Hoy vemos a Jesús «escribir con el dedo en la tierra» (Jn
8,6), como si estuviera a la vez ocupado y divertido en algo más importante que
el escuchar a quienes acusan a la mujer que le presentan porque «ha sido
sorprendida en flagrante adulterio» (Jn 8,3).
Llama la atención la serenidad e incluso el buen humor que vemos en Jesucristo, aún en los momentos que para otros son de gran tensión. Una enseñanza práctica para cada uno, en estos días nuestros que llevan velocidad de vértigo y ponen los nervios de punta en un buen número de ocasiones.
La sigilosa y graciosa huida de los acusadores, nos recuerda
que quien juzga es sólo Dios y que todos nosotros somos pecadores. En nuestra
vida diaria, con ocasión del trabajo, en las relaciones familiares o de
amistad, hacemos juicios de valor. Más de alguna vez, nuestros juicios son
erróneos y quitan la buena fama de los demás. Se trata de una verdadera falta
de justicia que nos obliga a reparar, tarea no siempre fácil. Al contemplar a
Jesús en medio de esa “jauría” de acusadores, entendemos muy bien lo que señaló
santo Tomás de Aquino: «La justicia y la misericordia están tan unidas que la
una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad; y la
misericordia sin justicia es ruina, destrucción».
Hemos de llenarnos de alegría al saber, con certeza, que Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el sacramento de la confesión. En estos días de Cuaresma tenemos la oportunidad magnífica de acudir a quien es rico en misericordia en el sacramento de la reconciliación.
Y, además, para el día de hoy, un propósito concreto: al ver a los demás, diré en el interior de mi corazón las mismas palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11).
Hemos de llenarnos de alegría al saber, con certeza, que Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el sacramento de la confesión. En estos días de Cuaresma tenemos la oportunidad magnífica de acudir a quien es rico en misericordia en el sacramento de la reconciliación.
Y, además, para el día de hoy, un propósito concreto: al ver a los demás, diré en el interior de mi corazón las mismas palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11).
Lectura
del santo evangelio según san Juan (8,1-11):
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
- «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
- «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
- «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
- «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Palabra del Señor
COMENTARIO.
En tiempos de Jesús a las mujeres que cometían adulterio se
les daba muerte lanzándoles piedras. Hay algunas religiones que aún en la
actualidad siguen con estas costumbres. ¡Horrible castigo morir
apedreado!
Esto nos hace recordar a San José, hombre bueno, esposo
virginal de la Virgen María, quien al notar que ella estaba embarazada, sin
saber que el bebé en su vientre era el Hijo de Dios, engendrado por el Espíritu
Santo, pensó “dejarla en secreto para no ponerla en evidencia”.
Distinto fue el caso de los acusadores de la mujer adúltera,
que nos trae el Evangelio de hoy (Jn. 8, 1-11). Estos hombres
llevaron a la mujer pecadora, arrastrada hasta donde se encontraba Jesús, con
la intención -nos dice el Evangelio- de “ponerle (a Jesús) una trampa y
poder acusarlo”. ¿En qué consistía la trampa? Si ordenaba
apedrearla, ¿dónde quedaban el perdón y la misericordia?, y si no accedía al
castigo mortal, ¿dónde quedaba el cumplimiento de la Ley que lo estipulaba?
Pero Jesús, con su Sabiduría infinita por ser Dios, no hace ni
una cosa, ni la otra, sino todo lo contrario. Nos cuenta el relato de San
Juan que sin siquiera levantar la mirada para ver a la mujer culpable, ni
tampoco a sus acusadores, comienza a escribir sobre el polvo del suelo.
Como creen que Jesús no les está haciendo caso, vuelven a insistir.
Entonces el Señor se incorpora y les responde: “Aquél de ustedes que
no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Luego se volvió a
agachar y siguió escribiendo en el suelo. Poco a poco, uno tras otro
comenzaron a retirarse.
¿Cuál sería esa escritura misteriosa que con aparente desdén
Jesús hacía sobre el polvo? Algunos piensan que escribía los pecados de
los acusadores. Por supuesto, no les quedó más remedio que escabullirse.
Vemos, entonces, que Jesús propone algo absolutamente nuevo no
contemplado por la Ley: sólo el que esté libre de pecado puede lanzar
piedras. ¿Y quién es el único libre de pecado? Solamente El, el
Inocente que cargó con todos los pecados: los que posiblemente escribió en el
suelo, los de la mujer adúltera y los de cada uno de nosotros. Y El no
pronuncia sentencia, no condena a la mujer.
Se quedan solos la pecadora y Jesús. ¡Qué conmovedora
escena! Ella no se excusa, se sabe culpable, está de pie frente a
El. Jesús vuelve a levantarse y le pregunta: “¿Dónde están los que
te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? ... Tampoco yo te
condeno. El, que sí hubiera podido tirar la primera piedra, no
la condena, la perdona.
Pero agrega algo muy importante: “Vete y no vuelvas a
pecar”. Jesús no la apoya en su pecado. Muy por el
contrario: le ordena que no peque más.
Muchas enseñanzas en este impactante relato bíblico.
Dios conoce todos nuestros pecados, hasta nuestros más escondidos
pecados. Y sólo espera que estemos a sus pies para perdonarnos y pedirnos
que no volvamos a pecar. No debemos temer, por más grave que pueda ser
nuestro pecado, por más grande o más fea que pueda ser nuestra falta.
Dios lo único que desea es aceptemos nuestra culpa y que nos
arrepintamos.
La mujer adúltera no le dijo nada a Jesús, pero su silencio
fue la aceptación de su falta; su mejor actitud fue que no buscó
excusarse. ¿Cuántas veces nos buscamos nos buscamos y damos excusas para
nuestras faltas, en vez de reconocernos culpables?
Jesús escribió las faltas de los acusadores sobre el
polvo. Así escribe las nuestras. No las escribe en algo
permanente. Quedan allí, en el polvo, hasta que la gracia del perdón,
obtenida por el reconocimiento de nuestros pecados, humedece el polvo, y
nuestras faltas perdonadas pasan al olvido.
El Señor no quiere acusar, ni llevar la cuenta, sino perdonar
y olvidar. Espera que nos arrepintamos de veras y que nos acerquemos a El
en el Sacramento de la Confesión.
Nadie tiene derecho a condenar a nadie. Nadie puede
tirar la primera piedra. Todos somos culpables de algo. Reconocer
nuestras culpas nos ayuda a no estar pendientes de las de los demás. No
acusar es ya el camino hacia la compasión y el perdón de los demás. Dios,
Quien sí podría acusarnos, no lo hace, pero espera que nos acerquemos
arrepentidos a la Confesión para perdonarnos.
Reconocimiento de nuestros pecados, sin excusas,
arrepentimiento, Confesión e intención de no volver a pecar es lo único que
Dios nos pide.
Y así el Señor hace “algo nuevo”, como nos
dice la Primera Lectura (Is. 43, 16-21). “No recuerden lo pasado, ni
piensen en lo antiguo; Yo voy a realizar algo nuevo”. ¿Qué es
ese “algo nuevo”? Lo que va haciendo la gracia de Dios en
nosotros cuando, aceptando nuestras culpas, nos arrepentimos y nos enmendamos
de veras. “Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los
ríos en la tierra árida”. Así puede fluir su gracia, abriendo
caminos e irrigando el desierto de nuestra alma.
Ese “algo nuevo”, dejando atrás lo viejo es lo que
nos explica San Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 3, 8-14). Dejar
atrás lo viejo es lo que pidió Jesús a la mujer adúltera: “No peques más”.
Para ella, en ese momento, era dejar su vida de pecado. El comienzo es no
pecar más. La continuación puede ser mucho más que eso: es preferir a
Dios por encima de cualquier otra cosa o persona.
Con mucha crudeza lo expresa San Pablo, pero con mucha
veracidad: “Nada vale la pena, en comparación con el Bien Supremo
... he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de estar
unido a Cristo”.
Ese “todo basura” de San Pablo no es sólo el pecado. Es
todo lo que no nos lleva a amar a Cristo. San Pablo renunció a todo para
amar a Dios sobre todo lo demás y sobre todos los demás. Nosotros debemos
comenzar por el “no peques más” de la adúltera, pero no debemos quedarnos en
eso. Una vez ubicado “el Bien Supremo”, ¿qué hacemos tras otras cosas que
no nos llevan a El?
No creamos, sin embargo, que el amar a Dios sobre todas las cosas
y personas, sea una acción automática. Preferir a Dios se convierte en un
proceso que suele llevarnos toda una vida. En eso consiste el camino de
la santidad, bien descrito por San Pablo: “No quiero decir que
haya logrado ya ese ideal ... pero me esfuerzo en conquistarlo ... Todavía no
lo he logrado. Pero, eso sí, olvido lo que he dejado atrás y me lanzo
hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que nos llama Dios desde el
Cielo”.
En el Salmo 125 reconocemos “las grandes cosas
que hecho por nosotros el Señor”, cómo nos regresa del “cautiverio” del
pecado, cómo cambia nuestro dolor en júbilo, referencias de lo que es la
conversión y el perdón.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia. org
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