domingo, 24 de octubre de 2021

«‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Evangelio Dominical)

 




 Hoy, contemplamos a un hombre que, en su desgracia, encuentra la verdadera felicidad gracias a Jesucristo. Se trata de una persona con dos carencias: la falta de visión corporal y la imposibilidad de trabajar para ganarse la vida, lo cual le obliga a mendigar. Necesita ayuda y se sitúa junto al camino, a la salida de Jericó, por donde pasan muchos viandantes.


Por suerte para él, en aquella ocasión es Jesús quien pasa, acompañado de sus discípulos y otras personas. Sin duda, el ciego ha oído hablar de Jesús; le habrían comentado que hacía prodigios y, al saber que pasa cerca, empieza a gritar: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10,47). Para los acompañantes del Maestro resultan molestos los gritos del ciego, no piensan en la triste situación de aquel hombre, son egoístas. Pero Jesús sí quiere responder al mendigo y hace que lo llamen. Inmediatamente, el ciego se halla ante el Hijo de David y empieza el diálogo con una pregunta y una respuesta: «Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc 10,51). Y Jesús le concede doble visión: la física y la más importante, la fe que es la visión interior de Dios. Dice san Clemente de Alejandría: «Pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios».


                                   



Frecuentemente nos quejamos y decimos: —No sé rezar. Tomemos ejemplo entonces del ciego del Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y con tres palabras le dice cuanto necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor, aumenta mi fe. ¿Tenemos familiares o amigos que han dejado de practicar? Oremos entonces así: —Señor Jesús, haz que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos con la visión física, ¿qué diremos? Es triste la situación del ciego, pero mucho más lo es la del no creyente. Digámosles: —El Maestro te llama, preséntale tu necesidad y Jesús te responderá generosamente.

 



Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,46-52):

 




En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Palabra del Señor




COMENTARIO. 

 


 

La Primera Lectura nos trae un texto del Profeta Jeremías (Jer. 31, 7-9) referido al regreso del pueblo de Israel del exilio y entre ellos vienen también “los ciegos y los cojos”.

 

Nos habla el Profeta de “torrentes de agua” y de “un camino llano en el que no tropezarán”.  Sin duda se refieren estos simbolismos a la gracia divina que es una “fuente de agua viva” que calma la sed, que fortalece y que allana el camino hacia la Vida Eterna.

 

Sabemos que es Dios quien guía a su pueblo de regreso a su patria.  Y cuando Dios es el que guía, los cojos pueden caminar y los ciegos tienen luz.  Es una figura muy bella sobre la conversión interior, que nos lleva a poder ver la luz interior, aunque fuéramos ciegos corporales.

 

Es el caso del Evangelio de hoy (Mc. 10, 35-45), el cualnos narra la curación del ciego Bartimeo, ciego de sus ojos, pero vidente en su interior; ciego hacia fuera, pero no hacia dentro; ciego corporal, mas no espiritual; ciego de los ojos, mas no del alma.

 

Este nuevo milagro de Jesús nos ofrece bastante tela de donde cortar para extraer enseñanzas muy útiles a nuestra fe, nuestra vida de oración y nuestro seguimiento a Cristo.

 

                    


Un día este hombre ciego estaba ubicado al borde del camino polvoriento a la salida de Jericó.  Pedir limosna era todo lo que podía hacer para obtener ayuda humana, y eso hacía.

 

Pero Bartimeo había oído hablar de Jesús, quien estaba haciendo milagros en toda la región.  Sin embargo, su ceguera le impedía ir a buscarlo.  Así que tuvo que quedarse donde siempre estaba.

 

Pero he aquí que un día el ciego, con la agudeza auditiva que caracteriza a los invidentes, oye el ruido de una muchedumbre, una muchedumbre que no sonaba como cualquier muchedumbre. 

 

Y al saber que el que pasaba era Jesús de Nazaret, “comenzó a gritar” por encima del ruido del gentío: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.  Trataron de hacerlo callar, pero él gritaba con más fuerza.  Jesús era su única esperanza para poder ver.

 

Ciertamente Bartimeo era ciego en sus ojos corporales:  no tenía luz exterior.  Pero sí tenía luz interior, sí veía en su interior, pues reconocer que Jesús era el Mesías, “el hijo de David”, y poner en Él toda su esperanza, es ser vidente en el espíritu.

 

Su fe lo hacía gritar cada vez más y más fuertemente, pues estaba seguro que su salvación estaba sólo en Jesús.  Y tal era su emoción que cuando Jesús lo hizo llamar, “tiró el manto y de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús”.

 

Ahora bien, los “gritos” de Bartimeo llamaron la atención de Jesús, no sólo por el volumen con que pronunciaba su oración de súplica, sino por el contenido: 

 

“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.  Un contenido de fe profunda, pues no sólo pedía la curación, sino que reconocía a Jesús como el Hijo de Dios, el Mesías que esperaba el pueblo de Israel.   De allí que Jesús le dijera al sanarlo: “Tu fe te ha salvado”.

 



Analicemos un poco más los “gritos-oración” de Bartimeo.   “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”.  Los judíos sabían que el Mesías debía ser descendiente de David.  Así que, reconocer a Jesús como hijo de David, era reconocerlo como el Mesías, el Hijo de Dios hecho Hombre.

 

Podemos decir que esta súplica desesperada de Bartimeo contiene una profesión de fe tan completa que resume muchas verdades del Evangelio.  Es la llamada “oración de Jesús” que puede utilizarse para orar “en todo momento... sin desanimarse” (Ef. 6, 18), como nos recomienda San Pablo.

 

Si nos fijamos bien, es una oración centrada en Jesús, pero es también una oración Trinitaria, pues al decir que Jesús es Hijo de Dios, estamos reconociendo la presencia de Dios Padre, y nadie puede reconocer a Jesús como Hijo de Dios, si no es bajo la influencia del Espíritu Santo. 

 

Además, al reconocer a Jesús como el Mesías, nuestro Señor, reconocemos su soberanía sobre nosotros y su señorío sobre nuestra vida, es decir, reconocemos que nos sometemos a su Voluntad.

 

Y al decir “ten compasión de mí”, reconocemos que, además, de dependientes de Él, tenemos toda nuestra confianza puesta sólo en Él, nuestra única esperanza, igual que Bartimeo.

 

“Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí, pecador” es una oración que contiene esta otra verdad del Evangelio:  que somos pecadores y que dependemos totalmente de Dios para nuestra salvación. 

 

Es una oración de estabilidad y de paz que, repetida al despertar y antes de dormir y en todo momento posible a lo largo del día, puede llevarnos a vivir de acuerdo a la Voluntad de Dios ... y a seguir a Cristo como lo hizo Bartimeo, quien “al momento recobró la vista y se puso a seguirlo por el camino”.

 

En la Segunda Lectura (Hb. 5, 1-6) nos sigue hablando San Pablo sobre el Sacerdocio de Cristo.  Cristo es Sumo y Eterno Sacerdote.  No es posible llegar a Dios sin pasar por Cristo, de quien depende nuestra salvación.  Es lo que proclamó la Iglesia con la Declaración “Dominus Iesus” (JPII 2000, sobre la Unicidad y Universalidad Salvífica de Jesucristo y su Iglesia). 

                             



No es posible la salvación, sino a través de Cristo.  Pretender otras vías, conociendo la de Cristo, es pura ilusión ... y más que ilusión, engaño.  Muchos llegaron a criticar la “Dominus Iesus” como contraria al ecumenismo, pero más bien esta Declaración pone las cosas en su lugar:  Cristo es nuestra salvación.  No hay salvación fuera de Él y de su Iglesia.

 

En formas misteriosas los no-cristianos pueden ser salvados, pero su salvación se sucede en Cristo, el Hijo de Dios, el Mesías que Bartimeo reconoció aún sin verlo.  

 

 









Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

domingo, 17 de octubre de 2021

«El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Evangelio Dominical)

 



Hoy, nuevamente, Jesús trastoca nuestros esquemas. Provocadas por Santiago y Juan, han llegado hasta nosotros estas palabras llenas de autenticidad: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida» (Mc 10,45).

¡Cómo nos gusta estar bien servidos! Pensemos, por ejemplo, en lo agradable que nos resulta la eficacia, puntualidad y pulcritud de los servicios públicos; o nuestras quejas cuando, después de haber pagado un servicio, no recibimos lo que esperábamos. Jesucristo nos enseña con su ejemplo. Él no sólo es servidor de la voluntad del Padre, que incluye nuestra redención, ¡sino que además paga! Y el precio de nuestro rescate es su Sangre, en la que hemos recibido la salvación de nuestros pecados. ¡Gran paradoja ésta, que nunca llegaremos a entender! Él, el gran rey, el Hijo de David, el que había de venir en nombre del Señor, «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres (…) haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Fl 2,7-8). ¡Qué expresivas son las representaciones de Cristo vestido como un Rey clavado en cruz! En España tenemos muchas y reciben el nombre de “Santa Majestad”. A modo de catequesis, contemplamos cómo servir es reinar, y cómo el ejercicio de cualquier autoridad ha de ser siempre un servicio.


                                  




 Jesús trastoca de tal manera las categorías de este mundo que también resitúa el sentido de la actividad humana. No es mejor el encargo que más brilla, sino el que realizamos más identificados con Jesucristo-siervo, con mayor Amor a Dios y a los hermanos. Si de veras creemos que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), entonces también nos esforzaremos en ofrecer un servicio de calidad humana y de competencia profesional con nuestro trabajo, lleno de un profundo sentido cristiano de servicio. Como decía Santa Teresa de Calcuta: «El fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio, el fruto del servicio es la paz».

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,35-45):




En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron: «Lo somos.»
Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO.

 


 

Las Lecturas de hoy se refieren al sufrimiento, en comparación con los deseos de reconocimiento y de honra que -equivocadamente- alimentamos y promovemos los seres humanos.

 

En la Primera Lectura del Antiguo Testamento se anuncian los sufrimientos de Cristo y su finalidad.  “El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento”, anunciaba el Profeta Isaías. “Cuando entregue su vida como expiación ... con sus sufrimientos justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos” (Is. 53, 10-11).

 

En efecto, nos dice el Evangelio (Mc. 10, 35-45): “Jesucristo vino a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.

 

Y el sacrificio de Cristo, anunciado desde el Antiguo Testamento y realizado hace 2021 años menos 33 (hace 1988 años), se re-actualiza en cada Eucaristía celebrada en cada altar de la tierra.  ¡Gran milagro!

 

“El más grande de los milagros”, lo proclamaba el Papa Juan Pablo II en una de sus Catequesis de los Miércoles del año 2000, dedicada a la Eucaristía.

 

Y nos comentaba Juan Pablo II en su Encíclica sobre la Eucaristía («Ecclesia de Eucharistia») que los Apóstoles, habiendo participado en la Última Cena, tal vez no comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo en el Cenáculo.  Aquellas palabras vinieron a aclararse plenamente al terminar el Triduo Santo, lapso que va de la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Domingo de Resurrección.

 



Nos dice el Papa que la institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, comenzando con la agonía de Jesús en el Huerto de Getsemaní.

 

Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos.  En aquel huerto había árboles de olivo muy antiguos, que tal vez fueron testigos de lo que ocurrió aquella noche, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal.

 

La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación, al instituir la Eucaristía durante la Ultima Cena, comenzaría a ser derramada con los azotes, la corona de espinas, y su efusión, hasta la última gota, se completaría después en el Calvario.  Y entonces su Sangre se convierte en instrumento de nuestra redención.

 

En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual.  Con él instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos” (JP II-Ecclesia de Eucaristía).  Nos quiere decir el Papa Juan Pablo II que con la Santa Misa se hace presente a lo largo del tiempo el sacrificio de Jesucristo en la Cruz.

 

Recuerdo.  Memorial.  Re-actualización.  Son todas palabras que definen lo que realmente sucede en la Santa Misa.  Es decir, en cada Eucaristía se recuerda, se revive, se re-actualiza … más aún, se hace presente el Sacrificio de Cristo:  su muerte para salvación de todos.  Es que de hecho estamos en el Calvario cuando estamos en Misa.  La escena del Calvario se hace presente en la Misa.  ¡Gran Milagro!

 

Nos dice la Encíclica que cuando se celebra la Eucaristía … se retorna de modo casi tangible al momento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, se retorna a su «hora», la hora de la cruz y de la glorificación.  A aquella hora vuelve espiritualmente todo Presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella”.

 



La Segunda Lectura (Hb. 4, 14-16) nos habla de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote.  El Sumo Sacerdote era el jefe del Templo en el Antiguo Testamento, el que ofrecía la víctima del sacrificio.  Jesucristo, entonces, no sólo es Sumo Sacerdote, sino que Él mismo es la Víctima.

 

Y San Pablo nos recuerda que Jesús pasó por el sufrimiento, que Él comprende nuestro sufrimiento, pues Él lo experimentó hasta el extremo.  Tembló ante el sufrimiento y la muerte, pero lo hizo todo para nuestra salvación.

 

Jesús no retrocede ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento extremo.  De hecho, comentó a un grupo de sus seguidores después de su entrada triunfal a Jerusalén, días antes de su muerte:  “Me siento turbado ahora.  ¿Diré acaso al Padre: líbrame de la hora?  Pero no.  Pues precisamente llegué a esta hora para enfrentar esta angustia” (Jn. 12, 27).

 

Y justo antes de plantearnos su angustia nos pidió a nosotros que hiciéramos como Él:  “Si el grano de trigo no muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto.  El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” (Jn. 12, 25-26).

 

Si Él sufrió, Él sabe lo que nos está pidiendo.  Si Él sirvió, Él sabe lo que nos está pidiendo.  “Acerquémonos, por tanto, en plena confianza, al trono de gracia”.  No hay que temer al sufrimiento.   Hay que acercarse a éste “en plena confianza”.   El sufrimiento es un “trono de gracia”. 

 

Pero ¡qué distinto vemos los humanos el sufrimiento!

 

A la luz de lo que Cristo ha hecho por nosotros, cabe pensar entonces cómo aceptamos nosotros el sufrimiento.  Cabe cambiar nuestra visión del sufrimiento, si no tenemos la adecuada.

 



Para ello, cabe recordar cómo recibieron los Apóstoles el anuncio de la pasión y muerte del Mesías.  Es insólito ver la reacción de éstos...

 

Y más insólito aún resulta observar nuestras reacciones al sufrimiento. ¿Cómo son?

 

El Evangelio de hoy nos narra lo que sucedió enseguida de que Jesús, aproximándose con sus discípulos a Jerusalén, les anunciara por tercera vez su Pasión.  (cfr. Mc. 10, 32-34).

 

Ahora bien, lo insólito está en observar que enseguida de este patético, pero también esperanzador anuncio -pues lo cierra el Señor asegurándoles que a los tres días resucitará- los hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, los más cercanos a Jesús además de Pedro, parecen no darle importancia a lo anunciado y le piden -¡nada menos!- estar sentados “uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”.  Poder y gloria.  Posiciones y reconocimiento.

 

¡Cómo somos los seres humanos!  ¿Cómo reaccionamos ante anuncios de sufrimiento?  Estos dos evadieron la idea misma del sufrimiento y pensaron más bien en los honores, en los puestos, en el poder… para cuando ya todo hubiera pasado.  De allí la respuesta de Jesús: el que quiera tener parte en la gloria, deberá pasar por la dura prueba del sufrimiento.

 

Y les pregunta si están dispuestos.  No habían siquiera comenzado a comprender el misterio de la cruz, pero ambos, Santiago y Juan, responden que sí están dispuestos.  No sabían lo que decían, pero su respuesta fue “profética”, pues más adelante supieron sufrir y morir por Él.  ¡Ah!  Pero es que primero tuvieron que morir a sus aspiraciones a ser los primeros, para convertirse en servidores, como su Maestro.

 

                         

 

En el seguimiento a Cristo no hay puestos, ni competencias, ni pre-eminencias, ni ambiciones, ni afán de honores, de glorias, de triunfos.  Es al revés:



  -El que quiera ser grande, que se humille.
  -El que quiera elevarse, que se abaje.
 - El que quiera sobresalir, que desaparezca.
 - El que quiera destacarse, que se opaque.
 - El que quiera ser primero, que sirva.

 

Jesús nos da el ejemplo.  Él, siendo Dios, el Ser Supremo, lo máximo, ha venido “a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.

 

Es lo que se re-actualiza en cada Eucaristía.  Es lo que cada uno de nosotros debe re-actualizar en su vida: servir, aún en el sufrimiento, en la cruz de cada día, y hasta en la muerte.  ¿Para qué?  Pues para la propia salvación y para la salvación de otros.

 


Una santa cuya fiesta es este mes, Santa Teresa de Jesús, logró entender muy bien eso del sufrimiento.  Y lo explicaba con su usual sentido común: “¡Oh Señor mío!  Cuando pienso de qué maneras padecisteis y como no lo merecíais, no sé dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer” (Camino, 15, 5).  ¿Dónde tenemos el seso los que no queremos sufrir?

 

Nuestra honra no está en evitar el sufrimiento, ni está en los reconocimientos humanos.  Nuestra honra está en la gloria eterna.  Y a ésa tenemos acceso justamente porque Jesucristo, con su sufrimiento, muerte y resurrección, la ha ganado para todos… para todos los que quieran llegar a ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilia.org

Evangeli.org

 


domingo, 3 de octubre de 2021

«Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Evangelio Dominical)

 


 

 Hoy, los fariseos quieren poner a Jesús nuevamente en un compromiso planteándole la cuestión sobre el divorcio. Más que dar una respuesta definitiva, Jesús pregunta a sus interlocutores por lo que dice la Escritura y, sin criticar la Ley de Moisés, les hace comprender que es legítima, pero temporal: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10,5).


Jesús recuerda lo que dice el Libro del Génesis: «Al comienzo del mundo, Dios los creó hombre y mujer» (Mc 10,6, cf. Gn 1,27). Jesús habla de una unidad que será la Humanidad. El hombre dejará a sus padres y se unirá a su mujer, siendo uno con ella para formar la Humanidad. Esto supone una realidad nueva: dos seres forman una unidad, no como una "asociación", sino como procreadores de Humanidad. La conclusión es evidente: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10,9).

                 


 


Mientras tengamos del matrimonio una imagen de "asociación", la indisolubilidad resultará incomprensible. Si el matrimonio se reduce a intereses asociativos, se comprende que la disolución aparezca como legítima. Hablar entonces de matrimonio es un abuso de lenguaje, pues no es más que la asociación de dos solteros deseosos de hacer más agradable su existencia. Cuando el Señor habla de matrimonio está diciendo otra cosa. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el autor de un matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano» (Gaudium et spes, n. 48).


De regreso a casa, los Apóstoles preguntan por las exigencias del matrimonio,  y a continuación tiene lugar una escena cariñosa con los niños. Ambas escenas están relacionadas. La segunda enseñanza es como una parábola que explica cómo es posible el matrimonio. El Reino de Dios es para aquellos que se asemejan a un niño y aceptan construir algo nuevo. Lo mismo el matrimonio, si hemos captado bien lo que significa: dejar, unirse y devenir.

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,2-16):


 



En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios "los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne." De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

Palabra del Señor

 

COMENTARIO

 

                          


 

Las lecturas de hoy nos hablan de la institución del matrimonio y de la familia.  La Primera Lectura (Gn. 2, 18-24) nos habla del momento maravilloso de la creación del hombre y la mujer y del original plan de Dios para la pareja humana.

 

En el Evangelio (Mc. 10, 2-16) vemos que cuando los fariseos interrogan a Jesús acerca del divorcio, el cual Moisés había permitido en algunos casos, el Señor insiste en la indisolubilidad del matrimonio, sin hacer excepciones.

 

Es cierto que anteriormente, en el Sermón de la Montaña, Jesús habla también del tema de la indisolubilidad y pareciera que hiciera alguna excepción: 

 

                            


 

 

“Se dijo también: 

 

‘El que despida a su mujer le dará un certificado de divorcio’.  Pero Yo les digo que el que la despide -fuera del caso de infidelidad- le empuja al adulterio.  Y también el que se case con esa mujer divorciada comete adulterio”. (Mt. 5, 31-32).  El comentario de la Biblia Latinoamericana a esta cita es elocuente: “fuera del caso de infidelidad”, tal vez se debe traducir: “fuera del caso de unión ilegítima”, pues Mateo se refería al problema de numerosos cristianos de su tiempo, convertidos del paganismo, que al entrar a la Iglesia rompían uniones ilegítimas que tenían con personas paganas (cf. 1 Cor. 7, 12-16)”.

 

Pero en el texto del Evangelio de Marcos que hemos leído hoy, Jesús explica que la permisividad de Moisés se debió a la terquedad de los hombres, “a la dureza de corazón de ustedes”, e insiste en que, en el principio, antes del pecado, no fue así.  Y el mismo Jesús recuerda en este pasaje la narración del Génesis, cuando Dios dispuso que hombre y mujer no fueran dos, sino uno solo.

 

Notemos, sin embargo, que este frecuente problema matrimonial no puede referirse a una falta ocasional de adulterio, en la que la Iglesia invita a los cónyuges cristianos al perdón y la reconciliación (cf. CDC #1152-1), sino que se trata más bien del adulterio como una condición permanente e incorregible.  Pero, aún así, el cónyuge agraviado debe permanecer célibe, salvo que la autoridad eclesiástica respectiva haya declarado inválida la primera unión matrimonial sacramental.

 

                            


 

La indisolubilidad del matrimonio siempre ha parecido una exigencia muy difícil de cumplir.  En efecto, cuando Jesús insiste en ella, los mismos discípulos exclamaron que era preferible no casarse:  «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse.»  (Mt. 19, 10).

 

San Pablo corrobora esa difícil enseñanza de Jesús con una curiosa expresión, la cual nos muestra también que los problemas matrimoniales no son exclusivos de nuestra época:  “¿Estás casado?  No te separes de tu esposa.  ¿Eres soltero?  No te cases.  Pero si te casas, no haces mal, y si una joven se casa, tampoco hace mal.  Sin embargo, los que se casan sufren en esta vida muchas tribulaciones, que yo quisiera evitarles” (1 Cor. 7, 27-28).

 

Para cumplir con su misión de esposos y padres, precisamente mediante el Sacramento del Matrimonio, Dios otorga a los esposos cristianos una gracia especial, la cual está destinada a ayudarlos en su difícil tarea de procrear y educar a los hijos, de ayudarse mutuamente, santificándose en medio de los problemas propios de la vida en común. (cf. CIC#1641 y 1642)

 

 

                                         


  

 

Pero, volviendo al problema de las relaciones entre marido y mujer, la Iglesia está atenta a las situaciones difíciles que se presentan a los esposos cristianos:

 

“En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura” (CIC#1606).

 

Aún así, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo de un Matrimonio Sacramento. (ver CIC#1640)

 

Entonces puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano.  De hecho, la mayoría de los jóvenes no quieren casarse.  Por ello la Iglesia consciente de los problemas conyugales, apunta en el Catecismo:  “Existen situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas.  En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos… Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios, ni son libres para contraer una nueva unión” (CIC #1649).

 

O sea, no pueden volverse a casar por la Iglesia, a menos que un Tribunal Eclesiástico declare, mediante sentencia de nulidad, que no fue válido el Matrimonio celebrado.  Es lo que comúnmente se denomina anulación.

 

                                  


 

Ahora bien, la llamada anulación no se trata de un divorcio a lo católico.  Tampoco significa que se está anulando el Matrimonio, sino que se declara que dicho Matrimonio no fue válido.  O sea, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo sacramental; sólo puede declarar que un Matrimonio no fue válido.

 

“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro comete adulterio” (Mc. 10, 11-12).  Eso dijo Jesucristo. Y esto dice el Catecismo:“La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo, que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio.  Si los divorciados se vuelven a casar civilmente…no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación” (CIC #1650).

 

Así que el Catecismo de la Iglesia Católica es bien claro:  no pueden comulgar los que estuvieron casados por la Iglesia y ahora están unidos en matrimonio civil, a menos que “se comprometan a vivir en total continencia” (CIC #1650).

 

El Catecismo es nuestra guía, sobre todo en momentos de confusión como los que estamos viviendo.  Por más que uno u otro Cardenal, Obispo o Sacerdote, plantee algo diferente al Evangelio y al Magisterio milenario de la Iglesia, ésta no puede cambiar ni la Palabra de Dios, ni la Verdad: si hubo Sacramento, “lo que Dios unió no lo separe el hombre”.

 

                           


                            

 

 El Evangelio de hoy, muy oportunamente, concluye con un trozo referido a los niños, para completar la imagen de la familia.  En efecto, los hijos “son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. (#1652)

 

De ahí que la consecuencia natural y fin primordial de unión de los esposos sea necesariamente la procreación y educación de los hijos (cf. CIC#1653).  Sin embargo, hay otros fines del Matrimonio Cristiano:  la ayuda y compañía mutua y la canalización del deseo sexual (VAT II:  GS 48, 49, 50;  PIO XI:  Castii Connubii 37)

 

Respecto de la educación de los hijos, el Catecismo nos recuerda por qué se llama a la familia:  “Iglesia doméstica” (CIC#1666):  “Los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo”. (#1656)

 

La unión del hombre y la mujer vive en peligro.  Y ahora más, con todas esas propuestas y leyes tan descabelladas que amenazan con destruir, no sólo el matrimonio y la familia, sino la civilización misma.

 

                                     


 

 

Recordemos que el Matrimonio es un camino de santidad y, como tal, tiene sus exigencias y cruces.  De allí que el Papa Juan Pablo II habló así a los jóvenes reunidos con él en Roma, respecto de la elección de la futura pareja con quien compartir la vida:

“¡Atención!  Toda persona humana es inevitablemente limitada:   incluso en el matrimonio más avenido suele darse una cierta medida de desilusión... Sólo Dios, puede colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano” (JP II, 20-agosto-2000).

 








Fuentes:

Sagradas Escrituras.

Evangeli.org

Homilias.org