domingo, 29 de septiembre de 2019

«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Evangelio Dominical)





Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.

La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.


                     




La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.

Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.




Lectura del santo evangelio según san Lucas (16,19-31):



                                 






En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo:
«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo:
«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».

Palabra del Señor




COMENTARIO



                                          




En este Domingo el Señor nos vuelve a hablar -ampliando un poco más el tema del Domingo anterior- de los bienes espirituales y de los bienes materiales, de lo celestial y de lo terreno, de lo temporal y de lo eterno.

Contienen las Lecturas de hoy una grave advertencia para los que vivimos apegados a los bienes materiales, olvidándonos de compartirlos con los que carecen de esos bienes.  Traen -por lo tanto- un llamado al ejercicio de la caridad, en su aspecto de compartir con los demás.

El Evangelio (Lc. 16, 19-31) nos trae la Parábola narrada por el Señor de un hombre muy, muy rico, que vivía en medio de muchos lujos y bienes superfluos, y que no era capaz de ver la necesidad de un pobre que siempre estaba en la puerta de su casa.

Y sucede que ambos personajes mueren.  Nos dice el Evangelio que el pobre fue llevado por los Ángeles al “seno de Abraham”.  Así se nombraba el lugar donde iban los muertos antes de que Cristo muriera, resucitara y abriera las puertas del Cielo.  Es decir que el destino del mendigo Lázaro fue de felicidad eterna.

¿Qué sucedió con el rico?  Nos dice el Evangelio que fue al “lugar de castigo y de tormentos”.  Es decir, el destino del rico egoísta fue de condenación eterna.


                                           




Pero debemos ver bien ...  No nos dice el texto que el rico fue al Infierno por ser rico.  No ...  El rico fue al Infierno por ser egoísta, por no saber compartir, por no tener compasión de los necesitados, por no usar bien su dinero, por usar su dinero solamente para sus lujos.  Esto quiere decir que la riqueza en sí no es un pecado.  El pecado consiste en no usar rectamente los bienes que Dios nos da.  El pecado consiste en no saber compartir los bienes que Dios nos da.

La Primera Lectura del Profeta Amós (Am. 6, 1.4-7) describe a los que viven en medio de lujos y excesos, a espaldas de las necesidades de los demás.   Reprende seriamente a “los que no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”.  El Profeta advierte claramente sobre el destino de los que así se comportan.  Dice así: “Por eso irán al destierro”.

Y ¿qué es el “destierro”?  Aunque esta profecía del destierro se cumplió para el pueblo de Israel treinta años después, a causa de su decadencia moral, el “destierro” tiene un sentido espiritual más amplio para nosotros hoy en día:  es el mismo lugar de tormentos al que fue el rico del Evangelio, el Infierno.

El Infierno viene nombrado muchas veces en la Sagrada Escritura.  Es uno de los Dogmas de nuestra Fe Católica que más veces se nombra en la Biblia con diferentes nombres, como hemos visto en estas Lecturas de hoy.  Por cierto, es bueno insistir que el Infierno -al igual que el Cielo y el Purgatorio- son Dogmas de Fe; es decir: son de obligatoria creencia por parte de todos los Católicos.


                                           




Fíjense que en este texto evangélico vemos al mismo Jesucristo hablarnos del Infierno, y hablarnos también de la posibilidad que tenemos de condenarnos para siempre, si no obramos de acuerdo a la Voluntad de Dios.  En el caso del rico de la parábola, se olvidó de la Voluntad de Dios y se regía sólo por sus apetencias.  Por eso falló en caridad, generosidad, compasión, y estuvo pendiente sólo de sus gustos y lujos, olvidándose de Dios y de los demás.

Decíamos que el Señor nos hablaba con su Palabra hoy sobre los bienes espirituales y los bienes materiales.  Respecto de los bienes materiales ya lo hemos expresado:  hay que saber c o m p a r t i r.  Hay que saber estar atentos a las necesidades de los demás.  Hay que saber ayudar a quien necesita ser ayudado.

Las Lecturas de hoy nos recuerdan que la búsqueda de bienes materiales podría más bien alejarnos del camino del Cielo.  La búsqueda de bienes materiales podría alejarnos de lo que San Pablo nos recuerda en la Segunda Lectura (1 Tim. 6, 11-16): “la conquista de la vida eterna a la que hemos sido llamados”.  La búsqueda de bienes materiales nos puede cegar, haciéndonos creer que el dinero y las cosas que con el dinero conseguimos, es lo único verdaderamente importante y necesario.  Y no es así.

Debemos recordar que los bienes verdaderamente importantes son los bienes espirituales.  Estos son los bienes que no se acaban.  Son los que realmente debemos buscar.  Son los que nos aseguran la conquista de la vida eterna, de que nos habla San Pablo hoy.

Y ¿cuáles son esos “bienes espirituales?  Son todas aquellas cosas relacionadas con la vida espiritual.  No basta solamente evitar el pecado.  No basta solamente venir a Misa los Domingos, que es un precepto indispensable de cumplir.


                                      




En la Misa, además, nos nutrimos de la Palabra de Dios, de la enseñanza en la Homilía, nos nutrimos también de Dios mismo al recibirlo en la Comunión.  Pero eso no basta.  Es necesario ir creciendo en las virtudes, tratar de ser cada vez mejores, especialmente a través de la oración frecuente.  Aprovechando todas estas gracias, vamos procurándonos “bienes espirituales”.

Volvamos -entonces- al relato del Evangelio, que tiene dos partes bien diferenciadas.  Vemos que en la primera parte el Señor nos describe cómo debe ser el uso de los bienes materiales y las consecuencias que puede tener el usarlos mal.

La segunda parte nos describe lo que es la eternidad, lo que es la otra vida.  La primera cosa que debemos observar en el relato hecho por el mismo Jesucristo es que, después de la muerte, hay salvación o hay condenación.

No nos habla Jesucristo de nada que se parezca a la re-encarnación, ese mito nefasto que se nos ha estado metiendo aún entre los Católicos.  Sepamos que es verdad de fe que se vive en esta tierra una sola vez y que después de esta vida terrenal hay o condenación, o salvación, y que podemos salvarnos yendo directamente al Cielo o pasando primero una etapa de purificación en el Purgatorio, para luego ir al Cielo.

Sigue relatando el Señor en esta parábola que el rico pide desde su lugar de tormentos al menos una gota de agua para refrescarse de las llamas que lo torturan.  Y Abraham le responde que eso no es posible, que ya no hay remedio.  Es una descripción de lo que es el Infierno:  es un lugar de tormentos y de fuego. Y además, sin remedio: quien llega allí ya no puede regresar.

Dice el texto: “entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá, ni hacia acá”.  No estamos tratando de asustar.  Simplemente estamos extrayendo del Evangelio lo que el mismo Cristo contó a sus seguidores y que nos cuenta a nosotros, que somos sus seguidores de hoy.

Insiste el rico que al menos, entonces, envíe al pobre Lázaro a avisarle a sus familiares, para que ellos no acaben en ese lugar de tormentos.  Se le responde que ya Moisés y los Profetas han hablado sobre esto.


                                        




Sigue insistiendo el rico: “Pero si un muerto va a decírselos, entonces sí se arrepentirán”.  Y viene, entonces, la sentencia final del Señor: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas” -es decir, si no escuchan la Palabra de Dios- “ni, aunque un muerto resucite harán caso”.

Y ¿a qué muerto se refiere el Señor? ...  Se está refiriendo a El mismo.  Él nos dejó su Evangelio que completa la Ley que Dios dio a Moisés y las enseñanzas de los Profetas. Él murió y resucitó.  Y todavía hay gente que no cree en ese muerto, en ese muerto resucitado, que es nada menos que Dios hecho Hombre.

Y -peor aún- todavía hay Cristianos que no practican sus enseñanzas. Todavía hay Católicos que se dan el lujo de llamarse así y de negar algunas verdades de la fe cristiana, como sucede cuando se niega la existencia del Infierno, o cuando se está creyendo en esa mentira de la re-encarnación, que niega la Verdad sobre la Vida Eterna.

Recordemos las lecciones de las Lecturas de hoy:  el recto uso de los bienes materiales, los bienes verdaderamente importantes son los espirituales, y la Verdad sobre la Vida Eterna, que es ésta:  después de la muerte no volvemos a esta vida terrena, sino que hay para nosotros salvación eterna o condenación eterna.


                                      




Con el Salmo 145 alabamos “al Señor que viene a salvarnos”.  Reconocemos la Divina Providencia, que “hace justicia al oprimido, da pan a los hambrientos y libera al cautivo ... premia al justo ... y trastorna los planes del inicuo ... Dios reina por los siglos”.   Amén.
















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 8 de septiembre de 2019

«El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Evangelio Dominical)


                            



Hoy, Jesús nos indica el lugar que debe ocupar el prójimo en nuestra jerarquía del amor y nos habla del seguimiento a su persona que debe caracterizar la vida cristiana, un itinerario que pasa por diversas etapas en el que acompañamos a Jesucristo con nuestra cruz: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27).

¿Entra Jesús en conflicto con la Ley de Dios, que nos ordena honrar a nuestros padres y amar al prójimo, cuando dice: «Si alguno viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26)? Naturalmente que no. Jesucristo dijo que Él no vino a derogar la Ley sino a llevarla a su plenitud; por eso Él da la interpretación justa. Al exigir un amor incondicional, propio de Dios, declara que Él es Dios, que debemos amarle sobre todas las cosas y que todo debemos ordenarlo en su amor. En el amor a Dios, que nos lleva a entregarnos confiadamente a Jesucristo, amaremos al prójimo con un amor sincero y justo. Dice san Agustín: «He aquí que te arrastra el afán por la verdad de Dios y de percibir su voluntad en las santas Escrituras».


                              



La vida cristiana es un viaje continuo con Jesús. Hoy día, muchos se apuntan, teóricamente, a ser cristianos, pero de hecho no viajan con Jesús: se quedan en el punto de partida y no empiezan el camino, o abandonan pronto, o hacen otro viaje con otros compañeros. El equipaje para andar en esta vida con Jesús es la cruz, cada cual con la suya; pero, junto con la cuota de dolor que nos toca a los seguidores de Cristo, se incluye también el consuelo con el que Dios conforta a sus testigos en cualquier clase de prueba. Dios es nuestra esperanza y en Él está la fuente de vida.




Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):


                                


En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

Palabra del Señor







COMENTARIO.



                                              



Dios es exigente.  “Dios es un Dios exigente”, dijo Juan Pablo II a la juventud venezolana en 1985.  De allí que si queremos seguir a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por El y a preferirlo a El primero que a todo y primero que a todos.  Así de claro.  Lo dijo el Papa Juan Pablo II, pero también lo atestigua la Sagrada Escritura.

“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 25-33).

No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si preferimos otras cosas o personas más que a El.  Y esto significa ponerlo a El por encima de cualquier otro afecto, por más genuino que sea, por más natural que sea.  Así sea el de los padres, el de los hijos o el del cónyuge.  No se trata de no amar a los nuestros, sino de saber que primero viene El y después todo lo demás, inclusive uno mismo.  Bien lo sabe el Señor y bien lo sabemos nosotros -si nos revisamos bien- que el más consentido de todos nuestros amores es uno mismo.

Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va primero.  Y en comparación de Dios, “todo” es “nada”.  El “todo” también incluye todos los bienes.  Y los “bienes” no son sólo los materiales:  son todos.   La inteligencia y el entendimiento (modos de pensar y de razonar); la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.)  Inclusive la libertad que El mismo nos dio, si no la usamos para poner a Dios en primer lugar, no la estamos usando bien.

Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a Dios: rendirnos ante El, darle un “cheque en blanco”.  Y ese “sí” inicial tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida.  Como el “sí” de María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz.


                                              



 Es lo que llamamos tener perseverancia.  Y Dios nos hace saber que el camino no es fácil.  El no nos engaña.  No nos promete la felicidad perfecta en esta vida.  No nos dice que será un camino de pétalos de rosas.  Por el contrario, nos advierte que será un camino de cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27).

De allí las fluctuaciones que podrían llevarnos a la inconstancia:   que lo que antes nos entusiasmaba, luego nos resulte indiferente, fastidioso y hasta insoportable.

Por eso nos advierte de antemano, para que al dar el primer “sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás:  “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62).

Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más fácil -según la medida del mundo, que -por cierto- no es la medida de Dios.

Para demostrar esto nos ha puesto el ejemplo de un constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede terminarla.  Y advierte el Señor que, si cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos se burlarán de ese constructor que no tiene constancia.


                                         



 Nos habla también de un rey que va a combatir a otro y al no haber calculado bien el número de soldados con que cuenta, tiene que rendirse antes de haber siquiera comenzado el combate.

De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria en la vida espiritual, porque habrá obstáculos, vendrán dificultades, surgirán persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes puede ser excusa para no continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las molestias que puedan presentarse.

Para que perseveremos hasta el final siempre estarán las gracias (las ayudas gratuitas de Dios).  “No les han tocado pruebas superiores a las fuerzas humanas.  Dios no les puede fallar y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas.  El les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10, 13).

El Espíritu Santo nos infunde la virtud de la constancia y de la perseverancia, para mantener nuestro “sí” inicial.  Las pruebas y las tentaciones no van a faltar, pero sirven justamente para crecer en santidad, utilizando las gracias que tenemos para ejercitarnos en esas virtudes.   De allí que San Pablo nos entusiasme con esta afirmación: “Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la paciencia el mérito, y el mérito es motivo de esperanza” (Rom. 5, 3-4).

De eso se trata.  De crecer en constancia, perseverancia, paciencia y esperanza.  Esperanza de alcanzar la gloria, de llegar a la meta, levantándonos nuevamente si es que llegamos a desfallecer.  Se trata de ser perseverantes hasta el final, no importa las circunstancias por las que tengamos que pasar.  Es lo que se denomina “perseverancia final”, que nos lleva a mantenernos firmes hasta el momento de nuestra muerte, que es nuestro paso a la Vida Eterna.

Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo.

Esa es su exigencia cuando nos dice al concluir el Evangelio de hoy: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.  Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”.  Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.


                                              



Entre los bienes que debemos renunciar están también los bienes materiales.  Pero esa “renuncia” es más bien de desapego, de no tener esos bienes como ídolos que sustituyan a Dios.  O, en el espíritu del Evangelio de hoy, de no tenerlos colocados por encima de Dios.

Aunque hay vocaciones especiales, como los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, cuyos votos requieren que no tengan bienes materiales propios y que su vida sea un ejemplo de austeridad y pobreza, no significa esa renuncia que nadie pueda tener bienes materiales propios.   La renuncia que nos pide el Señor a todos consiste en que coloquemos esos bienes materiales en su sitio:  no pueden ser sustitutos de Dios, ni tampoco pueden estar colocados por encima de Dios.

La Primera Lectura (Sb. 9, 13-19) nos ayuda a tener esta actitud de desprendimiento de los bienes materiales, de los seres queridos y de nosotros mismos, pues nos ubica a los seres humanos en nuestra realidad, en nuestro valor si nos comparamos con la grandeza de Dios y su poder: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?  ¿Quién es el que puede saber lo que Dios tiene dispuesto?”

Se nos recuerda que somos hechos de barro y que ese barro “entorpece nuestro entendimiento”.  De allí que sólo podamos conocer los designios de Dios, si al darnos su Sabiduría, recibimos su Santo Espíritu de lo alto, para iluminar nuestro torpe entendimiento humano.

Sólo con esa Sabiduría podremos llegar a la salvación eterna.  Y esa Sabiduría nos hace entender que Dios es primero que todo y que todos.   Es la manera de llegar a la meta y de tener esa perseverancia final.

El Salmo 89 también canta las grandezas del Señor y nos ayuda a calcular el valor de nuestra vida en la tierra: “Tú haces volver al polvo a los hombres ... Mil años son para ti como un día que ya pasó, como una breve noche ... Nuestra vida es como un sueño, semejante a la hierba que florece en la mañana y por la tarde se marchita”.


                                       



El Salmo nos lleva, entonces, a pedir esa Sabiduría, al darnos cuenta lo poco que es esta vida y lo poco que somos nosotros, así como lo mucho que es Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos ... Que tus hijos puedan mirar tus obras y tu gloria”.   Amén.

La Segunda Lectura (Flm. 1, 9-10; 12-17) completa una historia interesante, en la que vemos cómo, al comienzo de la Iglesia, la fe y la vida en Cristo iba haciendo que los esclavos fueran dejando de ser “objetos” o personas inferiores. Sucedía, entonces, que muchos cristianos iban concediendo libertad a sus esclavos.

La historia de Onésimo, nombre frecuente entre los esclavos, pues significa “útil”, es que éste se escapa de casa de su amo, Filemón de Colosas, y llega a Roma.  Allí encuentra a Pablo, al que había conocido casa de Filemón.  Pablo está preso, pero con libertad condicionada, por lo que podía salir acompañado por un guardia.  Onésimo se convierte y es bautizado.  Pablo lo hace regresar donde su patrón con esta carta.  San Pablo nos hace ver que tal era la libertad interior que daba la vida en Cristo, que ya no era de tanta trascendencia ser esclavo o libre (cf. 1 Cor. 7, 17-24). 













Fuentes;
Sagradas Escrituras.
Homilia.org
Evangeli.org