domingo, 27 de enero de 2019

«Para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Evangelio Dominical)




Hoy comenzamos a escuchar la voz de Jesús a través del evangelista que nos acompañará durante todo el tiempo ordinario propio del ciclo “C”: san Lucas. Que «conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,4), escribe Lucas a su amigo Teófilo. Si ésta es la finalidad del escrito, hemos de tomar conciencia de la importancia que tiene el hecho de meditar el Evangelio del Señor —palabra viva y, por tanto, siempre nueva— cada día.

Como Palabra de Dios, Jesús hoy nos es presentado como un Maestro, ya que «iba enseñando en sus sinagogas» (Lc 4,15). Comienza como cualquier otro predicador: leyendo un texto de la Escritura, que precisamente ahora se cumple... La palabra del profeta Isaías se está cumpliendo; más aun: toda la palabra, todo el contenido de las Escrituras, todo lo que habían anunciado los profetas se concreta y llega a su cumplimiento en Jesús. No es indiferente creer o no en Jesús, porque es el mismo “Espíritu del Señor” quien lo ha ungido y enviado.

                        



El mensaje que quiere transmitir Dios a la humanidad mediante su Palabra es una buena noticia para los desvalidos, un anuncio de libertad para los cautivos y los oprimidos, una promesa de salvación. Un mensaje que llena de esperanza a toda la humanidad. Nosotros, hijos de Dios en Cristo por el sacramento del bautismo, también hemos recibido esta unción y participamos en su misión: llevar este mensaje de esperanza por toda la humanidad.

Meditando el Evangelio que da solidez a nuestra fe, vemos que Jesús predicaba de manera distinta a los otros maestros: predicaba como quien tiene autoridad (cf. Lc 4,32). Esto es así porque principalmente predicaba con obras, con el ejemplo, dando testimonio, incluso entregando su propia vida. Igual hemos de hacer nosotros, no nos podemos quedar sólo en las palabras: hemos de concretar nuestro amor a Dios y a los hermanos con obras. Nos pueden ayudar las Obras de Misericordia —siete espirituales y siete corporales— que nos propone la Iglesia, que como una madre orienta nuestro camino.






Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,1-4;4,14-21):


            



Ilustre Teófilo:

Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él.
Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

Palabra de Dios




COMENTARIO


                   


Uno de los pasajes más impactantes de la Escritura es el que nos trae el Evangelio de hoy (Lc. 1, 1-4 y 4, 14-21).  Es impactante, pero pasa bastante inadvertido, muy probablemente por la discreción de Jesús.  Es aquel momento en que Jesús dice que es a Él a quien se refiere la profecía de Isaías que anuncia la misión del Mesías.

Nos dice el Evangelio que Jesús, habiendo ya realizado su primer milagro en Caná de Galilea, comenzó a enseñar en las Sinagogas.  Es importante notar que existía un solo Templo, el de Jerusalén, donde se celebraban las grandes fiestas judías y había ceremonias en que los Sacerdotes ofrecían sacrificios.  Pero cada pueblo tenía su propia Sinagoga, donde cada Sábado, se celebraba un oficio litúrgico en el que era fácil participar para leer y comentar la Palabra de Dios.

Así fue como Jesús comenzó a darse a conocer:  leyendo y enseñando en las Sinagogas sobre todo de Galilea.  Nos dice San Lucas que “todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región”.

Jesús, entonces, decide ir a Nazaret, el pueblo donde había crecido y vivido.  Y ese Sábado -no por casualidad, sino seguramente porque Dios, así lo dispuso- le tocó “el volumen de Profeta Isaías y encontró el pasaje en que estaba escrito” lo que se refería a la misión del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva ...”

                          


Siempre que se leía este trozo, la gente pensaba en ese personaje misterioso tan esperado por todo el pueblo de Israel.  Pero ese día en que Jesús lee lo dicho sobre Él, se le ocurre rematar la lectura diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.   Que es lo mismo que decir: “Ése de quien habla Isaías soy Yo”.

Imaginemos el asombro de los presentes. ¡Pero cómo es posible!  ¿No es éste Jesús, el hijo del carpintero?  Nazaret era una ciudad pequeña.  Todos lo conocían como un hombre cualquiera.  ¡Y ahora venía a decir que era el Mesías!  La discusión terminó con la sentencia tan conocida de que “nadie es profeta en su tierra”.  Y hasta trataron de empujar a Jesús por un barranco.  Pero Él se les desapareció sin que se dieran cuenta.

Hasta el momento de la aparición de Jesús como el Mesías, Dios había hablado a su pueblo por medio de los Profetas y también por medio de su Ley.

Por cierto, la primera lectura pública de la Ley fue hecha después del regreso del exilio en Babilonia.  Era un momento de celebración, que nos trae la Primera Lectura (Nehemías 8, 2-10).

Todo el pueblo se congregó para oír la lectura de la Ley de Dios.  Esa Asamblea convocada por Nehemías sirvió de modelo para lo que luego se haría en las Sinagogas.  Todos se emocionaron al punto de lágrimas, por estar reunidos de regreso a casa, por poder escuchar juntos la lectura de la Ley de Moisés y por sentirse interpelados por ella.  Fue un momento de gran solemnidad.

                                             


Sin embargo, el momento que nos narra el Evangelio, cuando Jesús en su Sinagoga de Nazaret anunció el cumplimiento de la Profecía de Isaías, era -en realidad- muchísimo más solemne e importante que la gran Asamblea de Nehemías.  Pero parece mucho menos solemne, porque Jesús todo lo hacía en la mayor discreción, además tal vez por la suavidad con que sucedió el hecho y por la modestia de las circunstancias que lo rodearon:  Jesús, un conocido de allí, sin la más mínima muestra de exaltación, lee la Profecía y declara que se estaba cumpliendo en Él.

Y es que había ya llegado el momento, “la plenitud de los tiempos”, en que Dios ya no hablaba por medio de los enviados, ni por medio de la Ley, sino que comenzó a hablar Él mismo.  Pero no le creyeron. “Vino a lo suyos y lo suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 11).

Y nosotros... ¿creemos en Jesucristo?  ¿Y creemos en todo lo que nos ha dicho y dispuesto?  ¿Creemos que Él es el Mesías que vino a salvarnos?  ¿Aprovechamos la salvación que Él nos trajo?  ¿Deseamos hacer todo lo necesario para salvarnos?


La Segunda Lectura de San Pablo (1 Cor. 12, 12-30) nos describe el funcionamiento del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, que la constituimos todos, no sólo los Sacerdotes y Obispos.  Y todos tenemos en ella una función, por poco importante que sea.  Es como la Asamblea de Nehemías:  hombres, mujeres y niños, gobernantes y sacerdotes, todo el pueblo.  En un cuerpo toda parte es importante, pero cada una tiene su función.  En la Iglesia todos somos necesarios.

Además, nos instruye San Pablo sobre la dependencia que los miembros de ese Cuerpo tienen entre sí.  También nos explica cómo cuando un miembro sufre, los demás también sufren.  Si uno está bien, todos reciben ese bienestar.  Si alguno está mal, todos sienten ese malestar.  De allí que nuestra responsabilidad con los demás miembros sea estar bien, estar bien espiritualmente, para que ese bienestar espiritual se comunique a los demás.  De otra manera, si estamos mal espiritualmente, ese malestar se comunica a los demás.

Recalca el Apóstol lo que nos decía en la lectura del Domingo anterior sobre las diversas funciones dentro de la Iglesia: apóstoles, profetas, maestros, los que hacen milagros, los que tienen en don de curar enfermos, los que administran, etc.

Con esto nos está describiendo los diferentes carismas, tanto ordinarios, como extraordinarios, todos necesarios para el buen funcionamiento el Cuerpo, de la Iglesia.

¿Cómo estar bien y cómo cumplir con nuestra función en la Iglesia y en el mundo?  Tenemos instrucciones precisas del Papa Juan Pablo II, quien al comienzo del Tercer Milenio nos entregó una Carta Apóstolica: “Novo Millennio Inuente” (Nuevo Milenio que comienza).

A continuación, las urgencias y prioridades que nos establecía el representante de Cristo en la tierra en este documento, las cuales siguen vigentes hoy:

“Orientar la pastoral cristiana hacia una experiencia de fe sólida, que haga florecer la santidad”: San Juan Pablo II deseaba que todos fuéramos santos.  La santidad es un llamado de Cristo para todos, desde el primero hasta el último en su Iglesia.  Y la santidad es un proceso paulatino que consiste en estar entregados en todo la Voluntad Divina.

                                      



“Una pedagogía eclesial que proponga ideales elevados y no se contente con una religiosidad mediocre”:  Nos pedía metas exigentes.  Nuestra vivencia como cristianos no puede ser “mediocre”, sino elevada.  Y ese ideal elevado no es otro que la misma santidad.  Y ese ideal de santidad nos lleva, no solamente a aceptar los planes de Dios para nuestra vida, porque no nos quede otro remedio, sino que nos lleva a vivir con gusto dentro de la Voluntad Divina.

“Ayudar a redescubrir la oración en toda la profundidad a la que la experiencia cristiana pueda llevarla”: El medio para vivir en santidad y para cumplir nuestra misión no es otro que la oración.  Y nos habla de una oración profunda, tan profunda como a cada cual le sea dada.  Y oración profunda no es solamente repetir oraciones vocales, necesarias sí, pero no suficientes.  El Papa nos está apuntando a la oración de contemplación, de silencio, de recogimiento interior.  Y quiere que “redescubramos” esa fuente maravillosa de gracias que es la oración profunda.

“Alentar la oración personal, pero sobre todo la comunitaria, comenzando por la litúrgica, ‘fuente y culmen’ de la vida eclesial”: La oración personal no basta.  Tiene que estar enraizada en la oración litúrgica, en la Eucaristía.  Y si hemos de orar diariamente, también la oración litúrgica debiera de ser diaria.
“Redescubrir el domingo, Pascua de la semana, haciendo que la Eucaristía sea su corazón”:  El domingo es el “día del Señor”.  El centro del domingo tiene que ser, entonces, la Eucaristía.  ¿Qué significa “redescubrir” el domingo?  Es volver a hacer de ese día el “día del Señor”.

“Proponer de nuevo con fuerza el Sacramento de la Reconciliación”:  La oración es el agua de la vida espiritual.  La Eucaristía es su alimento.  Y el Sacramento de la Reconciliación es la medicina necesaria para cuando la vida espiritual se enferma con el pecado.   De allí que nos pida insistir con fuerza en este Sacramento tan necesario para la salud personal de cada uno y para la salud de todo el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

                                        



“Recordar el primado de la escucha de la Palabra de Dios, a lo que sigue, por su propia lógica el deber del anuncio”:  Para anunciar la Palabra de Dios, hay que escucharla y hacerla vida.  De allí que, al tenerla dentro de nosotros, la Palabra de Dios brota y se esparce.  No queda atrapada en nuestro interior, sino que quien la vive, la anuncia con su ejemplo y con su inevitable predicación.

“Destacar, por tanto, la actual importancia de la ‘nueva evangelización’”:  Todo ese programa anterior lleva, necesariamente, a la ‘nueva evangelización’.  Sin todo lo anterior la evangelización es tarea imposible, pues el actor principal de la evangelización no es el cristiano, sino Cristo mismo.  Y si Cristo no vive en cada uno de nosotros por medio de la Eucaristía y de la oración verdadera, no podrán verse los frutos de evangelización. 






















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 20 de enero de 2019

«Haced lo que Él os diga» (Evangelio Dominical)





Hoy, contemplamos los efectos saludables de la presencia de Jesús y de María, su Madre, en el corazón de los acontecimientos humanos, como en el caso que nos ocupa: «En aquel tiempo, se celebraron unas bodas en Caná de Galilea. Estaba allí la madre de Jesús. También fue invitado Jesús, junto con sus discípulos» (Jn 2,1-2).

Jesús y María, con una intensidad diferente, hacen presente a Dios en cualquier lugar donde estén y, donde está Dios, allí hay amor, gracia y milagro. Dios es el bien, la verdad, la belleza, la abundancia. Cuando el sol despliega sus rayos en el horizonte, la tierra se ilumina y recibe calor, y toda vida trabaja para producir su fruto. Cuando dejamos que Dios se acerque, el bien, la paz y la felicidad crecen sensiblemente en los corazones, quizás fríos o dormidos hasta entonces.





La mediación que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres y comunicarse profundamente con ellos, es Jesucristo. La obra de Dios llega al corazón del mundo por la humanidad de Jesucristo y, secundariamente, por la presencia de María. Poco sabían los novios de Caná a quién habían invitado a su boda. La invitación respondía probablemente a algún vínculo de amistad o parentesco. En aquellos momentos, Jesús todavía no había hecho ningún milagro y la importancia de su persona era desconocida.

Él aceptó la invitación porque está a favor de las relaciones humanas principales y sinceras, y se sintió atraído por la honestidad y buena disposición de aquella familia. Así, Jesús hizo presente a Dios en aquella celebración familiar. Allí, «en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales» (Jn 2,11) prodigiosas y allí el Mesías «abrió el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente» (San Juan Pablo II).

Aproximémonos también nosotros a la humanidad de Jesús, tratando de conocer y amar más y de manera progresiva, su trayectoria humana, escuchando su palabra, creciendo en fe y confianza, hasta ver en Él el rostro del Padre.




Lectura del santo evangelio según san Juan (2,1-11):



                             
EN aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.


Palabra de Dios





COMENTARIO


                                        



Frecuentemente Dios usa en la Sagrada Escritura el símil del amor nupcial para representar cómo es su Amor:  fuerte y tierno, celoso y misericordioso.  Bellísimos son los textos que nos trae la Primera Lectura del Profeta Isaías al respecto: “Como un joven se desposa con una doncella, se desposará contigo tu Hacedor” (Is. 62, 1-5).   “Pues tu Creador va a ser tu esposo” (Is. 54, 5).

Y en ese símil del amor nupcial, Dios opone su Amor de Esposo a las infidelidades y traiciones de la esposa infiel, que es el pueblo de Dios, Israel, la Iglesia, cada uno de nosotros.

Veamos cómo presenta el tema del amor entre Dios y su pueblo el Profeta Jeremías: “Aun me acuerdo de la pasión de tu juventud, de tu cariño como novia, cuando me seguías por el desierto, por la tierra sin cultivar” (Jer. 2, 2) “Hace tiempo que has quebrado el yugo, soltándote de sus lazos.  Tú dijiste: ‘Yo no quiero servir’.  Y sobre cualquier loma, bajo cualquier árbol frondoso, te tendías como una prostituta” (Jer. 2, 20).  “Con amor eterno te he amado.  Por eso prolongaré mi favor contigo” (Jer. 31, 3).

El Profeta Ezequiel vuelve a presentar el tema de las infidelidades de la esposa de Dios: “Pasé junto a ti y te vi.  Estabas en la edad de los amores; entonces con el vuelo de mi manto recubrí tu desnudez, con juramento me uní en alianza contigo y fuiste mía” (Ez. 16, 8).  “Pero tú, confiada en tu belleza, y valiéndote de tu fama, te prostituiste entregándote a cuantos pasaban” (Ez. 16, 15).  “Pero Yo tendré presente la Alianza que hice contigo en los días de tu juventud, y estableceré contigo una Alianza eterna.  Y tú recordarás tu conducta y te avergonzarás de ella” (Ez. 16, 60-61).  “Porque Yo seré quien renovaré mi alianza contigo y sabrás que Yo soy Yahvé ... cuando Yo te haya perdonado todo lo que has hecho” (Ez. 16, 62).

Estos son textos del Antiguo Testamento: del Profeta Isaías, de Jeremías y de Ezequiel.  Pero también en el Nuevo Testamento, vemos cómo San Pablo refiere el mismo tipo de comparación entre el amor nupcial y el Amor de Cristo por su Iglesia.


                                        



Y es interesante notar que la comparación puede usarse en ambos sentidos:   por un lado, que los esposos aprendan a amarse como Cristo ama a su Iglesia.  Y por el otro, que la Iglesia, pueblo de Dios -cada uno de nosotros- pueda comportarse como la esposa enamorada, fiel y entregada al Esposo, que es Dios.

“Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5, 25).   Y refiriéndose San Pablo al amor conyugal definido en el comienzo de la Escritura (cfr. Gen. 2, 24), por el que hombre y mujer se unen y forman un solo ser, nos dice así el Apóstol: “este misterio es muy grande y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef. 5, 33).

A Jesús le gustaba también el símil del amor nupcial.  Varias veces nos habló del “banquete nupcial” (Mt. 22, 1-10) y 15, 1-13), y también del traje nupcial (Mt. 22, 11).  Así, pues, con estas bellas expresiones del amor nupcial, en las que Dios se define como “el Esposo” y en las que exige amor fiel a la esposa infiel, a la que perdona y vuelve a buscar, convenciéndola con su Amor celoso y magnánimo, que vuelva a ser fiel a El, no es casual que el primer milagro que Jesús realiza sea precisamente en una boda.

No sabemos el nombre, ni quiénes fueron los novios de Caná, aquéllos que sirvieron el mejor vino al final.  Pero sí sabemos Quién es el Esposo fiel a Quien todos debemos fidelidad y Quien nos busca y nos perdona, a pesar de nuestras infidelidades.  Se llama Dios.  Es nuestro Creador, el Esposo que nos posee con su Amor eterno.

Estaban Jesús y su Madre en esta boda.  Y es Ella quien lo convence -casi lo forza- a hacer el milagro de convertir agua en vino, para que los novios, a quienes se les había terminado el vino, no quedaran mal ante sus invitados.  Es lo que nos cuenta el Evangelio de hoy (Jn. 2, 1-11).

Cosa aparentemente frívola y hasta poco importante:  más vino para una fiesta.  Pero esto nos indica que Dios y la Madre de Dios están pendientes hasta de los más insignificantes detalles de nuestra vida.  De todo se ocupan ... aunque nosotros creamos que somos nosotros mismos quienes resolvemos todo.


                                       



A simple vista parece como que Jesús le hubiera hecho un desplante a su Madre en las Bodas de Caná.  Cuando se acaba el vino, ella como que le sugiere que haga algo.  Y la respuesta del Hijo a su Madre parece ser un desplante:  "Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no llega mi hora" (Jn 1, 1-11).

¿Sería un desplante de verdad?  Y si lo hubiera sido, ¿por qué María parece no hacerle caso a Jesús, sino que le da órdenes a los sirvientes para preparar el milagro que su Hijo está a punto de realizar?

Es que no fue un desplante.  ¿Cómo que no?  ¿Si ni siquiera la llamó Madre o mamá, sino “Mujer”? Es que ahí en esa palabra, aparentemente dura, es que está el detalle.

Al decirle “Mujer”, la está reconociendo como la “Mujer”del Génesis, aquélla cuya descendencia aplastará la cabeza de la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la Mujer…” (Gn 3, 15).

Y “Mujer”es el mismo nombre que Jesús moribundo le da en la Cruz: “Mujer ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).

Pero falta aún otro momento imponente en que la Virgen María es llamada “Mujer”.  Es en el Apocalipsis: “la Mujer vestida de sol con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de 12 estrellas” (Ap 12, 1).

Tres momentos muy solemnes de la Sagrada Escritura en que la Santísima Virgen es llamada “Mujer”.

Los otros dos momentos parecen muy graves y solemnes. Pero ¿qué tiene de solemne el milagro de Caná?  Volvamos al supuesto “desplante” de Jesús a su Madre.

“Mujer, a ti y a Mí ¿qué? Aún no ha llegado mi hora.”   La respuesta de Jesúsha sido traducida de varias formas: - ¿qué nos importa a nosotros?   - ¿por qué te metes en mis asuntos?




Sin embargo, la traducción más plausible pareciera ésta:  Mujer, lo que a ti, a Mí.  Es decir:  si me revelo, ya comienza todo y tú vas a participar en esto también.  El sufrimiento va a comenzar para ti y para Mí.   Por eso es que le agrega “no ha llegado mi hora”.  Porque una vez comience su misión, llegada su hora, realizando su primer milagro, Jesús sabe cómo termina esa misión: con su muerte.

Y ¿por qué se lo recuerda a su Madre?  Muchos teólogos piensan que María debía dar su sí nuevamente para el inicio de la revelación de Jesús como Mesías, como Hijo de Dios.  Por eso es que le advierte del riesgo de realizar ese primer milagro.   
 
          Y por eso es que ella parece no hacerle caso al tal “desplante”, sino que da de nuevo su “Sí” al instruir a los sirvientes: “Hagan lo que El les diga”.  Y con ese nuevo “Sí”, Jesús hizo aquel milagro espectacular en calidad y en cantidad.  En calidad, porque el vino era maravilloso.  Pero la cantidad era impresionante.

Las vasijas que llenaron de agua eran gigantes: “Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno.  Jesús dijo: ‘Llenen de agua esos recipientes.’ Y los llenaron hasta el borde”.

¡O sea, que la cantidad de agua que luego fue transformada en vino fueron 600 litros, como 800 botellas de vino!!!

Y ¿qué sucede al final? “Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en El”.


                 



Los milagros a veces suceden.  Pero nuestra fe no puede depender de milagros.  ¡En eso nos ayuda la Santísima Virgen María, que, como buena Madre, se ocupa de todos los detalles…hasta la falta de vino en una boda!

La Segunda Lectura también es de San Pablo (1 Cor. 12, 4-11) y nos habla de un tema distinto al amor nupcial.  Pero tema importante y de mucha actualidad.  Se trata de los carismas o dones carismáticos que el Espíritu Santo derrama en la Iglesia, para el bien de la Iglesia y de las personas, y para reavivar la fe en las diferentes comunidades eclesiales.

Hoy en día, el Espíritu Santo derrama sus carismas sobre todo en los grupos de oración, o en los grupos donde se ora.  Y Dios que es libérrimo en todas sus acciones, “distribuye a cada uno sus dones, según su voluntad”.

Y respecto de los carismas, nos dice el Concilio Vaticano II que para realizar la evangelización “el Espíritu Santo da a los fieles (cf. 1a. Cor 12,7) dones peculiares, distribuyéndolos a cada uno según su voluntad (1a. Cor. 12,11)” (AA 1-3).






Y es así como para ayudar en el servicio al prójimo y sobre todo en la difusión del mensaje divino de salvación, pueden surgir en algunos orantes -como un auxilio especialísimo del Señor- los Carismas o Dones Carismáticos, llamados por los Místicos “gracias extraordinarias” y por el Concilio “dones peculiares”, que son dados para utilidad de la comunidad, pues su manifestación está dirigida hacia la edificación de la fe, como auxilio a la evangelización y como un servicio a los demás, tal como lo indica San Pablo y como nos lo recuerda el Concilio.

Los Carismas son, pues, dones espirituales, que Dios da como un regalo y que no dependen del mérito ni de la santidad de la persona, ni tampoco son necesarios para llegar a la santidad.  Sin embargo, al usarlos como un servicio al prójimo, de hecho, se produce progreso en la vida espiritual, pero no por el Carisma en sí, sino por el acto de servicio.

En cuanto a los Carismas, hay que tener muy presente no caer en actitudes equivocadas:

Desecharlos por incredulidad o falta de sencillez espiritual, o ahogarlos por temor.  A tal efecto nos dice San Pablo: “No apaguen el Espíritu, no desprecien lo que dicen los profetas.  Examínenlo todo y quédense con lo bueno” (1a. Tes. 5,19-21).

Considerarlos lo más importante en la oración o en la evangelización.  Los Carismas son sólo auxilios en la evangelización, para despertar y fortalecer la fe de aquéllos en medio de los cuales se manifiestan estos dones extraordinarios del Espíritu de Dios.


                         



Considerarlos como propios de la persona a través de la cual se manifiestan.  Los Carismas no se poseen.  Ni tampoco puede decirse que éstos poseen a la persona.  Como todo don de Dios, son de Dios.  Es Dios actuando a través de la persona que se deja poseer por el Señor, que es Quien actúa a través de esa persona.  La persona viene a ser instrumento de Dios.  Y así como no puede decirse que la música es del instrumento a través del cual esa música suena, tampoco puede decirse que el Carisma es de la persona a través de la cual se manifiesta.

Nos dice el Concilio que es a los Pastores a quienes “toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no, por cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (cr. 1a. Tes. 5, 12-19-21)” (AA 1-3).

















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org


domingo, 13 de enero de 2019

«Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado» (Evangelio Dominical)





Hoy contemplamos a Jesús ya adulto. El niño del Pesebre se hace un hombre completo, maduro y respetable, y llega el momento en el que ha de trabajar en la obra que el Padre le ha confiado. Así es como le encontramos en el Jordán en el momento de empezar esta labor: uno más en la fila de aquellos contemporáneos suyos que iban a escuchar a Juan y a pedirle el baño del bautismo, como signo de purificación y renovación interior.

Allí, Jesús es descubierto y señalado por Dios: «Puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’» (Lc 3,21-22). Es la etapa preparatoria del gran camino que está dispuesto a emprender y que le conducirá hasta la Cruz. Es el primer acto de su vida pública, su investidura como Mesías. 

                                            



Es también el proemio de su modo de actuar: no obrará con violencia, ni con gritos y asperezas, sino con silencio y suavidad. No cortará la caña quebrada, sino que la ayudará a mantenerse firme. Abrirá los ojos a los ciegos y librará a los cautivos. Las señales mesiánicas que describía Isaías, se cumplirán en Él. Nosotros somos los beneficiarios de todas estas cosas porque, como leemos hoy en la carta de san Pablo: «Él nos salvó, no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia, por medio del bautismo regenerador y la renovación del Espíritu Santo que derramó abundantemente sobre nosotros (...). De este modo, salvados por su gracia, Dios nos hace herederos conforme a la esperanza que tenemos de alcanzar la vida eterna» (Tit 3,5-7).

La fiesta del Bautismo de Jesús debe ayudarnos a recordar nuestro propio Bautismo y los compromisos que por nosotros tomaron nuestros padres y padrinos al presentarnos en la Iglesia para hacernos discípulos de Jesús: «El Bautismo nos ha liberado de todos los males, que son los pecados, pero con la gracia de Dios debemos cumplir todo lo bueno» (San Cesáreo de Arlés).




Lectura del santo evangelio según san Lucas (3,15-16.21-22):





En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».

Palabra del Señor




COMENTARIO.




 San Juan Bautista predicaba e impartía en el Río Jordán un Bautismo de conversión.  Quien se acercaba al Jordán se reconocía pecador y deseaba cambiar de vida.

De allí que llama la atención el que Jesús, el Hijo de Dios, que se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, se acercara a la ribera del Jordán, como cualquier otro de los que se estaban convirtiendo, a pedirle a Juan, su primo y su precursor, que le bautizara.  Tanto es así, que el mismo Bautista, que venía predicando insistentemente que detrás de él vendría “uno, que es más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias” (Lc. 3, 15-16 y 21-22), se queda impresionado de la petición del Señor.

Y es que en esta escena en el Jordán podemos entender esas palabras de San Pablo: “Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió el pecado” (2 Cor 5, 21).





Jesucristo se humilla hasta pasar por pecador, hasta parecer culpable, pidiendo a San Juan el Bautismo de conversión!   Pero es que tenía que ser así, porque la razón de su Bautismo en el Jordán era la misma que la de su Nacimiento: identificarse con nosotros que somos pecadores.

Por eso cuando San Juan Bautista no quiere bautizarlo, Jesús le insiste como queriéndole decir:  a ti no te parecerá adecuado, pero en realidad sí está en completa armonía con el motivo de mi venida.  Es que Cristo vino a identificarse con una humanidad pecadora: El vino a compartir nuestra culpa y a liberarnos de ella.

Entonces Juan Bautista al verlo venir de nuevo a Jesús exclamó: “He ahí el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Jn. 1-29).  ¿Qué significará eso de que Cristo es ahora el Cordero?

Antes de Cristo los israelitas sacrificaban corderos, buscando la expiación de sus pecados.  Cristo, al cargar con nuestros pecados, se hace el verdadero Cordero de Dios, para salvarnos de nuestros pecados.  Es lo que nos dice el Sacerdote al presentarnos a Cristo en la Hostia Consagrada antes de la Comunión: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…”.




Y, al Cristo ser bautizado en el Jordán, como una respuesta a esta actitud de humillación de Jesús, “se abrió el Cielo, bajó el Espíritu Santo sobre El en forma de paloma y vino una voz del Cielo: ‘Tú eres mi Hijo amado, el predilecto’” (Lc. 3,15-16 y 21-22)).  El Padre revela al mundo Quién es ese bautizado: su Hijo, el Dios-Hombre.

Y en este bellísimo pasaje de la vida del Señor y de su Precursor, no sólo vemos la revelación de Jesucristo, como Hijo de Dios, sino también la revelación de la Santísima Trinidad en pleno:  el Padre que habla, el Hijo hecho Hombre que sale del agua bautizado y el Espíritu Santo que aleteando cual paloma se posa sobre Jesús.

San Juan Bautista nos da el testimonio de lo que ve y escucha:  por una parte, puede ver el Espíritu de Dios descender sobre Jesús en forma como de paloma.  Las palabras del Bautista describiendo el Espíritu Santo hacen recordar la mención del Espíritu de Dios en el Génesis, antes de la creación del mundo, cuando “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen. 1, 2).  Tal vez ese “aletear” del Espíritu Santo hace que San Juan compare ese “aletear” con el aletear de la paloma.



 Un punto importante a notar en el Bautismo del Señor es que, al sumergirse Jesús en las aguas del Jordán, le confirió al agua un poder de sanación espiritual, le dio significación especial al agua. De allí que el agua sea la materia del Bautismo Sacramento, instituido después por Cristo, el cual nos borra el pecado original con el cual todos nacemos.

Recordar el Bautismo del Dios-Hombre es recordar la necesidad que tenemos de conversión, de cambiar de vida, de cambiar de manera de ser, de pensar y de actuar, para asemejarnos cada vez más a Jesucristo.  Es recordar la necesidad que tenemos de purificar nuestras almas en las aguas del arrepentimiento y de la confesión de nuestros pecados.  Es recordar que en todo momento y bajo cualquier circunstancia necesitamos la humildad y la docilidad que nos llevan a buscar la Voluntad de Dios por encima de cualquier otra cosa.

Que nuestra vida se convierta en una continua entrega a la Voluntad de Dios, de manera que, así como los cielos se abrieron para Jesús al recibir el Bautismo de Juan, se abran también para nosotros en el momento de nuestro paso a la otra vida y podamos escuchar la voz del Padre reconociéndonos también como hijos suyos, porque como su Hijo Jesucristo, hemos buscado hacer su Voluntad.



Pensar en el Bautismo de Jesucristo, el Dios-hecho-hombre, nos debe llenar de gran humildad:  si todo un Dios se humilla hasta pedir el Bautismo de conversión que San Juan Bautista impartía a los pecadores convertidos, ¿qué no nos corresponde a nosotros, que somos pecadores de verdad?











Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org