domingo, 4 de diciembre de 2022

«Dad fruto digno de conversión» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, el Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista invitándonos a la conversión: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos» (Mt 3,2).

A él acudían muchas personas buscando bautizarse y «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8).

Habiendo ya comenzado el tiempo de Adviento, tiempo de gozosa espera, nos encontramos con la exhortación de Juan, que nos hace comprender que esta espera no se identifica con el “quietismo”, ni se arriesga a pensar que ya estamos salvados por ser cristianos. Esta espera es la búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, es conversión de corazón, es búsqueda de la presencia del Señor que vino, viene y vendrá.

El tiempo de Adviento, en definitiva, es «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (San Juan Pablo II).







Aprovechemos, hermanos, este tiempo oportuno que nos regala el Señor para renovar nuestra opción por Jesucristo, quitando de nuestro corazón y de nuestra vida todo lo que no nos permita recibirlo adecuadamente. La voz del Bautista sigue resonando en el desierto de nuestros días: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3).

Así como Juan fue para su tiempo esa “voz que clama en el desierto”, así también los cristianos somos invitados por el Señor a ser voces que clamen a los hombres el anhelo de la vigilante espera: «Preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas).



 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (3,1-12):




Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos."»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.


Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizará, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando:

 "Abrahán es nuestro padre", pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.»

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO.

 

 


Las Lecturas de este Segundo Domingo de Adviento nos invitan a vivir el reinado de paz y de justicia que viene a instaurar Jesucristo, el Mesías prometido.

Y con el Salmo 71 hemos invocado a ese “Rey de Justicia y de Paz” que “extenderá su Reino era tras era de un extremo a otro de la tierra”.

La Primera Lectura del Profeta Isaías (Is 11, 1-10) nos describe al Mesías y también describe ese ambiente justicia y de paz que Él vendrá a traernos.

El Profeta Isaías hace un relato simbólico de lo que será el reinado de Cristo.  Nos presenta a animales -que por instinto son enemigos entre sí- viviendo en convivencia pacífica: el lobo con el cordero, la pantera con el cabrito, el novillo con el león... y hasta un niño con la serpiente.



Isaías invita a los seres humanos que también tendemos a ser rivales unos de los otros, a que vivamos en paz y en justicia.  Y así -en paz y en justicia- podríamos convivir, si todos –unos y otros- recibiéramos al Mesías, si aceptáramos su Palabra, si de veras viviéramos de acuerdo a ella.  ¿Será esto imposible?

Es lo mismo que nos sugiere San Pablo en su Carta a los Romanos (Rom 15, 4-9) cuando nos dice: “Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al Espíritu de Cristo Jesús, para  que, con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”.

El cómo llegar a esa armonía en Cristo Jesús, para alabar con un solo corazón y una sola voz a Dios Padre, nos lo indica San Mateo en el Evangelio de hoy (Mt 3, 1-12).

San Mateo nos introduce a San Juan Bautista como aquél que Isaías anunciaba 700 años antes.  Es una frase muy importante.  Por eso esta frase nos viene recalcada en el Aleluya. “Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos” (Is 40, 3).

Y ¿cómo se hacen rectos, cómo se allanan los caminos del Señor?  El Profeta Isaías -en ese texto que no aparece en las Lecturas de hoy- nos detalla un poco más esta labor de preparación de los caminos.  Nos pide: “rellenar las quebradas y barrancos, y rebajar los montes y colinas” (Is 40, 4-5).

Nos dice el Evangelio que con estas palabras predicaba San Juan Bautista, para preparar la aparición del Mesías.  Juan llamaba a un cambio de vida, a la conversión, al arrepentimiento.





Rebajar montes y colinas” significa rebajar las alturas de nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestra altivez, nuestro engreimiento, nuestra auto-suficiencia, nuestra vanidad. 

“Rellenar quebradas y barrancos” significa rellenar las bajezas de nuestro egoísmo, nuestra envidia, nuestras rivalidades, odios, venganzas, retaliaciones.

Son pecados que dificultan el poder vivir en armonía unos con otros, alabando a Dios con un solo corazón y una sola voz.  Son pecados que impiden la realización de ese Reino de Paz y Justicia que Cristo viene a traernos.

Por eso San Juan Bautista es claro y exigente en su predicación: “Cambien de vida, arrepiéntanse... hagan ver los frutos de su arrepentimiento”.

Es la misma llamada que nos hace el Mesías que viene y que nos hace la Iglesia siempre, pero muy especialmente en este tiempo de Adviento: conversión, cambio de vida, rebajar las montañas y rellenar las bajezas de nuestros pecados, defectos, vicios, malas costumbres.

Ese llamado de hace casi dos siglos sigue siendo vigente. ¿Hemos respondido?  ¿O seguimos hoy con las mismas actitudes de hace dos mil años? 



¿No podría San Juan Bautista decirnos las mismas cosas que dijo entonces?  “Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego... El que viene después de mí (Jesucristo, el Mesías) separará el trigo de la paja.  Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

Así termina el Evangelio de hoy.  Son palabras fuertes, que suenan a amenaza.  Pero son la realidad de cómo funcionan la Bondad y la Justicia Divinas.

El Mesías ya vino hace dos mil años, y está presente en nosotros con su Gracia, está presente en la Eucaristía y en los demás Sacramentos.  Podemos -además- encontrarlo en la oración sincera, esa oración que busca al Señor para agradarlo, para entregarse a Él, para conocer su Voluntad.

El Adviento nos invita a la conversión, al cambio de vida, a entregar a Dios nuestro corazón, nuestra vida, nuestra voluntad.  Pero somos libres.  Así nos hizo Dios.

Eso sí: Al final del mundo tenemos dos opciones: Cielo o Infierno.  Con nuestra libertad podemos escoger: ¿Queremos ser “paja” arrojada al fuego o “trigo” a ser guardado en el granero del Señor?







Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilias.org

Evangeli.org


miércoles, 2 de noviembre de 2022

Conmemoración de todos los fieles difuntos.





Este 2 de noviembre se celebra la fiesta de todos los Fieles Difuntos, justo el día después de que los cristianos  celebren la de Todos los Santos. 

Es importante recordar que el día 2 se puede ganar una indulgencia plenaria para el alma de un familiar o ser querido fallecido.

Según la Constitución Apostólica de San Pablo VI, Indulgentiarum Doctrina, en su norma 15, “en todas las iglesias, oratorios públicos o –por parte de quienes los empleen legítimamente- semipúblicos, puede ganarse una indulgencia plenaria aplicable y solamente en favor de los difuntos, el día 2 de noviembre".


La importancia de una sincera conversión




"Para ganar la indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra enriquecida con la indulgencia [en este caso, visitar la iglesia el 2 de noviembre y orar en ella] y el cumplimiento de las tres condiciones siguientes: la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración por las intenciones del Romano Pontífice. Se requiere además, que se excluya todo afecto al pecado, incluso venial. Si falta esta completa disposición, y no se cumplen las condiciones arriba indicadas, la indulgencia será solamente parcial", añade el texto promulgado en 1967.

Sin embargo, San Pablo VI dejaba muy claro que las indulgen
cias “no se pueden ganar sin una sincera metanoia (conversión, cambio de mentalidad) y unión con Dios, a lo que se suma el cumplimiento de las obras prescritas”.

"las tres condiciones pueden cumplirse algunos días antes o después de la ejecución de la obra prescrita; sin embargo, es conveniente que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se haga la obra", añadía el texto.




Un poco de historia




La tradición de rezar por los muertos se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, en donde ya se honraba su recuerdo y se ofrecían oraciones y sacrificios por ellos.

Cuando una persona muere ya no es capaz de hacer nada para ganar el cielo; sin embargo, los vivos sí podemos ofrecer nuestras obras para que el difunto alcance la salvación.

Con las buenas obras y la oración se puede ayudar a los seres queridos a conseguir el perdón y la purificación de sus pecados para poder participar de la gloria de Dios.


A estas oraciones se les llama sufragios. El mejor sufragio es ofrecer la Santa Misa por los difuntos.

Debido a las numerosas actividades de la vida diaria, las personas muchas veces no tienen tiempo ni de atender a los que viven con ellos, y es muy fácil que se olviden de lo provechoso que puede ser la oración por los fieles difuntos. Debido a esto, la Iglesia ha querido instituir un día, el 2 de noviembre, que se dedique especialmente a la oración por aquellas almas que han dejado la tierra y aún no llegan al cielo.





La Iglesia recomienda la oración en favor de los difuntos y también las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia para ayudarlos a hacer más corto el periodo de purificación y puedan llegar a ver a Dios. "No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos".

Nuestra oración por los muertos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión a nuestro favor. Los que ya están en el cielo interceden por los que están en la tierra para que tengan la gracia de ser fieles a Dios y alcanzar la vida eterna.

Para aumentar las ventajas de esta fiesta litúrgica, la Iglesia ha establecido que si nos confesamos, comulgamos y rezamos el Credo por las intenciones del Papa entre el 1 y el 8 de noviembre, “podemos ayudarles obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados”. (CEC 1479)


domingo, 30 de octubre de 2022

«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Evangelio Dominical)


 

Hoy, la narración evangélica parece como el cumplimiento de la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14). Humilde y sincero de corazón, el publicano oraba en su interior: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13); y hoy contemplamos cómo Jesucristo perdona y rehabilita a Zaqueo, el jefe de publicanos de Jericó, un hombre rico e influyente, pero odiado y despreciado por sus vecinos, que se sentían extorsionados por él: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5). El perdón divino lleva a Zaqueo a convertirse; he aquí una de las originalidades del Evangelio: el perdón de Dios es gratuito; no es tanto por causa de nuestra conversión que Dios nos perdona, sino que sucede al revés: la misericordia de Dios nos mueve al agradecimiento y a dar una respuesta.

Como en aquella ocasión Jesús, en su camino a Jerusalén, pasaba por Jericó. Hoy y cada día, Jesús pasa por nuestra vida y nos llama por nuestro nombre. Zaqueo no había visto nunca a Jesús, había oído hablar de Él y sentía curiosidad por saber quién era aquel maestro tan célebre. Jesús, en cambio, sí conocía a Zaqueo y las miserias de su vida. Jesús sabía cómo se había enriquecido y cómo era odiado y marginado por sus convecinos; por eso, pasó por Jericó para sacarle de ese pozo: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).





El encuentro del Maestro con el publicano cambió radicalmente la vida de este último. Después de haber oído el Evangelio, piensa en la oportunidad que Dios te brinda hoy y que tú no debes desaprovechar: Jesucristo pasa por tu vida y te llama por tu nombre, porque te ama y quiere salvarte, ¿en qué pozo estás atrapado? Así como Zaqueo subió a un árbol para ver a Jesús, sube tú ahora con Jesús al árbol de la cruz y sabrás quien es Él, conocerás la inmensidad de su amor, ya que «elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?» (San Ambrosio).



 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10):





EN aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo:
«Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa».
Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor:
«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Jesús le dijo:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Palabra del Señor


 

 

COMENTARIO

 

 

 

La Misericordia de Dios es infinita.  Eso se dice y se repite, sin darnos cuenta de su real significación y dimensión.  Entre tantos atributos de Dios -todos infinitos- su Bondad y su Misericordia son realmente insospechadas.

¿Cómo recibir al hijo pródigo que se había portado tan mal... y -como si fuera poco- celebrar su recibimiento con una fiesta?  (cf. Lc 15, 11-32)   ¿Cómo buscar por todos lados a la oveja perdida?  (Lc 15, 1-10)  ¿Cómo defender a la mujer adúltera?  (cf. Jn 8, 1-11)  ¿Cómo perdonar a Pedro que lo negó tan feamente? (cf. Mc 14, 66-72 y Jn 21, 15-17)   ¿Cómo perdonar a los que lo estaban matando en la cruz?  (cf. Lc 23, 32-34).

Y así podríamos seguir enumerando ejemplos de Bondad y Misericordia de Dios, que, a nuestro modo de ver humano, resultan -cuanto menos- incomprensibles.

Y refiriéndonos al Evangelio de hoy (Lc 19, 1-10): ¿Cómo buscar a Zaqueo, corrupto cobrador de impuestos, para alojarse en su casa?

La respuesta a estos interrogantes, producto de nuestra miope visión humana, está en la Primera Lectura (Sb 11, 23 a 12, 2): “Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos”.

Esta frase del Libro de la Sabiduría nos lleva a comprender por qué Dios perdona nuestras faltas para con Él: Dios nos perdona porque somos suyos, porque Él es nuestro Padre.  Y como Padre, infinitamente Bueno que es, nos ama incondicionalmente... como los buenos padres que aman a sus hijos, a pesar del mal comportamiento y de las fallas que como hijos podamos tener.  Por cierto, el buen padre no aprueba, ni consiente al hijo en sus faltas, sino que lo corrige –hasta lo castiga- pero lo sigue amando.  Porque lo ama, lo corrige y lo castiga.

Entonces… ¡qué consuelo el saber que Dios es “nuestro Padre”!  Y el pensar en Dios como “Padre” puede explicarnos sus “incomprensibles” y desmesuradas actitudes de perdón, de bondad, de amor.



El Dios Verdadero, que se ha revelado a los seres humanos y a Quien los cristianos adoramos y amamos, es infinitamente Bueno y Misericordioso.

Dios es Padre.  Y es Padre infinitamente Misericordioso.  Pero esa Misericordia Infinita del Dios Verdadero no significa complacencia por nuestros pecados, aceptación de nuestras faltas, o alcahuetería con nuestros comportamientos inmorales.  Cuando Dios, como dice el Libro de la Sabiduría aparenta no ver los pecados de los hombres, no es para consentirnos en nuestras faltas, sino para darnos ocasión de arrepentirnos (Sb 11, 23).

Y llega un momento que nos corrige…nos reprende y nos trae a la memoria nuestros pecados (Sb 12, 2).  ¿Para qué todo esto?  Para poder ejercer de veras su Misericordia, al perdonarnos porque nos hemos arrepentido.

El Dios Verdadero no es excluyente, pues ama a todos, buenos y malos, cumplidores e infractores, creyentes e incrédulos, hombres y mujeres.  Todos somos amados por el Dios Verdadero.  Pero ese Amor Infinito de Dios no significa que Dios nos quiere viviendo en pecado.

De allí que cantemos en el Salmo 144: “Bueno es el Señor para con todos y su Amor se extiende a todas sus creaturas”.

Y continúa el Salmo: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar” (Sal 144, 8).  Ytodos podemos ser perdonados por Dios… si nos arrepentimos.   Ésa sí es una exigencia de su Misericordia Infinita.

Mucho se escucha decir: Dios es Misericordioso.  Y eso está bien dicho así.  El problema está en que, muchas veces al decir eso, estamos pensando que, porque es Misericordioso, Dios acepta todos nuestros pecados.  No.  Dios no es alcahuete.  Él es Misericordioso porque perdona los pecados al pecador que se arrepiente y se confiesa en la Confesión Sacramental.



Cuando Dios nos busca, no es para consentirnos en el pecado, sino para que nos arrepintamos y cambiemos de vida.  Más aún: Dios busca muy especialmente al infractor, al incrédulo, al pecador, no para consentirlo en su falta, sino para que se arrepienta y para sanarlo, perdonarlo y hacerlo nuevo.

¡Qué Bueno es nuestro Dios, que no sólo nos perdona, sino que nos transforma de tal manera que nos hace creaturas nuevas!

Así hizo con Zaqueo.  De tal forma lo renovó, que lo transformó en un hombre nuevo.  Caritativo: “Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes”.   Restaurador del mal hecho a los demás: “Y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más”.

El Dios Verdadero no sólo obra perdonando al pecador que, arrepentido, confiesa su falta, sino que va más allá: crea en él un corazón puro y le otorga un espíritu nuevo, renueva interiormente a la persona y la prepara para alabar a Dios y para dar testimonio de su conversión. (cf. Salmo 50, 12-19).



Y, aunque nuestros pecados fueran negros como la noche, la Misericordia Divina es más luminosa que nuestra negrura.  Sólo hace falta que, como Zaqueo, quien se subió a un árbol para poder divisar a Jesús, nos subamos -al menos un poquito- por encima de nuestra miseria, para ver pasar al Señor.

Sólo hace falta que el pecador al menos abra la puerta de su corazón, y reconozca arrepentido que ha ofendido a Dios y luego se confiese.  Dios hace el resto.

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.net

Homilias.org

 


domingo, 23 de octubre de 2022

«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí...» (Evangelio Dominical)

 


 

Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).

La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).

La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho auto-engaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».






El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».

Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso» (San Juan Crisóstomo).



 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):

 



En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:


«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:


“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.


El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.


Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO

 

 


Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración.  Esta vez, de una oración humilde.  Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús-  “la humildad no es más que andar en verdad”.

¿Y cuál es nuestra verdad?  Que no somos nada...  Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios.  Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos.  ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón?  ¿En manos nuestras o en manos de Dios?

Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”.  Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc 18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.

El  mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista.  No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores... pues todos somos pecadores... todos sin excepción.

La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios.  Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que Él no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros.   Esa “realidad” es nuestra “verdad”.

Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante Dios.   A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos pecado, Él está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.

Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc 15, 4-7).  Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta... sea cual fuere.  Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave.  O bien un defecto que hay que corregir.

Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel reclamo escondido a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.

Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.




La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo.  En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).

Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su nada).  Y lo contrario sucede al que se enaltece.  Dice el Señor que será humillado, será rebajado.

Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio.  Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios.  Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios... aún para que nuestro corazón palpite.

Entonces... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados?

Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer quién soy yo y Quien eres Tú”.  Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “andar en verdad”.

Y al comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin Él, que nada tenemos sin Él.  Así podremos darnos cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y auto-capacitados.

Y como criaturas dependientes de Él, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas.  En una palabra, debemos reconocernos dependientes de Dios.



Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho y solicitar a Dios su colaboración para esos planes y deseos.   Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.

Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros.  “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes”  (Is 55, 3).

Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.

Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo o Sir 35, 15-17; 20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído... La oración del humilde atraviesa las nubes”.  Es decir quien se reconoce servidor de Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su Dueño,  ése es oído.

En la Segunda Lectura (2 Tim 4, 6-8; 16-18)  San Pablo nos habla de haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”,  y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”.  Condición indispensable para luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la oración.  Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.

Reflexionemos, entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios: creaturas dependientes de su Creador?  ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz?  ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante Él?

Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debería ser de adoración.  Y… ¿qué es adorar a Dios?




Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño.  Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios.  Dios es mi Dueño, yo le pertenezco.  Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de Él y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a Él y a su Voluntad.

 

ORACION DE ADORACION

Tú eres mi Creador, yo tu creatura,
Tú mi Hacedor yo tu hechura,
Tú mi Dueño, yo tu propiedad.
Aquí estoy para hacer tu Voluntad.

 

martes, 18 de octubre de 2022

Hoy es... San Lucas Evangelista!!






Nadie ha merecido como San Lucas el título de Evangelista, de mensajero de la Buena Nueva; no ya porque el historiador de Cristo, en el tercer Evangelio, se convierte enseguida en los Hechos de los Apóstoles, en el historiador de la Iglesia naciente, de la difusión del mensaje cristiano al mundo, sino, ante todo, porque en su estilo de griego y de literato, el mensaje de salvación canta un auténtico himno de acción de gracias, de alegría y de optimismo. 



Lucas no minimiza nunca la Cruz - a él se debe la descripción más detallada de la agonía de Jesús - pero en el predomina el gozo: desde el nacimiento de Juan, con el cual - "muchos se alegrarán" a la evocación de los discípulos, que tras la Ascensión "volvieron a Jerusalén con gran alegría", pasando por el relato de la pecadora perdonada y del Hijo Pródigo, todo en él es un triunfo de la vida y del amor.   Los Hechos están bañados por la misma luz: "...los creyentes celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón..." (Hc. 2, 46). "...En el grupo de creyentes todos pensaban y sentían lo mismo...." (Hc. 4, 32).



Lucas que se unió fielmente al alma de San Pablo y permaneció junto a él aun en sus cadenas, el cantor de la mansedumbre de Cristo - como le llama el Dante -, captó desde el principio el universalismo del mensaje de amor que Jesús había confiado a los suyos. 



El Salvador que nos presenta este hombre llegado del paganismo es claramente "luz para alumbrar a las naciones". (Lc. 2,32)   El único de los evangelistas que no era judío, sino gentil, quizá natural de Antioquía y que parece que fue médico de profesión. Discípulo de san Pablo (quien le alude en la carta a los colosenses como «...Lucas, el médico amado....»), le acompañó en sus viajes y tal vez se encontraba con él en Roma cuando sufrió martirio; poco más se sabe, aparte de que escribió el tercer evangelio y los Hechos de los apóstoles. 




Según remotas tradiciones, después de la muerte de Pablo predicó la buena nueva en Egipto y en Grecia, y debió de morir en este último país, quién sabe si crucificado en Patras, como algunos suponen. Su símbolo es el buey, porque su evangelio empieza con el sacrificio de Zacarías en el Templo, y desde tiempo inmemorial es patrón de médicos y cirujanos. 




Como evangelista tiene un rasgo muy peculiar sin duda debido a su condición de gentil que escribía para cristianos de cultura griega, hace muy pocas referencias a la ley mosaica y es el que más insiste en el alcance universal de la salvación, mostrándose también en eso fiel discípulo de san Pablo.





   El Evangelio según San Lucas 






El autor del tercer Evangelio, San Lucas, el médico, era un sirio nacido en Antioquía, de una familia pagana. Tuvo la suerte de convertirse à la fe de Jesucristo y encontrarse con San Pablo, cuyo fiel compañero y discípulo fue por muchos años, compartiendo con él hasta la prisión en Roma. 



Según su propio testimonio ( 1, 3), Lucas se informó «...de todo exactamente desde su primer origen ...«. No cabe duda de que una de sus principales fuentes de información fue el mismo Pablo y es muy probable que recibiera informes también de la Santísima Madre de Jesús, especialmente sobre la infancia del Señor, que Lucas es el único en referirnos detalladamente. 



El es, pues, precisamente por sus noticias sobre el Niño y su Madre, el Evangelista por excelencia de la Virgen.   Pero Lucas posee además una característica muy llamativa que ha dado origen a una curiosa leyenda: es el que más habla de la Virgen, quizá porque la trató personalmente (por ejemplo, es el único que cuenta la Anunciación), y de ahí que atribuyéndosela habilidades de pintor se supusiese que pintó un retrato de Nuestra Señora. 



Aunque los supuestos retratos sean muy tardíos (el más famoso, que se conserva en la Capilla Paulina de Santa María la Mayor de Roma, es un icono del siglo XII), los pintores le tienen también por patrón celestial y se encomiendan a él como al artista que tuvo el máximo modelo de hermosura humana. 



Lucas es llamado también el Evangelista de la misericordia, por ser el único que nos trae las parábolas del hijo pródigo, de la dracma perdida, del buen samaritano, etc.   Éste tercer Evangelio fue escrito en Roma à fines de la primera cautividad de San Pablo, o sea entre los años 62 y 63. Sus destinatarios son los cristianos de las Iglesias fundadas por el Apóstol de los gentiles, así como Mateo se dedicó más especialmente à mostrar à los judíos el cumplimiento de las profecías, realizadas por Cristo. 




Por eso, El Evangelio de San Lucas contiene un relato de la vida de Jesús que podemos considerar el más completo de todos y hecho à propósito para nosotros los cristianos de la gentilidad. 



Se afirma que Lucas evangelizó Acaya y Bitinia, donde habría sellado con su sangre la verdad del Evangelio.









Oremos






Señor Dios, que elegiste a San Lucas para que, con su predicación y sus escritos, revelara al mundo tu amor hacia los pobres, concede a quienes nos gloriamos de ser cristianos vivir unidos con un solo corazón y una sola alma y haz que todos los pueblos lleguen a contemplar a tu Salvador. Que vive y reina contigo.