“Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas”.
Con esas palabras el ángel del Señor trata de levantar el ánimo a Elías. El
profeta huía de la amenaza real que se cernía sobre él. Había caminado ya
durante una jornada por el desierto y se sentía tan desalentado y temeroso que
se deseaba la muerte.
Animado por aquella voz que lo despertaba una y otra vez,
“se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento camino
cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re
19,4-8).
Esa es también nuestra historia, reflejada por tantos elementos simbólicos, como el acecho del mal, la soledad del desierto, los cuarenta días que reflejan la plenitud de la existencia, el ángel que evidencia la presencia y misericordia de Dios, el monte santo en el que Moisés ha recibido la Ley del Señor, el anuncio de la justicia que se ha confiado al profeta. Y, en el centro, el pan para el camino que lleva al encuentro con Dios, el pan de la vida.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,41-51)
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el
pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No
conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no
lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está
escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Palabra del Señor
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Después del milagro de la multiplicación de los panes y los
peces, hubo personas que comenzaron a buscar a Jesús con más interés y a
hacerle preguntas importantes sobre lo que Dios quería de ellos, pero siempre
requerían de un signo ¡cómo si no fueran suficientes los milagros que iba
realizando por donde pasaba!
En una de esas conversaciones con Jesús se refirieron al
maná que comieron sus antepasados en el desierto. Jesús les habló de otro
“pan”, muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría. Ellos le
pidieron a Jesús que les diera de ese pan “que baja del cielo y da vida al
mundo” (Jn. 6, 24-35).Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les dijo que El
mismo era ese “pan”: “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del Cielo”.
Pero ... ¡gran escándalo! El Evangelio de hoy (Jn. 6,
41-51) nos trae las murmuraciones que hicieron los que oyeron a Jesús
hablar de ese “pan”: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no
conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado
del Cielo?”
Tenían que escandalizarse, porque no tenían fe, mucho menos
la confianza que viene con la fe. No confiaron en la palabra de Jesús y
enseguida se pusieron a revisar de dónde había venido. Y, guiados por sus
propios razonamientos, concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.
A veces nosotros también confiamos más en nuestros
razonamientos que en las cosas “imposibles”, que sólo se entienden y se aceptan
en fe. Como la Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo
.
A simple vista es una oblea de harina de trigo. Pero esa
hostia consagrada es ¡nada menos! que Jesucristo, con todo su ser de hombre y
todo su ser de Dios. Y es nuestro alimento, un alimento “especial”.
Pero para creer hace falta la fe. Cierto que la fe es un
regalo que Dios nos da, pero -como todo regalo- hay que recibirlo y usarlo. La
fe hay que ejercitarla. ¿Cómo? Creyendo las cosas que sabemos que Dios nos ha
revelado, como que al comulgar recibimos a Jesús. ¿Lo vemos? No. Pero lo
creemos. Eso es la fe.
Ese alimento que es Cristo en la Eucaristía es un alimento
“especial” porque nos da Vida Eterna. Bien le dice Jesús a sus interlocutores: “Sus
padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el Pan
que ha bajado del Cielo, para que, quien lo coma, no muera ... Y el que coma de
este Pan vivirá para siempre”.
Gran regalo que nos ha dejado el Señor: se entrega El mismo
para ser alimento de nuestra vida espiritual, y para ser alimento para la Vida
Eterna.
Así fue para el Profeta Elías, recibió un alimento que le
dio fuerza para resistir una larga travesía hasta el monte santo de Dios, el
Monte Horeb, a pesar de que antes de comerlo se encontraba sin fuerzas, casi
muriendo.
Nos cuenta la Primera Lectura de hoy (1 R 19, 4-8) que
Elías estaba moribundo en el desierto. Pero Dios envió un Ángel que lo despertó
para darle comida. Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días
y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”.
Ese alimento divino que restauró las fuerzas de Elías para
realizar esa travesía por el desierto hasta llegar al monte de Dios, recuerda
el alimento eucarístico que nos da a nosotros fuerza para realizar el viaje
hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya hemos comenzado todos los que
vivimos en esta tierra.
En el Antiguo Testamento hay varias prefiguraciones del Pan
Eucarístico, entre ellas la más conocida tal vez sea la del maná. Pero este
pasaje en la vida del Profeta Elías también nos recuerda la Eucaristía.
Pero, adicionalmente, esta circunstancia en la vida del gran
Profeta Elías puede aplicarse a aquéllos que se sienten muy fuertes, física y/o
espiritualmente, y piensan que nunca van a estar debilitados o que nunca deben
sentirse débiles o reconocerse débiles.
Las insuficiencias físicas y los abatimientos espirituales
son experiencias muy útiles para sentir nuestra debilidad, debilidad que es característica
de los seres humanos, pero que suele ser tan rechazada, disimulada o escondida.
Al sabernos y reconocernos débiles, insuficientes, Dios
puede mostrarse en nosotros. Bien lo dice San Pablo, en una de sus citas
memorables: “Por eso me alegro cuando me tocan enfermedades, persecuciones
y angustias: ¡todo por Cristo! Cuando me siento débil, entonces soy fuerte (2
Cor. 12, 10).
Y es también San Pablo quien en la Segunda Lectura de hoy (Ef.
4,30-5,2) nos recuerda que debemos vivir “amando como Cristo que nos
amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y víctima”. Se entregó por
nosotros en la cruz y se entrega a nosotros en cada Eucaristía, memorial de su
Pasión, Muerte y Resurrección.
Si El nos ama así ¡cómo no retribuir en “algo” ese amor!
amándolo a El, primero que todo y amándonos entre nosotros como El nos enseña a
amarnos, no sólo evitando las maldades de que nos habla San Pablo en esta
Segunda Lectura, sino también dando la vida.
Y dar la vida no significa llegar a morir por los demás,
como Cristo, aunque se han dado y se siguen dando casos de martirios genuinos.
Dar la vida significa, también, pensar primero en procurar el bien de los demás
y luego en el propio ... Y puede ser que hasta se llegue a olvidar el bien
propio. ¿Imposible? Muchos lo han hecho. Algunos aún lo hacen. No es imposible.
Recordemos, pues, que la fuente de donde recibimos las
gracias para poder actuar como Cristo, en entrega de amor a Dios y a los demás,
está en la Eucaristía, que es –como hemos dicho- el alimento para nuestro viaje
a la eternidad.Pero somos testigos de cómo -lamentablemente- en nuestros días
sucede como en tiempos de Jesús.
¿Quiénes creen realmente que es Dios mismo presente en esa
oblea de harina de trigo? ¿Cuántos son los que creen en este “Sacramento de
nuestra Fe”? O … ¿cuántos son los que en verdad lo aprovechan debidamente, los
que lo reciben dignamente?
Veamos bien: para que la Sagrada Comunión o Eucaristía nos
aproveche como está previsto por Dios, es cierto que es indispensable la fe en
este increíble misterio. Esta es una disposición de nuestro entendimiento:
creer lo que, en apariencia, no es lo que verdaderamente es.
Pero también hacen falta otras disposiciones de nuestra
voluntad. Se requiere someter nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Es decir
debemos hacer Su Voluntad, pues con esto lo estamos amando, y al amarlo El mora
en nosotros.
“Quien permanece en el Amor, en Dios permanece, y Dios en
él” (1 Jn. 4, 16).
“Si alguien me ama guardará mis palabras y mi Padre lo amará
y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Jn. 14, 23)
“Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi
voz y me abre, entraré a su casa a comer. Yo con él y él conmigo” (Ap. 3, 20).
Y cuando el alma se entrega de veras a Dios y a Su Voluntad,
Cristo en la Comunión realiza cosas maravillosas, pues es Dios mismo, Quien
viene al alma con su Divinidad, su Amor, su fortaleza, todas sus riquezas, para
ser su luz, su camino, su verdad, su sabiduría, su redención.
Imaginemos qué no puede hacer el mismo Dios en un alma que
se deja hacer de El. ¿A cuánto puede llegar esa acción de Dios en el alma? Si
en el Comunión el alma se une a Cristo, El va transformando poco a poco al alma
en El.
Porque la Eucaristía es un alimento muy “especial”, pues no
funciona como los demás alimentos. Cuando ingerimos los demás alimentos, éstos
son asimilados por nuestro organismo y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y
de nuestra sangre. Cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, es al revés:
nosotros nos asimilamos a El. Es un alimento que nos va transformando en El.
Los Padres de la Iglesia han hecho notar esta diferencia que
hay entre el alimento material que mantiene la vida del cuerpo y el alimento
espiritual que es el Pan Eucarístico.
“Nos unimos a El y nos hacemos con El un solo cuerpo y una
sola carne” (San Juan Crisóstomo).
“No hace otra cosa la participación del Cuerpo y la Sangre
de Cristo sino trocarnos en aquello mismo que tomamos” (San León Magno).
Más categórico aun es San Agustín, quien pone estas palabras
en boca de Cristo: “Yo soy el pan para los fuertes. Ten fe y cómeme. Pero no me
cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en Mí”.
Pero no puede ser otro que Santo Tomás de Aquino quien dé
una explicación aún más detallada y precisa de cómo funciona este Sacramento:
“Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación
repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No así en
el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma,
transforma en Sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese
Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda
verdad decir: ‘Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí’ (Gal. 2,
20)”
Esto quiere decir que cuando Cristo viene a nosotros en la
Comunión –y lo recibimos con las disposiciones convenientes- vamos cambiando,
pareciéndonos cada vez más a Cristo. Así, nuestra manera de pensar, de sentir,
de actuar se va asemejando cada vez más a la de Cristo.
Si no sucede así, no hay “comunión”. Recibimos a Cristo con
nuestra boca. Pero eso no basta, pues tenemos que unirnos a El en el
pensamiento, en el sentir, en la voluntad, con nuestro cuerpo, con nuestra alma
(entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.
Así, nuestra vida humana podrá participar de su vida divina,
de manera que sea El y no nuestro “yo” el principio que guíe nuestra existencia
y nos conduzca por la travesía que nos lleva a la Vida Eterna.
“El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo guarde
nuestras almas para la Vida Eterna”, dice el Sacerdote antes de tomar el Pan y
el Vino consagrados y de repartirlo a los comulgantes.
Bien claro pone esto la Liturgia de la Iglesia en la oración
después de la Comunión el Domingo 24 del Tiempo Ordinario:
“La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro
cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento,
quien mueva nuestra vida”.
Sólo así podrá ser Cristo Quien viva en nosotros y no
nosotros mismos, según la expresión de San Pablo a los Gálatas (cf. Gal.
2, 20).
Así, la presencia divina de Jesús, recibido en la Comunión
Eucarística puede impregnar nuestro ser tan íntimamente, que podemos llegar a
ser cada vez más semejantes a Cristo.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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