me respondió:  ‘Te basta mi gracia’”  (2 Cor. 12, 7-9).

Aparte de esta actitud de continua confianza en Dios y de vigilancia en oración, hay conductas prácticas convenientes de tener en cuenta ante las tentaciones: 

Durante la tentación: orar con mucha confianza y resistir con la ayuda que Dios ha dispuesto. 

Después de la tentación: si hemos caído, arrepentirnos y buscar el perdón de Dios en la Confesión.  Y si no hemos caído ¡ojo! Referir el triunfo a Dios, no a nosotros mismos, pues a El debemos el honor, la gloria y el agradecimiento.



35 frases del mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015: “Fortaleced vuestros corazones”




La Cuaresma 2015 comienza el 18 de febrero, miércoles de ceniza. 35 frases del mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015: “Fortaleced vuestros corazones”:

1.- La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero, sobre todo, es un ”tiempo de gracia” (2 Co 6,2).

2.- Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amemos al Señor porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19).

3.- Él (Dios) no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede.

4.- (Sin embargo, nosotros) cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia.

5.- Esa actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de globalización de la indiferencia.

6.- Uno de los desafíos más urgentes sobre lo que quiere detenerme en este mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

7.- La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

8.- Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su propio Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y en la resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra.

9.- Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf Ga 5, 6).

10.- Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo entra en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.

11.- El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo.

“Si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Co 12,26)- La Iglesia



12.- La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, solo se puede testimoniar lo que antes de ha experimentado.

13.- El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y de su misericordia, que lo revista de Cristo para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.

14.- La Cuaresma es un tiempo oportuno para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular, la eucaristía. En ella, nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo

15.- Quien es de Cristo pertenece a uno solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás.

16.- En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee solo para sí mismo, sino que lo es tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos.

“¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4, 9) – Las parroquias y las comunidades




17.- Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades.

18.- En estas realidades eclesiales, ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo?, ¿un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar?, ¿un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, más pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?, ¿o nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16, 19-31).

19.- Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence a la indiferencia.

20.- La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias que, con la muerte y resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza del corazón y el odio.
21.- Santa Teresita de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: “Cuanto mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas”.

22.- Toda la comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
23.- La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8).

24.- ¡Cuánto deseo que los lugares en los que manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio de la indiferencia!

“¡Fortaleced vuestros corazones!” (St 5, 8)- La persona creyente


25.- También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir.

26.- ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?

27.- En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia –también a nivel diocesano-, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.

28.- En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia.
29.- La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar el interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.

30.- En tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye una llamada a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, la dependencia de Dios y de los hermanos.

31.- Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

32.- Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos en este tiempo de Cuaresma sed viva como una formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Deus caritas est, 31).

33.- Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y a las hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.

34.- Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con vosotros a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús).

35.- De este modo, tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.










Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Evangeli.net
Homilia.Org.
Catholic.net