domingo, 22 de diciembre de 2019

«Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado» (Evangelio Dominical)



                           



Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a considerar y admirar la figura de san José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc 1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).

Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.

No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.

Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.

Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).







Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendeme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».

Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.



                                 




Lectura del santo evangelio según san Mateo (1,18-24):



                           






 Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendeme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».

Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.






COMENTARIO.


                 




Las Lecturas de este último Domingo antes de la Navidad nos invitan a ir considerando la ya inminente venida del Salvador, en su nacimiento en Belén.

La Primera Lectura (Is. 7, 10-14) nos habla del anuncio del Profeta Isaías en un momento particularmente difícil del pueblo de Israel.  El Rey Acaz no quiere obedecer al Profeta para enfrentar la situación en que se haya el pueblo: “Pide a Yavé tu Dios una señal”,  le indica el Profeta.  Pero el Rey, dando una excusa aparentemente piadosa, prefiere continuar con la decisión que ya había tomado: solicitar la ayuda de los Asirios para enfrentar al Reino del Norte.

Ante la desobediencia del Rey, el Profeta Isaías reprocha y responde: Estos descendientes de David no les basta con cansar a los hombres, sino que ahora también quieren cansar a Dios.  Otro será el descendiente de David que traerá la salvación al pueblo: el Mesías.  Pero ese descendiente nacerá en la pobreza (cf. Is. 7, 15).  Y la política absurda del Rey Acaz y sus sucesores va a traer la ruina total del país (cf.  Is. 16-17).

Como el Rey Acaz no quiso pedir una señal para saber los deseos de Yavé en esta coyuntura política, el Profeta anuncia que Dios sí dará una señal: la venida del Mesías prometido desde el Génesis.

“El Señor mismo les dará una señal: He aquí que la Virgen concebirá  y dará luz a un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.



                        




Esa señal sucederá 700 años después del Rey Acaz y del Profeta Isaías.  Nos viene en el Evangelio de hoy (Mt. 1, 18-24), en el queSan Mateo confirma esta importantísima profecía de Isaías acerca de la concepción y el nacimiento del Mesías, al narrar cómo sucedió la venida de Jesucristo al mundo, y concluyendo que todo esto sucedió así precisamente “para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del Profeta Isaías”.

En general las Lecturas de hoy nos hacen ver la procedencia humana y la procedencia divina del Salvador.  Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.  Así nos lo indica San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 1, 1-7):  “Jesucristo nació, en cuanto a su condición de hombre, del linaje de David, y en cuanto a su condición de espíritu santificador, se manifestó con todo su poder como Hijo de Dios, a partir de su resurrección de entre los muertos”.

Esta cita de San Pablo nos recuerda cómo se realiza el misterio de la salvación.  Con la Encarnación del Hijo de Dios en la Virgen  anunciada por Isaías, con su nacimiento en Belén, con su Vida, Pasión, y Muerte, culminando en su Resurrección gloriosa, se realiza el misterio de la salvación del género humano.  Y punto focal de ese ciclo de nuestra redención es precisamente la Natividad del Hijo de Dios que se había encarnado en el seno de María Virgen.

Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores.  El viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida.  Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén.



                              



¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación!  En Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto, sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades.

Pensemos lo insondable que es la naturaleza divina: Consiste ¡nada menos! en la plenitud infinita de todas las perfecciones.  ¡Eso es Dios!  Y ese Dios, esa Perfección Infinita se rebaja, se anonada para hacerse humano.  Pero en ese abajamiento no pierde su Perfección plena e Infinita.  ¡Qué grande maravilla!

Ese insólito milagro sucede cuando el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios (la Tercera Persona de la Santísima Trinidad) “cubre a la Virgen María con su sombra” y ella, por el “Poder del Altísimo”, concibe en su seno al Hijo de Dios, al Emanuel, al Dios-con-nosotros.  Así, el Verbo de Dios se encarna en las entrañas de la Santísima Virgen María. (Lucas 1, 35-37)

El relato del Evangelio de San Mateo nos muestra de manera muy sobria, sin mayores detalles el sufrimiento de San José.  Podemos intuir cómo pudo haber sido este difícil trance: sus dudas ante los evidentes signos de la maternidad de su prometida, María; su angustia al no saber cómo actuar.

La Virgen se mantiene en silencio: lo que Dios le ha dicho privadamente, Ella lo conserva en su corazón y no dice nada de ello a José.  El Señor suele actuar así, en forma misteriosa y secreta.  Y el Señor mantiene el secreto, hasta que José, hombre bueno y santo, “no queriendo poner a María en evidencia”, nos dice el texto evangélico, decide abandonarla también en secreto.  Pero Dios, que tiene su momento para revelarse, le habla en sueños a José a través del Ángel: “María ha concebido por obra del Espíritu Santo”.


Y José cree lo imposible, igual que María en la Anunciación creyó lo imposible.  Ambos creyeron que para Dios no hay nada imposible.   Así, el Salvador del mundo se había hecho Hombre, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen anunciada por el Profeta Isaías.  ¡Misterio inmenso, increíble, insólito!


                         



Y José acepta, en humildad y en obediencia, ser esposo terrenal de la Virgen Madre y ser padre virginal del Hijo de Dios.  Ya María había aceptado que se hiciera en Ella según lo que Dios deseara, declarándose “esclava del Señor”: “Yo soy la esclava del Señor.  Hágase en mí según tu palabra”.

Estamos ante San José, esposo virginal de la Virgen-Madre, la persona que Dios escogió como padre terrenal de su Hijo.

Y vemos en él virtudes que podemos imitar para que el misterio de la salvación, que ese Niño vino a traernos, pueda realizarse en cada uno de nosotros:

- Fe por encima de las apariencias humanas.

- Humildad para aceptar sin cuestionar los  designios de Dios.

- Obediencia ciega a los planes de Dios. 

- Entrega absoluta a la Voluntad Divina.

 Todas éstas son virtudes que observamos en San José y en la Virgen.  Todas éstas son virtudes que nos preparan para la próxima venida del Señor.  Todas son virtudes que podemos tener si nos abrimos a las gracias que Dios nos da en todo momento, pero especialmente en este tiempo de preparación para la Navidad.

Al dar su “Sí” María, sucede entonces el gran milagro: la humanidad de Jesús y la divinidad de Dios se unen.  Por medio de esta unión, el Verbo, Quien antes era sólo Dios, ahora se hace también Hombre.

Nos lo explica San Juan al comienzo de su Evangelio: “En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.      (Jn 1, 1 y 14)



                         





Jesús, como Dios, al que llamamos el Verbo, siempre ha sido Dios.   Pero en un momento hace 2000 años ese Dios Verbo, se hizo también Hombre, tomando el nombre de Jesús.  Y vino a nosotros para mostrarnos cómo es El y para señalarnos el camino por el cual es posible llegar a El.  Para eso Dios se hizo Hombre en Jesucristo.

Celebremos la Navidad, pues, pero que el ambiente festivo no nos aparte del verdadero sentido de la venida de Jesús: seguirlo e imitarlo a El, para prepararnos para su Segunda Venida.

















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org

domingo, 15 de diciembre de 2019

«No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista» (Evangelio Dominical)




Hoy, como el domingo anterior, la Iglesia nos presenta la figura de Juan el Bautista. Él tenía muchos discípulos y una doctrina clara y diferenciada: para los publicanos, para los soldados, para los fariseos y saduceos... Su empeño es preparar la vida pública del Mesías. Primero envió a Juan y Andrés, hoy envía a otros a que le conozcan. Van con una pregunta: «Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Bien sabía Juan quién era Jesús. Él mismo lo testimonia: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo’» (Jn 1,33). Jesús contesta con hechos: los ciegos ven y los cojos andan...

Juan era de carácter firme en su modo de vivir y en mantenerse en la Verdad, lo cual le costó su encarcelamiento y martirio. Aún en la cárcel habla eficazmente con Herodes. Juan nos enseña a compaginar la firmeza de carácter con la humildad: «No soy digno de desatarle las sandalias» (Jn 1,27); «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30); se alegra de que Jesucristo bautice más que él, pues se considera sólo “amigo del esposo” (cf. Jn 3,26).

                   




En una palabra: Juan nos enseña a tomar en serio nuestra misión en la tierra: ser cristianos coherentes, que se saben y actúan como hijos de Dios. Debemos preguntarnos: —¿Cómo se prepararían María y José para el nacimiento de Jesucristo? ¿Cómo preparó Juan las enseñanzas de Jesús? ¿Cómo nos preparamos nosotros para conmemorarlo y para la segunda venida del Señor al final de los tiempos? Pues, como decía san Cirilo de Jerusalén: «Nosotros anunciamos la venida de Cristo, no sólo la primera, sino también la segunda, mucho más gloriosa que aquélla. Pues aquélla estuvo impregnada por el sufrimiento, pero la segunda traerá la diadema de la divina gloria».



Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,2-11):






En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»

Palabra del Señor



COMENTARIO






Las Lecturas de este Tercer Domingo de Adviento están muy conectadas entre sí.

En la Primer Lectura (Is. 1. 6-10) el Profeta Isaías nos anuncia los milagros que haría Aquél que vendría a salvar al mundo.  Y en el Evangelio (Mt. 11, 2-11)  vemos a Jesús usando esas mismas palabras de Isaías para identificarse ante San Juan Bautista.

Con el Salmo 145 hemos alabado al Señor y le hemos agradecido los milagros que fueron anunciados, que realizó Jesús cuando vivió en la tierra y que sigue realizando hoy en día para el bienestar físico y espiritual de cada uno de nosotros.

En el Evangelio Jesucristo define a su primo San Juan Bautista como un Profeta, agregando que es “más que un profeta” (Mt. 11, 2-11).  Y continúa describiéndolo como aquél que es su mensajero, su Precursor, aquél que va delante de El preparando el camino.

Esto fue cuando ya eran adultos -treinta años de edad tenían ambos-.  Juan había ya anunciado al Mesías que debía venir y había predicado la conversión y el arrepentimiento, bautizando en el Jordán.  Ya había Juan caído preso por su denuncia del adulterio de Herodes.  Paralelamente,  Jesús ya había comenzado su vida pública y, aparte de su predicación, había también realizado unos cuantos milagros, por lo que su fama se iba extendiendo en toda la región.






Es así como, estando Juan en la cárcel, oye hablar de las cosas que estaba haciendo Jesús.  Queriendo, entonces confirmar si era el Mesías esperado, San Juan Bautista mandó a preguntarle si era El o si debían esperar a otro.

Jesús no respondió directamente, sino que ordenó que le informara a Juan acerca de los milagros que estaba realizando: los ciegos ven, los sordos oyen, los mudos hablan, los cojos andan...  San Juan Bautista ya no necesitaba más información:  enseguida pudo identificar a Jesús con la profecía del Profeta Isaías sobre la actividad milagrosa del Mesías, que precisamente nos trae la Primera Lectura (cf. Is. 35, 4-6).

Sin embargo, por más que los milagros eran algo muy impresionante y por más que ya estaban anunciados que serían hechos por el Mesías esperado, la austeridad con la cual Jesús se estaba manifestando al pueblo de Israel, contrastaba con lo que la mayoría estaba esperando del Mesías.  Y esto podría defraudar a unos cuantos, pues la mayoría esperaban un Mesías poderoso e imponente.

De allí que el Señor rematara el mensaje para su primo el Precursor, con esta frase: “Dichoso aquél que no se sienta defraudado por mí”.


  



En efecto, a muchos de su tiempo les pareció que Jesús no hacía suficiente honor a su título de Salvador, pues como bien dijo San Pablo posteriormente: “no hizo alarde de su categoría de Dios” (Flp. 2, 6).  Vemos entonces como, a pesar de ser ¡nada menos que Dios! Jesús nos da  ejemplo de una labor humilde y sencilla.  Y, a la vez, nos exige esa misma humildad y sencillez a nosotros.

Para ser humildes y sencillos como el Señor, debemos ver en los milagros anunciados por el Profeta Isaías y realizados por Jesús, los milagros que nuestro Redentor, puede hacer en cada uno de nosotros, especialmente en este tiempo de Adviento:  ciegos que ven, sordos que oyen, mudos que hablan, cojos que andan, etc.

Y Jesús ya no hace milagros?  Es cierto que veces se sabe de curaciones milagrosas, exorcismos, etc. que suceden aquí o allá.  Pero son muchos los milagros que Jesús puede hacer –y de hecho hace- si nos disponemos.   Tiempo propicio para ello es éste de preparación llamado Adviento.

Porque el Mesías, el Salvador del Mundo, Jesucristo, volverá, y debemos estar preparados.  Y la mejor preparación es dejarnos sanar por Jesús que ya vino hace dos mil años y que continúa estando presente en cada uno de nosotros haciendo milagros con su Gracia.  Hay que aprovechar todas las gracias derramadas en este Adviento, para prepararnos a la llegada del Mesías.


                    



Jesús curó ciegos… dispongámonos a que cure nuestra ceguera, para que podamos ver las circunstancias de nuestra vida como El las ve.  Jesús curó sordos… El puede curar la sordera de nuestro ruido, que no nos deja oír bien su Voz y así podamos seguirle sólo a El.

Jesús curó mudos… ¿y en qué somos mudos nosotros?  En que no hablamos de El y de su mensaje.  ¡Los católicos estamos enmudecidos!  Pero El puede curar esa mudez que tenemos y que nos impide evangelizar.  ¡Porque la Nueva Evangelización es trabajo de todos y cada uno de nosotros!

Con esas curaciones quedarán también sanadas nuestra cojera y nuestra parálisis, para que podamos de veras andar por el camino que nos lleva al Cielo y recibir al Señor cuando vuelva de nuevo a establecer su reinado definitivo.






 En la Segunda Lectura (St. 5, 7-10) el Apóstol Santiago nos recomienda la paciencia para esperar el momento del Señor.   Nos invita a la perseverancia en la espera de la venida del Señor.  Nos pide tener la paciencia del agricultor que espera la cosecha y, sobre todo, nos pide imitar a los Profetas -San Juan Bautista, Isaías, y otros- en su paciencia ante el sufrimiento.

Así, en paciencia y perseverancia, convirtiéndonos de nuestra ceguera, nuestra sordera, nuestra mudez, nuestra cojera, etc., nos habremos preparado bien para recibir al Mesías.  Así habremos aprovechado este Adviento.  Que así sea.

















Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org


domingo, 1 de diciembre de 2019

«Velad (...) porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Evangelio Dominical)




Hoy, «como en los días de Noé», la gente come, bebe, toma marido o mujer con el agravante de que el hombre toma hombre, y la mujer, mujer (cf. Mt 24,37-38). Pero hay también, como entonces el patriarca Noé, santos en la misma oficina y en el mismo escritorio que los otros. Uno de ellos será tomado y el otro dejado porque vendrá el Justo Juez.

Se impone vigilar porque «sólo quien está despierto no será tomado por sorpresa» (Benedicto XVI). Debemos estar preparados con el amor encendido en el corazón, como la antorcha de las vírgenes prudentes. Se trata precisamente de eso: llegará el momento en que se oirá: «¡Ya está aquí el esposo!» (Mt 25,6), ¡Jesucristo!

Su llegada es siempre motivo de gozo para quien lleva la antorcha prendida en el corazón. Su venida es algo así como la del padre de familia que vive en un país lejano y escribe a los suyos: —Cuando menos lo esperen, les caigo. Desde aquel día todo es alegría en el hogar: ¡Papá viene! Nuestro modelo, los Santos, vivieron así, “en la espera del Señor”.

              



El Adviento es para aprender a esperar con paz y con amor, al Señor que viene. Nada de la desesperación o impaciencia que caracteriza al hombre de este tiempo. San Agustín da una buena receta para esperar: «Como sea tu vida, así será tu muerte». Si esperamos con amor, Dios colmará nuestro corazón y nuestra esperanza.

Vigilen porque no saben qué día vendrá el Señor (cf. Mt 24,42). Casa limpia, corazón puro, pensamientos y afectos al estilo de Jesús. Benedicto XVI explica: «Vigilar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que Él amó, conformar la propia vida a la suya». Entonces vendrá el Hijo del hombre… y el Padre nos acogerá entre sus brazos por parecernos a su Hijo.




Lectura del santo Evangelio según San Mateo 24,37-44.

                



EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé.
En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».

Palabra del Señor





COMENTARIO


                                                 



 Con este Domingo Primero de Adviento comenzamos un nuevo Ciclo Litúrgico.  El Adviento nos recuerda que estamos a la espera del Salvador. Y las Lecturas de hoy nos invitan a ver la venida del Señor de varias maneras:

Una es la venida del Señor a nuestro corazón.  Otra es la celebración de la  primera venida del Señor, cuando nació hace unos dos mil años.  Y otra es la que se refiere a la Parusía; es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos.

Respecto de la venida del Señor a nuestro corazón, la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is.2, 1-5) nos recuerda que debemos prepararnos “para que El nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas”. 

            



Lo usual es que recordemos cuando Jesús nació hace unos dos mil años:  la primera venida del Señor.  Es lo que, por supuesto, celebramos en Navidad.  Y para esa venida también hay que preparase. ¿Cómo?  Preparando el corazón para que Jesús pueda acunarse en nuestro interior.

Respecto de la Segunda Venida de Cristo en gloria, la Carta de San Pablo a los Romanos (Rom. 13, 11-14) ;nos hace ver una realidad: a medida que avanza la historia, cada vez nos encontramos más cerca de la Parusía: “ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer”. Por eso nos invita San Pablo a “despertar del sueño”.

Y ¿en qué consiste ese sueño? Consiste en que vivimos fuera de la realidad, tal como nos lo indica el mismo Jesucristo en el Evangelio de hoy (Mt. 24, 37-44).  Consiste en que vivimos a espaldas de esa marcha inexorable de la humanidad hacia la Venida de Cristo en gloria.   Consiste en que vivimos como en los tiempos de Noé, cuando -como nos dice el Señor- “la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca, y cuando menos lo esperaban sobrevino el diluvio y se llevó a todos”.

               



Y atención a esta alerta del Señor: “Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre”.

Así vivimos nosotros en el siglo XXI:  sin darnos cuenta de que -como dice este Evangelio- “a la hora que menos pensemos, vendrá el Hijo del hombre” (Mt. 24, 44).

Y, “a la hora que menos pensemos” -como ha sucedido a tantos- podríamos morir, y recibir en ese mismo momento nuestro respectivo “juicio particular”, por el que sabemos si nuestra alma va al Cielo, al Purgatorio o al Infierno.

O podría ocurrirnos que -efectivamente- tenga lugar la Segunda Venida de Cristo al final de los tiempos.  Para cualquiera de las dos circunstancias hay que estar preparados, bien preparados.

Estar preparados nos lo pide el Señor siempre y muy especialmente en este Evangelio: “Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor”. 

¿En qué consiste esa preparación?Las Lecturas de este Primer Domingo del Año Litúrgico nos lo indican:

“Caminemos en la luz del Señor”, nos dice el Profeta Isaías. 

“Desechemos las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz ... Nada de borracheras, lujurias, desenfrenos; nada de pleitos y envidias.  Revístanse más bien de nuestro Señor Jesucristo”, nos dice San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm. 13, 11-14)

¿Por qué estas indicaciones de conversión en este momento?  Porque el Adviento es un tiempo de preparación de nuestro corazón para recibir al Señor.   Estas indicaciones nos sugieren dejar el pecado y revestirnos de virtudes.  Sabemos que tenemos todas las gracias de parte de Dios para esta preparación de nuestro corazón a la venida de Cristo, “para que El nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas”.

Nuestra colaboración es sencilla:  simplemente responder a la gracia para ser revestidos con las armas de la luz,  como son:  la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, la templanza, el gozo, la paz, la paciencia, la comprensión de los demás, la bondad y la fidelidad; la mansedumbre, la sencillez, la pobreza espiritual, la niñez espiritual, etc.




Recordemos que el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en Belén hace más de dos mil años.  El está continuamente presente en cada ser humano con su Gracia para “revestirnos de El”.  El también está continuamente presente en la historia de la humanidad para guiarla hacia la Parusía, en que volverá de nuevo en gloria “para juzgar a vivos y muertos”, como rezaremos en el Credo.

El Adviento es tiempo de preparación para ese momento.  Que nuestra vida sea un continuo Adviento en espera del Señor.  Así podremos ir “con alegría al encuentro del Señor”,  como nos dice el Salmo 121.














Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org