Hoy consideramos la parábola del sembrador. Tiene una fuerza y un encanto especiales porque es palabra del propio Señor Jesús.
El mensaje es claro: Dios es generoso sembrando, pero la concreción de los frutos de su siembra dependen también —y a la vez— de nuestra libre correspondencia. Que el fruto depende de la tierra donde cae es algo que la experiencia de todos los días nos lo confirma. Por ejemplo, entre alumnos de un mismo colegio y de una misma clase, unos terminan con vocación religiosa y otros ateos. Han oído lo mismo, pero la semilla cayó en distinta tierra.
La buena tierra es nuestro corazón. En parte es cosa de la naturaleza; pero sobre todo depende de nuestra voluntad. Hay personas que prefieren disfrutar antes que ser mejores. En ellas se cumple lo de la parábola: las malas hierbas (es decir, las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas) «ahogan la Palabra, y queda sin fruto» (Mt 13,22).
Pero quienes, en cambio, valoran el ser, acogen con amor la semilla de Dios y la hacen fructificar. Aunque para ello tengan que mortificarse. Ya lo dijo Cristo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). También nos advirtió el Señor que el camino de la salvación es estrecho y angosto (cf. Mt 7,14): lo que mucho vale, mucho cuesta. Nada de valor se consigue sin esfuerzo.
El que se deja llevar de sus apetitos tendrá el corazón como una selva salvaje. Por el contrario, los árboles frutales que se podan dan mejor fruto. Así, las personas santas no han tenido una vida fácil, pero han sido unos modelos para la humanidad. «No todos estamos llamados al martirio, ciertamente, pero sí a alcanzar la perfección cristiana. Pero la virtud exige una fuerza que (…) pide una obra larga y muy diligente, y que no hemos de interrumpir nunca, hasta morir. De manera que esto puede ser denominado como un martirio lento y continuado» (Pío XII).
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
En la Liturgia de hoy tenemos un Evangelio en el que Jesucristo presenta una parábola: la Parábola del Sembrador. Y podríamos decir que el Señor también nos da su propia “homilía”, ya que después de haber lanzado esa ilustrativa parábola, El explica a los discípulos lo que significa todo lo que ha dicho.
Recordemos que los discípulos le preguntan al Señor por
qué habla a la gente en parábolas. Y el Señor les da el por
qué. Y es muy interesante ver los motivos que da el Señor.
Pero más que interesante debiera resultarnos “preocupante” -debiera más bien ser
motivo de preocupación- el percatarnos de la razón que da Jesús.
Oigamos sus palabras: “Les hablo en parábolas porque viendo no
ven, y oyendo no oyen ni entienden”. Y pasa Jesús a recordar que ya
esto estaba dicho, pues había sido anunciado por boca del Profeta Isaías.
Así continúa el Señor:
“En ellos se cumple aquella profecía de Isaías: ‘Oirán una y otra vez y
no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este
pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos ... porque no quieren convertirse ni que Yo
los salve.’”
Cuando Jesús terminó de exponer la Parábola del
Sembrador, cerró con esta frase:“El
que tenga oídos que oiga”. Y ... ¿qué significa oír a
Dios? ¿Quiénes son los que oyen a Dios? Lo dice muy claramente
Jesús con las palabras del Profeta Isaías que El mismo cita. ¿Quiénes son
los que oyen? ... Pues si los que nooyen son los que no quieren convertirse, ni ser salvados
por El ... los que sí oyen tienen que ser los que están
abiertos a la conversión y los que se sienten necesitados de ser salvados por
Jesucristo.
Pero, veamos cuál es la situación real. ¿Qué es lo
que sucede? ... Sucede que la mayoría de nosotros nos encontramos
aturdidos por los atractivos del mundo y ocupados con sus exigencias; es decir,
estamos -como si dijéramos- “atrapados” por el mundo, por todo lo
mundano. Y entonces no tenemos ni tiempo, ni tranquilidad, ni ganas
siquiera, de pensar en la necesidad que tenemos de convertirnos ... porque no
pensamos sino en las cosas de mundo. Vivimos como si Dios no existiera,
como si no necesitáramos ser salvados.
Hay otros que llegamos a pensar que tal vez debiéramos
convertirnos ... y hasta damos algunos pasos en ese sentido. Pero ...
¿quiénes somos los que concientizamos suficientemente la necesidad que tenemos
de ser salvados por Jesucristo?
¿No es cierto que más bien tomamos nuestra redención algo así como un “derecho
adquirido”, como algo que ya está dado y que en realidad no tiene mayor
importancia?
¿Quiénes somos los que realmente pensamos que tenemos una
necesidad vital de ser redimidos por
Jesucristo? ... ¿Quiénes? ... ¡Qué lejos estamos de la realidad, qué
lejos estamos de la verdad, con nuestra forma de pensar! ¿O podríamos más
bien llamarla “forma de no pensar”? Pues, como decíamos
antes, realmente no nos ocupamos mucho de pensar en esto ...
La Segunda Lectura de la Carta de San Pablo a los Romanos (Rm.
8, 18-23) que
seguimos leyendo poco a poco a lo largo de estas semanas del Tiempo Ordinario,
nos habla de esa necesidad que tenemos de ser redimidos. Nos habla de los
sufrimientos de esta vida, por los que tenemos que pasar, pero teniendo la
firme esperanza de que seremos definitivamente llevados a la gloria de los
hijos de Dios.
Los que en esta vida tratan de vivir en gracia, tienen
esa vida divina en la parte espiritual de su ser, pero esperan ser
transformados totalmente, cuerpo y alma, en el momento de la
resurrección. Y mientras estamos en esta vida, aunque vivamos en gracia,
en Dios, y podamos vivir la Paz de Cristo, los sufrimientos y las tentaciones
nos impiden gozar de la gloria, de la verdadera libertad de los hijos de Dios.
Por ahora, nos dice San Pablo, toda la creación
-incluyéndonos a nosotros- gime, sufre, como con dolores de parto. Pero
estamos esperando nuestra liberación definitiva cuando también nuestro cuerpo
sea glorificado en la resurrección final.
Volvamos, entonces, a la Parábola del Sembrador, la cual
es muy clara. Como dijimos, el Señor mismo nos la explica. Y ¿qué
nos dice el Señor? ... Que debemos ser “tierra buena”para recibirlo
a El. Lo más importante a considerar en esta parábola son nuestras
actitudes, nuestros criterios, nuestras maneras de ver las cosas.
Jesucristo es el Sembrador que siembra su Palabra, siembra su Gracia, siembra
su Amor. ¿Y nosotros ... cómo recibimos todo esto? ¿Qué terreno
somos para la siembra de la Palabra del Señor?
¿Somos de los que no la entienden porque dejan que “llegue
el diablo y le arrebata lo sembrado en el corazón”?
¿O seremos tal vez de los “pedregosos
o poco constantes”, que
se entusiasman inicialmente -es decir, dejan germinar la semilla- pero
enseguida ponen obstáculos o dudas que hacen que la semilla del Señor no pueda
echar raíces, y entonces la siembra se pierde?
¿O más bien somos de los “espinosos”,que
oyen la palabra, pero la ahogan con las preocupaciones de la vida, con la
importancia excesiva que le dan a lo material, con el atractivo que tienen
hacia lo mundano, con el apego que tienen al racionalismo y el orgullo
intelectual, etc., etc. etc. ... que ahogan la Palabra de Dios con ¡tantas
otras cosas! que terminan por hacer que la siembra no dé sus frutos.
Según la “homilía” del Señor, si somos así, somos de los
que, aún teniendo ojos, no ven, y aún teniendo oídos, no oyen, y aún teniendo
inteligencia, no comprenden.
Entonces cabe preguntarnos: ¿realmente queremos
seguir con los ojos cerrados, con los oídos cerrados y con el corazón
cerrado? ¿O queremos abrirnos para ser de esa “tierrabuena”, que es como llama Jesús a las
almasde los que sí abren sus ojos, sí abren sus oídos y sí abren su
inteligencia y su corazón, para que el Señor pueda sembrar y para que podamos
dar fruto?
En la Primera Lectura (Is. 55, 10-11) Dios nos anuncia por medio del
Profeta Isaías que su Palabra no quedará sin resultado, sino que ella cumplirá
su misión, la cual es el cumplimiento de la voluntad divina. Y esto lo
dice con el mismo paisaje campestre del Evangelio y del Salmo, es decir,
la siembra, la lluvia, la semilla, la germinación.
El Salmo 64 que hemos
rezado nos habla de la tierra y del agua que la riega, de pastos y de flores,
de rebaños y trigales. Y nos habla de la preparación de la tierra.
Y ¿quién prepara la tierra? ¿quién prepara nuestra alma para recibir la
semilla y poder dar fruto? La prepara el mismo Señor, el Sembrador.
Así hemos rezado en el Salmo: “Tú
preparas las tierras para el trigo: riegas los surcos, aplanas los terrenos,
reblandeces el suelo con la lluvia”. Dispongámonos a que el Señor
nos prepare para su siembra, dejemos que El reblandezca nuestro suelo con la
lluvia de su Gracia, dejemos que El aplane nuestro terreno, moldeándolo de
acuerdo a su Voluntad. Así podremos ser esa tierra buena que El busca
para sembrar su Palabra y para que dé el fruto esperado.
“Unos dan el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros,
el treinta”. Ojalá
estemos entre éstos, porque -si es así- el Señor podrá decirnos como a sus
discípulos: “Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y
sus oídos oyen”.
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