lunes, 25 de noviembre de 2019

Hoy es San García Abad... el gran Santo desconocido!!





Estamos en este templo parroquial que lleva el nombre
de un gran santo. Tan santo como desconocido. Sirva pues, esta
intervención, para dar a conocer algo de la historia de  este
santo abad, García de Arlanza, como una declaración de fe personal y ojalá
llegue a los corazones de aquellos que dudan o no conocen a nuestro Patrón,
y a este, humilde pecador.






Generalmente, solo lo que conocemos, nos han contado,
visto, leído o vivido, es lo que sabemos que ha pasado y lo consideramos
como real. Y todo lo contrario, lo que ignoramos, es como si no hubiera
pasado, ni existido.

Por lo tanto, a la vista de todos los datos, apuntes e información que
hemos recopilado durante cierto tiempo y fruto de la investigación,
pensamos que era de justicia, casi mil años después, dar a conocer al
santo, al personaje y su obra, porque en realidad existió e hizo cosas muy
importantes.

¡!San García Abad, ese gran santo desconocido.!!



“Avia y un abbat sancto, servo del Criador


Don Era del monasterio caudillo, e senhor,


La grey demostraba cual era el pastor”.


(Gonzalo de Berceo)


Este fragmento en castellano antiguo, de Gonzalo de Berceo, nuestro gran maestro del Mester de Clerecía, viene a decir de nuestro santo abad que; “Había un santo abad, siervo del Creador, donde era del Monasterio caudillo y señor, Y la grey, la
Congregación de fieles, y monjes demostraban cuál era su pastor”.




Aunque se sobreentienda, quiero apuntar que además de santo abad, García, para nuestro Gonzalo de Berceo, era un siervo del Señor… y  Caudillo; que viene del latín  capitellus,“Hombre que dirige algún gremio, comunidad o cuerpo”, en este caso, los monjes del monasterio.

Y que estos monjes demostraban con su labor o actitud quien era su abad, director, o guía. Este fragmento, ya nos indica quien era este santo abad.


García, abad, sabio y santo



Este santo, como suele ser habitual, se hace, no nace. 


García, nuestro santo, nació en La Bureba, entre Belorado y Briviesca en el lugar llamado Quintanilla, provincia de Burgos, hoy conocido con el sobre nombre de San García, a finales del siglo X o entrada del XI. Más bien, para quien os habla, a finales del X.


Vivió su infancia en dicho pueblo, donde fue educado cristianamente y recibió el llamamiento a la vida religiosa que muy pronto iba a seguir en la Orden benedictina. Y así, dejando la casa paterna, en su pueblo natal de Quintanilla, fue caminando hasta llegar al monasterio de San Pedro de Arlanza, ubicado a orillas del rio del mismo nombre.







Algo cansado por la caminata, unos 85 kms.,  y acompañado por algunos familiares, se presentó al Padre Abad del Monasterio, quien después de las primeras impresiones le asignó una serie de ocupaciones dentro de las reglas de San Benito.


Y aquel niño, que fue andando varios días, desde su casa hasta el convento de San Pedro de Arlanza, años más tarde, no sólo sería el más grande de todos los abades benedictinos, de aquella época y en aquel incipiente reino de Castilla, también fue consejero de los tres primeros reyes castellanos, de grandes señores y amigo personal y consejero de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador.

Pues bien, una vez transcurrido el noviciado,  García había de vivir, en calidad de monje benedictino, más de cuarenta años. Su existencia se resumirá en estas palabras tan benedictinas: ora et laborareza y trabaja.



Además de la oración litúrgica, a los monjes benedictinos,
se les manda el trabajo, no por razones económicas, eran otros tiempos, sino como medio de bondad de vida, para disciplinar esta y preparar el espíritu a la oración.

Nuestro santo, siendo un monje benedictino más, destaca enseñando a forasteros y campesinos a labrar la tierra, a desaguar los pantanos, a cultivar la vid, a injertar árboles, a construir casas e iglesias y a ganar con el sudor de su frente el sustento corporal.

En el año 1039, al quedar vacante el puesto por la defunción del Abad Aurelio, en votación secreta y por unanimidad de los 150 monjes, García, fue elegido Abad del Monasterio de San Pedro de Arlanza. Este hecho, es de destacar, pues no se conoce algo igual en ninguno de los cientos de monasterios, benedictinos o de otra orden, en esa época.  Ahora podemos entender al bueno de Berceo, cuando decía aquello de… “La grey sabía quién era su pastor”.


Su buen hacer como abad, sus conocimientos y buenas obras, fueron de conocimiento popular fuera de los muros del Monasterio.




Tanto es así que fue nombrado consejero del primer rey de
Castilla, Don Fernando I el Grande, y con él asistió a la batalla de Atapuerca en 1054. (Contra su hermano García, el de Nájera, rey de Pamplona)

Es tal la admiración por todos los que le van conociendo: Fernando I, sus hijos, Sancho II y Alfonso VI… y hasta el mismo Cid Campeador, que piden su asesoramiento y como muestra de gratitud, le confieren tierras y
recompensas que nuestro santo, reparte entre los vecinos y los más necesitados.


En el terreno de lo místico y espiritual, hay que destacar
entre otros, dos momentos importantes en la historia de nuestro santo.

Hacia el año 1061, por revelación divina, García, encuentra
las reliquias de los cuerpos de tres santos: San Vicente y sus hermanos
mártires Sabina y Cristeta, y los traslada al Monasterio de Arlanza. Lo cuenta
Gonzalo de Berceo.

La santidad, como es sabido, no consiste en hacer milagros.
Sin embargo, el pueblo fácilmente ve santidad donde hay milagros; y muchas
veces así suele suceder. Fue sobre el año 1044, se habían perdido las cosechas
en Castilla. Por lo tanto, no había ni frutas ni vid….

Aquel Viernes Santo, el Abad García, se dispuso a bendecir
el pan y el agua, lo único que disponían en el Monasterio, y ante el asombro de
los 150 monjes, el agua se convirtió en vino.

Desde aquel día la confianza de los monjes en su tierno y
compasivo abad no tuvo límites; y lo que aparentemente sólo remediaba una
necesidad corporal, sirvió para ensanchar su corazón y ayudarles a correr los
caminos, que llevan a la santidad.




Pero por encima de esas grandezas y de hasta milagros que hizo en vida. Lo que más me ha impactado en la investigación de la vida de este
gran hombre, del que hablamos, mil años después, es su fuerza interior,sabiduría, humildad y gran justicia, al dedicar todo aquello que recibía de los grandes señores, como eran las tierras colindantes a aquel convento o incluso más lejanas, para dárselas a las familias que huían de las guerras fratricidas
o del sur, de aquellos reinos de Taifas…


Y además, les instruía en el maravilloso arte de laagricultura, y aquello de ganarse el sustento con la labor del día a día, y conel tiempo…, en esas pequeñas parcelas, se levantaron casas, se propagó la agricultura fuera de los conventos, muy a tener en cuenta para esa época, y propiciaron los pequeños pueblos que entonces cubrieron lo que comenzaba a llamarse Reino de Castilla.



Su sabiduría y honestidad, fueron reconocidas en vida, incluso en momentos difíciles en la corte castellana. Sus buenos consejos a Rodrigo Díaz de Vivar, llevaron a aplacar a este , que sospechaba de Alfonso VI, como instigador del asesinato del monarca, amigo personal del “Mio Cid” y optar por la opción más sabia, me remito al juramento de Santa Gadea, donde
como sabréis,  el Cid, obligó a Alfonso VI el Bravo, rey de Castilla y León, a jurar que no había tomado parte en el asesinato de su propio hermano, el rey Sancho II, quien fue asesinado ante los muros de la ciudad de Zamora en el año 1072.

Una curiosidad, como algunos sabrán, quien asesinó a Sancho II, fue un noble leonés llamado Vellido Dolfos, que simulando pasarse al bando castellano, a traición, clavó una lanza al monarca castellano y huyó. Es curioso, al día de hoy, en el ranking de traidores, está en el 7º lugar, de esa lista que encabeza Judas Iscariote.

Bueno, como decía antes, García, dio un sabio consejo al Cid Campeador, que propició la paz y el progreso o avance de ese reino tan fundamental para lo que después sería España. Este fue el último servicio como consejero de nuestro santo, ya que fallecería un año más tarde, en una fría tarde de otoño.




Cuando nuestro santo, sintió agotadas sus fuerzas y conoció
que el mal de muerte le tenía asido fuertemente, quiso dejar a sus monjes la herencia riquísima de sus consejos y enseñanzas.

Contaron algunos juglares que; García, en su lecho, antes de
morir, congregó a todos los monjes en torno suyo, los miró con ojos cargados de febril brillantez, y dejó fluir en palabras entrecortadas, sus cariños de padre y los fervores de Santo.



A los pocos días recibía la visita del obispo de Burgos, Don Jimeno, amigo suyo y entre los sollozos de los monjes y tras darle un abrazo al Santo, dijo “Padre García, amadísimo Padre, damos gracias a Dios, le damos gracias de que, al fin, triunfando de esta vida pasas al descanso de la gloria. No te olvidarás de nosotros al verte seguro, verdad? Padre?. Ruega mucho al Señor, pídele mucho por nosotros y por estos que son tus hijos, para que algún día nos encontremos todos juntos en el cielo; y entonces, para siempre, para siempre”.




Estas palabras dirigidas a García de Arlanza, que se recogen en diferentes escritos, que son parte de la historia de otro santo, ha servido para darle vida a una oración que se repite cada día del Triduo que se hace en su honor, en esta Parroquia, los días 23, 24 y 25 de Noviembre. Siendo este último, el día de la Festividad de nuestro santo abad.

Allí, en el templo a la derecha del santo, podréis conocer observar la reliquia, un hueso de 15cms. del pie, que desde el año 2003, se encuentra en esta parroquia algecireña. Ayer día 24, se ha colocado parte de la reliquia en el altar, en el ara, cómo es tradición católica. Y se puede observar a través de un pequeño hueco acristalado.

Mira por donde, han tenido que pasar mil años para que de una forma u otra, bien con la relíquia, estas celebraciones o este libro, haya llegado este santo abad a nuestra ciudad y nuestro conocimiento.

Era cuestión de justicia el conocerlo… Ya, el Todopoderoso, la hizo llevándolo junto a él, en el Cielo que es mucho más grande que Castilla.







domingo, 24 de noviembre de 2019

«Éste es el Rey de los judíos» (Evangelio Dominical)





Hoy, el Evangelio nos hace elevar los ojos hacia la cruz donde Cristo agoniza en el Calvario. Ahí vemos al Buen Pastor que da la vida por las ovejas. Y, encima de todo hay un letrero en el que se lee: «Éste es el Rey de los judíos» (Lc 23,38). Este que sufre horrorosamente y que está tan desfigurado en su rostro, ¿es el Rey? ¿Es posible? Lo comprende perfectamente el buen ladrón, uno de los dos ajusticiados a un lado y otro de Jesús. Le dice con fe suplicante: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23,42). La respuesta de Jesús es consoladora y cierta: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).

Sí, confesemos que Jesús es Rey. “Rey” con mayúscula. Nadie estará nunca a la altura de su realeza. El Reino de Jesús no es de este mundo. Es un Reino en el que se entra por la conversión cristiana. Un Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz. Un Reino que sale de la Sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.

El Reino de Dios fue un tema primordial en la predicación del Señor. No cesaba de invitar a todos a entrar en él. Un día, en el Sermón de la montaña, proclamó bienaventurados a los pobres en el espíritu, porque ellos son los que poseerán el Reino.

                       



Orígenes, comentando la sentencia de Jesús «El Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21), explica que quien suplica que el Reino de Dios venga, lo pide rectamente de aquel Reino de Dios que tiene dentro de él, para que nazca, fructifique y madure. Añade que «el Reino de Dios que hay dentro de nosotros, si avanzamos continuamente, llegará a su plenitud cuando se haya cumplido aquello que dice el Apóstol: que Cristo, una vez sometidos quienes le son enemigos, pondrá el Reino en manos de Dios el Padre, y así Dios será todo en todos». El escritor exhorta a que digamos siempre «Sea santificado tu nombre, venga a nosotros tu Reino».

Vivamos ya ahora el Reino con la santidad, y demos testimonio de él con la caridad que autentifica a la fe y a la esperanza.




Lectura del santo evangelio según san Lucas 

(23,35-43):









En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:

«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».

Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:

«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

Había también por encima de él un letrero:

«Este es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:

«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:

«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena?

Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».

Y decía:

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».

Jesús le dijo:

«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Palabra del Señor





COMENTARIO


                



 Con esta Fiesta de hoy cerramos el Ciclo Litúrgico. El próximo Domingo ya comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el Primer Domingo de Adviento, en preparación para la Navidad.

Hoy celebramos a Cristo como Rey del Universo.Las Lecturas de hoy mencionan el Reino de Dios, el Reino de Jesucristo.  En el Evangelio (Lc. 23, 35-43), vemos el bellísimo y conmovedor relato del “buen ladrón”, crucificado al lado del Señor.

Vemos a Dimas mostrar y declarar su fe en que Aquél que está crucificado a su lado es ¡nada menos! que el Rey del Universo, mientras que el delincuente que está del otro lado, piensa y dice todo lo contrario.  Observemos, entonces, cómo las gracias divinas son suficientes para cada uno, pero veamos también cómo las respuestas de los seres humanos pueden ser diametralmente opuestas.

Y Dimas, el “buen ladrón”, reconoce como Dios y como Rey a Cristo.  Pero hay que notar que Dimas no ve un Cristo en la Transfiguración, mostrando su divinidad, ni ve un Cristo Resucitado mostrando su poder infinito, sino que está al lado de un Cristo fracasado, humillado, moribundo, en la misma situación que él.  ¡Qué Fe más grande!  Y esa Fe grande lo lleva al arrepentimiento verdadero, a un “arrepentimiento perfecto”, por el que reconoce sus crímenes.  Y en esa situación se atreve a pedirle, un tanto temeroso:  “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. 


                   



Y ese Rey bondadosísimo que es Jesucristo, que nos da mucho más de lo que nosotros sabemos pedirle, le promete a Dimas, el ladrón arrepentido, mucho más de lo que él se atrevió a pedirle, pues Cristo le asegura que no sólo se acordará de él, sino que lo llevará consigo a ese Reino en que él cree.  Y que esto sucederá, no en un futuro lejano, sino que ese mismo día estará con El en su Reino.  ¡Qué grande es la Misericordia Divina con el pecador verdaderamente arrepentido!

Ahora bien, el Reinado de Cristo -que es lo mismo que el Reino de Dios- viene mencionado muchas veces en la Sagrada Escritura.  Y Cristo nos dice que su Reino no es de este mundo.  Pero, sin embargo, su Reino también está en este mundo.  El Reino de Cristo no es de este mundo, pues Jesucristo no vino a establecer un poderío terrenal.  Jesucristo no vino a establecer un poder temporal.

En este sentido, su Reino no es terrenal, sino celestial.  No es humano, sino divino.  No es temporal, sino eterno.

Pero su Reinado está en medio del mundo:  está en cada uno de nosotros.  O, mejor dicho:  está en cada uno de nosotros cuando Cristo vive en nosotros y nosotros permitimos que ese Rey que es el Señor, reine en nuestro corazón, reine en nuestra alma, reine en nuestra vida.

La Primera Lectura  (2 Sam. 5, 1-3)  nos trae la misma situación que ya sabemos sobre el reinado de Cristo:  está en el mundo pero no es de este mundo. 

                               



El hecho que nos narra este trozo del Libro de Samuel se refiere un gran día para el Rey David y muy importante para el pueblo de Israel:  las tribus del norte lo reconocen como Rey legítimo.  Antes de este día, el reino de Israel estaba dividido y David sólo gobernaba la tribu de Judá.

Sucedió que después de la muerte del primer Rey de Israel, Saúl, las tribus del norte habían reconocido como Rey a uno distinto a David.  Ese rey, aunque era hijo de Saúl, no había sido escogido por Dios como Rey.  Se llamaba Isbaal y fue asesinado por algunos de sus mismos guerreros (cf. 2 Sam. 4).   Así que después de su muerte y de unos siete años de guerra civil, finalmente reconocen también los del norte a David como Rey y se unifica todo el país.

David también conquista a Jerusalén, pues este distrito estaba en manos de los cananeos y, como quedaba en el centro, separaba a las tribus del norte de las del sur.  Jerusalén, entonces, pasa a ser capital de este reino ahora unificado totalmente (cf. 2 Sam. 5, 4-10).

Y, desde ese momento, Dios designa a esa ciudad para ser símbolo de su presencia entre los hombres.  Jerusalén pasará, luego de Cristo, a ser la imagen de la Iglesia por El fundada.  Además, Dios nos prometió otra Jerusalén, la Jerusalén Celestial que nos describe San Juan en el Apocalipsis. (cf. Ap. 20 y 21)

El Salmo 121 nos habla de las peregrinaciones, cuando el pueblo de Israel visitaba el Templo de Jerusalén.  Para nosotros, la Iglesia es la nueva Jerusalén, centro de peregrinación de todos los que creen en Cristo, los cuales constituimos “las tribus del Señor”.  La Iglesia es, a su vez, la imagen de la Jerusalén Celestial, “la Casa del Señor nuestro Dios”, hacia donde vamos peregrinando todos los que buscamos el Reino de Cristo.

                          



Más adelante, después de la reunión de las tribus de Israel bajo el Rey David, Dios bendice a David y le promete un reino eterno:  “Así dice Yahvé:  ‘Yo pondré en el trono a tu hijo, fruto de tus entrañas y afirmaré  su poder ... Tu trono estará firme hasta la eternidad’” (2 Sam. 7, 12-16).

Jesús es el descendiente del Rey David y El dará inicio a ese Reino eterno, que es el Reino de Dios.  (cf. Lc. 1, 30-33)

En la Segunda Lectura (Col. 1, 12-20), San Pablo nos brinda un himno bellísimo de alabanza al poder de Cristo Rey.  Cada frase de esta alabanza es digna de ser meditada por separado, pero para comprender aún mejor este maravilloso himno, es bueno ubicarse en la situación a la que San Pablo estaba dirigiéndose.

En ese primer siglo del Cristianismo cuando San Pablo escribió esta Carta (68 AD), comenzaba la “gnosis” (“conocimiento”), esa nefasta herejía ocultista, que aún existe en nuestros días, por la cual los seres humanos buscan a través del ocultismo, un secreto “conocimiento” sobre el origen, la vida y el destino de los hombres y del mundo.

Los Colosenses habían comenzado a flaquear en su Fe, pensando que Cristo no era suficiente, que había que “complementarlo” con otras creencias.  ¿No se parece eso a nuestra situación actual?

Así, habían comenzado a agregar a su Fe en Cristo, erróneas y ocultas teorías, algo muy parecido a las herejías del New Age de nuestros días:  Cristo aparecía como un personaje más entre otros muchos “ángeles” y hombres que se iban elevando al “trascender” en existencias sucesivas.  Esas doctrinas secretas de los gnósticos pretendían ofrecer a los cristianos la manera de ser guiados a un “estado superior” para llegar a un reino de luz.


                                  



 En esta circunstancia, muy parecida a la nuestra, en la que Cristo aparece debilitado y rebajado, en la que a su doctrina se le pretenden anexar complementos erróneos tomados de fuentes paganas, en la que se cree en la re-encarnación, en “maestros ascendidos” y en “ángeles” que no son de los buenos, este himno de San Pablo puede servirnos, no sólo de alabanza a Cristo Rey, sino de profundo estudio y meditación sobre nuestra Fe.

Cristo no puede ser rebajado.  ¡Pero si es Dios!  “Es la imagen de Dios invisible”.    El existía antes que todos y todo fue hecho por El y para El (cf. Jn. 1, 1).

San Pablo deja bien sentado que existe el reino de la tinieblas y el Reino de Cristo.  Y Cristo tiene poder sobre todo lo que ha sido creado.  Los poderes invisibles que ocupan un lugar muy importante en las creencias gnósticas de aquel entonces y de ahora, no son ¡nada! en comparación con Cristo.  Y todos son gobernados por El (cf. Ef. 1, 20-21).

Y Cristo no sólo vino a liberarnos del poder de las tinieblas y a perdonarnos nuestro pecado, sino que nos trajo, además, la resurrección, esa maravilla que es mucho mejor que el irrealizable engaño gnóstico de la re-encarnación.

Y Cristo es el primer resucitado, pero nosotros también lo seremos si lo seguimos a El con esa Fe y ese arrepentimiento verdadero, como el que tuvo Dimas, el “buen ladrón”.

¿Cómo se dará todo esto y cómo se reconcilian con Dios todas las cosas, las del Cielo y las de la tierra?


                          



Veamos bien:  Si Cristo es nuestro Rey, nosotros somos sus súbditos.  Y  ¿qué hace un súbdito?  ¿Qué hace un subalterno?  Hace lo que desea y lo que le indica su Rey, su Jefe.  Por eso decimos que el Reinado de Cristo está dentro de nosotros mismos, pues Cristo es verdadero Rey nuestro cuando nosotros hacemos lo que El desea y lo que El nos pide.

¿Qué nos pide ese Rey bondadosísimo que es Cristo?  El nos pide lo que nos muestra con su vida:  que hagamos la Voluntad del Padre.  En eso consiste el Reinado de Cristo en cada uno de nosotros:  en que hagamos la Voluntad de Dios.

Así es como el Reinado de Cristo comienza por nosotros mismos:  cuando comenzamos a buscar hacer la Voluntad de Dios.  Así Cristo es Rey de cada uno de nosotros.  Su Reino en medio del mundo depende de nosotros:  depende de cuántos vivamos nuestras vidas según la Voluntad de Dios.

Y ¿qué es hacer la Voluntad de Dios?  1º) cumplir los mandamientos; 2º) aceptar lo que Dios permita para nuestra vida; 3º) hacer lo que creemos que Dios nos pide.  Cumpliendo esto, Cristo puede reinar dentro de cada uno de nosotros.

En el Prefacio de hoy rezaremos que el Reino de Cristo es un Reino de Verdad, pues Cristo nos revela la Verdad que es El mismo.  Es un Reino de Vida, pues Cristo vive en nosotros por medio de la Gracia Divina, que recibimos especialmente en los Sacramentos.  Es un Reino de Santidad, pues por medio de esa Gracia -debidamente recibida y acogida por nosotros- Dios nos santifica.

Es, además, un Reino de Justicia, Amor y Paz, en la medida que nosotros los seres humanos, súbditos de ese Rey, busquemos y hagamos su Voluntad.

                                         



De esa manera las relaciones entre los hombres serán guiadas por ese Rey que nos comunica su Verdad, su Vida, su Gracia, su Santidad, su Justicia, su Amor y su Paz.

Precisamente ese fue el propósito que tuvo el Papa Pío XI al establecer esta Fiesta en 1925.  Ese es el propósito que persigue la Liturgia de la Iglesia al colocar esta Fiesta importantísima al final del Año Litúrgico.

Si el Reinado de Cristo -comenzando por cada uno de nosotros los Católicos-  se extendiera de cada individuo a cada familia, de cada familia a la sociedad, de la sociedad a las naciones, de las naciones al mundo entero, ¡cómo sería todo diferente!














Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 17 de noviembre de 2019

«Mirad, no os dejéis engañar» (Evangelio Dominical)





Hoy, el Evangelio nos habla de la última venida del Hijo del hombre. Se acerca el final del año litúrgico y la Iglesia nos presenta la parusía, y al mismo tiempo quiere que pensemos en nuestras postrimerías: muerte, juicio, infierno o cielo. El fin de un viaje condiciona su realización. Si quieres ir al infierno, te podrás comportar de una manera determinada de acuerdo con el término de tu viaje. Si escoges el cielo, habrás de ser coherente con la Gloria que quieres conquistar. Siempre, libremente. Al infierno no va nadie por la fuerza; ni al cielo, tampoco. Dios es justo y da a cada uno lo que se ha ganado, ni más ni menos. No castiga ni premia arbitrariamente, movido por simpatías o antipatías. Respeta nuestra libertad. Sin embargo, hay que tener presente que al salir de este mundo la libertad ya no podrá escoger. El árbol permanecerá tendido por el lado en que haya caído.

«Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección» (Catecismo de la Iglesia n. 1033).


                



¿Te imaginas la grandiosidad del espectáculo? Los hombres y las mujeres de todas las razas y de todos los tiempos, con nuestro cuerpo resucitado y nuestra alma compareceremos delante de Jesucristo, que presidirá el acto con gran poder y majestad. Vendrá a juzgarnos en presencia de todo el mundo. Si la entrada no fuera gratuita, valdría la pena... Entonces se sabrá la verdad de todos nuestros actos interiores y exteriores. Entonces veremos de quién son los dineros, los hijos, los libros, los proyectos y las demás cosas: «No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21,6). Día de alegría y de gloria para unos; día de tristeza y de vergüenza para otros. Lo que no quieras que aparezca públicamente, ahora te es posible eliminarlo con una confesión bien hecha. No puedes improvisar un acto tan solemne y comprometedor. Jesús nos lo advierte: «Mirad, no os dejéis engañar» (Lc 21,8). ¿Estás preparado ahora?




Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,5-19):


                



En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida».
Ellos le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo:
«Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».
Entonces les decía:
«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes.
Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio.
Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Palabra del Señor





COMENTARIO.






Las Lecturas del Domingo pasado nos hablaban de nuestra resurrección, haciéndonos reflexionar sobre lo que nos espera después de esta vida terrena.  Las Lecturas de hoy continúan esa línea y nos hablan de un tema que interesa, pero que no nos gusta mucho:  el Fin de los Tiempos y la Segunda Venida de Cristo.

Las imágenes del Evangelio de hoy tal vez nos resultan un poco incómodas ... hasta podrían darnos un poco de miedo.  Pero notemos que es el mismo Jesucristo quien nos las presenta, no para asustarnos, sino para alertarnos, para que estemos siempre preparados.

Y la Iglesia, para recordarnos esa preparación tan necesaria, nos presenta estos textos escatológicos en estos domingos con los que concluye el Año Litúrgico, y continúa con ellos en los primeros domingos de Adviento, con los que comienza en nuevo Año Litúrgico.

Sobre nuestra preparación, San Francisco de Sales recomienda que vivamos cada día como si fuera el último día de nuestra vida.  Así no tendremos nada que temer cuando nos venga ese día.  Y ese día nos puede venir, bien porque morimos, o bien porque vuelve Jesucristo en gloria “para juzgar a vivos y muertos”, tal como rezamos todos los Domingos en el Credo.

                   
                              




Al morir somos juzgados por el bien y el mal que hayamos hecho durante nuestra vida.  Es el Juicio Particular.  Pero es en el Juicio Final cuando conoceremos plenamente las consecuencias que hayan tenido nuestros actos, buenos o malos.

La Segunda Venida del Señor no tiene que atemorizarnos, sino que más bien debe llenarnos a todos de una gran esperanza.  En primer lugar, porque Cristo vendrá a poner las cosas en su lugar.  En la vida presente -y sobre todo en nuestro mundo actual- pareciera que el Mal venciera sobre el Bien, pareciera que los que no viven de acuerdo a Dios están más tranquilos... y hasta más felices.  ¿Por qué parece que los malos siempre triunfan?, se preguntan muchos.

Pero veamos la Primera Lectura del Profeta Malaquías (Mlq. 3, 19-20):   al final a cada uno le tocará lo que haya merecido con su conducta en esta vida.  Dice el Profeta: “Ya viene el día del Señor ardiente como un horno”.   Para unos ese horno “los consumirá como paja”.  Pero para “los que temen al Señor, brillará el Sol de Justicia y les traerá la salvación en sus rayos”.   Es decir, el día final para unos será de una manera y para otros será diferente, todo dependiendo de cómo haya sido nuestra vida en la tierra.

En el trozo que hemos leído del Evangelio de San Lucas (Lc. 21, 5-19) se mezclan anuncios del fin del mundo con la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo –hechos que ya sucedieron 40 años después de la muerte de Jesucristo.

Los Apóstoles le preguntan cuándo iban a suceder estas cosas.  Y el Señor les da algunas señales:

Primero les dice que vendrán muchos usurpando su nombre, diciendo que son el Mesías.  “No les hagan caso”, nos dice el Señor.  A veces se oye de alguno que se cree el Mesías y que enseña doctrinas falsas y sumamente peligrosas.  Por eso el Señor nos advierte que no les hagamos caso.

Se refiere esta advertencia también a todas esas falsas doctrinas que contradicen la Sagrada Escritura y la enseñanza de la Iglesia y que se promueven por todos lados, para tratar de hacernos perder la Fe en la única Verdad, que es Jesucristo.


                                 



Por eso tratan de disfrazarse como Mesías y de disfrazar sus enseñanzas como si fueran cristianas.  No les hagamos caso, porque tratarán de debilitar nuestro amor por la Verdad, lo cual puede muy bien llevarnos en última instancia a la condenación (cf. 2 Tes. 2, 9-11).   Se va debilitando la fe al ir anexando mitos y teorías falsas y heréticas, y terminamos por perderlo todo.

También nos habla el Señor de guerras y revoluciones, pero nos advierte no dejarnos dominar por el pánico.  Estas guerras y revoluciones no son aún el fin. 

          También habla de grandes terremotos, epidemias, hambres, y señales prodigiosas y terribles en el cielo. 

          También habla de persecuciones religiosas; es decir, nos advierte que seremos perseguidos y hasta traicionados por miembros de nuestra propia familia.  Y todo esto por el delito de seguirlo a El.

Pero si nos mantenemos fieles a El, a sus enseñanzas, a su Voluntad ... si nos mantenemos firmes, conseguiremos la Vida Eterna.

Volviendo a lo que nos dice el Profeta Malaquías en la Primera Lectura:  la Segunda Venida de Jesucristo será para aquéllos que permanezcamos fieles hasta el final como “la Venida del Sol de Justicia que nos traerá la salvación en sus rayos”.

Señales adicionales que completan el cuadro final aparecen en otros textos de la Sagrada Escritura: 

          1.)  El Evangelio habrá sido predicado en todo el mundo. 

          2.)  La mayor parte de la humanidad habrá perdido la fe y estará imbuida en las cosas del mundo. 
          3.)  La humanidad estará muy parecida a los días de Noé. 

          4.)  Se manifestará el anti-Cristo, que con el poder de Satanás realizará prodigios con los que pretenderá engañar a toda la humanidad.

Otros textos nos hacen saber cómo volverá Jesucristo:  primeramente aparecerá en el cielo su señal -la Cruz-; vendrá acompañado de Ángeles y aparecerá con gran poder y gloria.  No así el impostor, el anti-Cristo (cf. Hch. 1,11y Mt. 24, 30-31).

El final de este pasaje del Evangelio de San Lucas no aparece en el texto de hoy, pero el Señor completa su discurso así: “Fíjense en la higuera y en los demás árboles.  Cuando ustedes ven los primeros brotes, saben que está cerca el verano.  Así también cuando vean las señales que les dije, piensen que está cerca el Reino de Dios...  Estén alertas para que no les sorprenda este día... Por eso estén vigilando y orando en todo tiempo, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder”.

Oración y vigilancia es lo que nos pide el Señor.  Orar y actuar como si hoy -y todos los días- fueran el último día de nuestra vida terrena.

San Pablo nos advierte en la Segunda Lectura (2 Tes. 3, 7-12) sobre el actuar, porque “algunos de ustedes viven como holgazanes, sin hacer nada y, además, entrometiéndose en todo”.  Esto debe poner en guardia a los que pensando que el final de los tiempos pudiera estar cerca, decidieran cruzarse de brazos y simplemente esperar.  También la advertencia sirve para cualquier holgazán que quiera vivir sin “ganarse con sus propias manos la comida”.

En resumen:  hay que trabajar como si nada fuera a suceder.  Y orar como si en cualquier momento pudiera llegarnos el final, bien porque nos llegue el día de nuestra muerte, o porque llegue Cristo en su Segunda Venida.





Ahora bien, lo importante no es saber el cómo.  Lo importante no es saber el cuándo.  Lo importante es estar siempre preparados.  Lo importante es vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra.

El Salmo 97 nos lleva a regocijarnos con la venida del Señor.  “Alégrense todos los habitantes del mundo ... porque ya viene el Señor a gobernar el orbe”.   Y, por fin, la maldad no seguirá triunfando, pues la norma será “la justicia y la rectitud”.


















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org