Hoy leemos este Evangelio tan conocido para todos nosotros,
pero siempre tan sorprendente. Con este fragmento de las bienaventuranzas,
Jesús nos ofrece un modelo de vida, unos valores, que según Él son los que nos
pueden hacer felices de verdad.
La felicidad, seguramente, es la meta principal que todos buscamos en la vida. Y si preguntásemos a la gente cómo buscan ser felices, o dónde buscan su propia felicidad, nos encontraríamos con respuestas muy distintas. Algunos nos dirían que en una vida de familia bien fundamentada; otros que en tener salud y trabajo; otros, que en gozar de la amistad y del ocio..., y los más influidos quizá por esta sociedad tan consumista, nos dirían que en tener dinero, en poder comprar el mayor número posible de cosas y, sobre todo, en lograr ascender a niveles sociales más altos.
Estas bienaventuranzas que nos propone Jesús no son, precisamente, las que nos ofrece nuestro mundo de hoy. El Señor nos dice que serán «bienaventurados» los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia... (cf. Mt 5,3-11).
Este mensaje del Señor es para los que quieren vivir unas actitudes de desprendimiento, de humildad, de deseo de justicia, de preocupación e interés por los problemas del prójimo, y todo lo demás lo dejan en un segundo término.
¡Cuánto bien podemos hacer rezando, o practicando alguna corrección fraterna, cuando nos critiquen por creer en Dios y por pertenecer a la Iglesia! Nos lo dice claramente Jesús en su última bienaventuranza: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5,11).
San Basilio nos dice que «no se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo... Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad».
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (5,1-12a):
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos,
porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las Lecturas de hoy nos hablan de las llamadas
“Bienaventuranzas”, que es aquella lista de motivos de felicidad que nos da el
Señor en el Sermón de la Montaña, al comienzo de su vida pública, y que hoy nos
narra el Evangelio de San Mateo (Mt. 5, 1-12)
Analizadas las Bienaventuranzas desde un punto de vista
meramente humano, podrían parecernos una verdadera contradicción. Pero ya
se había anunciado de Jesucristo en el momento de su Presentación en el Templo,
que había venido “para ser signo de contradicción” (Lc. 2, 34). Y uno
de los discursos del Señor en que se palpa bien este anuncio es precisamente el
de las Bienaventuranzas.
Todas las Lecturas de hoy, incluyendo el Salmo 145 nos
llaman también a esas actitudes virtuosas -aparentemente inhumanas- que nos
llevan a la bienaventuranza, a la verdadera felicidad.
“Busquen la santidad, busquen la humildad”, nos dice el
Profeta Sofonías en la Primera Lectura (So 2,3: 3, 12-13).
San Pablo en su Carta a los Corintios (1Co. 1, 26-31)
nos habla de esa humildad, de esa sencillez que pide el Profeta Sofonías y que
Cristo ratifica en el discurso de las Bienaventuranzas. Y lo hace
San Pablo hablando claramente del peligro de confiar en “criterios
humanos”.
Entre los que han sido llamados por Dios, nos dice, “no
hay muchos sabios, ni poderosos, ni nobles según los criterios humanos.
Más bien Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo, para humillar a los
sabios; a los débiles de este mundo, para avergonzar a los fuertes; a los
insignificantes, a los que no valen nada, para que nadie pueda presumir delante
de Dios”.
Así son los criterios de Dios ¡tan diferentes de los
criterios humanos! Pero ¿nos damos cuenta de esto? ¿O seguimos con
los criterios que nos vende el mundo: el poder, la riqueza, el mucho
valer, la auto-suficiencia, etc., con las que -contrario a los que nos dicen
las Lecturas de hoy- estamos presumiendo delante de Dios, buscando
glorias humanas, pensando que podemos por nosotros mismos, creyéndonos muy
capaces de lograr cualquier cosa que nos propongamos, sin recordar que hasta cada
latido de nuestro corazón depende de Dios que nos creó.
Y las Lecturas de hoy son muy claras y muy precisas.
Contradictorias de los criterios humanos, sí; pero no dejan espacio para
la duda.
La Primera Lectura nos habla del “día de la ira del
Señor”. “Aquel día, dice el Señor, Yo dejaré en medio de ti, pueblo mío,
un puñado de gente pobre y humilde. Este resto de Israel
confiarán en el nombre del Señor”.
Los que queden el día del Juicio de Dios serán “los
pobres y humildes”. Será un “resto”; es decir, lo que
quede: una pequeña porción. ¿Cómo formar parte de ese “resto”?
La respuesta está en el discurso de las Bienaventuranzas. Veamos cada una
de estas actitudes que nos pide el Señor para ser contados entre los que
heredaremos el Reino de los Cielos:
“Dichosos, felices, bienaventurados, los pobres de
espíritu”. Esta pobreza de que nos habla el Señor no se trata de la
pobreza material, sino de una pobreza “de espíritu”, la cual
consiste en poner nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos.
Así que “ricos”, según éste y otros pasajes del Evangelio,
significan los que se creen capaces sin Dios. Y “pobres” son los que se
sienten nada sin Dios, los que se saben que nada pueden sin Dios. La
pobreza espiritual es lo contrario a la auto-suficiencia, al orgullo, al creer
que todo se puede lograr, sólo proponiéndoselo uno. También significa no
poner la confianza en el dinero, en los bienes materiales, sino sólo en Dios.
Así que no es la pobreza material lo que -necesariamente-
nos lleva a la bienaventuranza, sino la correcta actitud de corazón ante lo que
Dios es y ante lo poco o nada que somos ante Dios. Y la pobreza material
es causa de bienaventuranza sólo en la medida en que nos lleva a esa actitud
interior de pobreza de espíritu.
“Dichosos los que lloran”. Se refiere esta
bienaventuranza a los que sufren, pero a los que sufren como el Señor desea: no
rechazando el sufrimiento que más tarde o más temprano, más fuerte o menos
fuerte, nos llega a cada uno. No rechazando la cruz que el Señor nos
presenta para seguirlo a El, como El nos pide.
Esta bienaventuranza consiste en aceptar el sufrimiento,
imitando a Cristo, uniendo nuestro sufrimiento al suyo, dándole así valor redentor,
como nos indica el Papa Juan Pablo II en su Encíclica sobre el
sufrimiento humano: valor redentor para nosotros mismos y para los demás.
Consiste esta actitud en imitar a Cristo en su
sufrimiento. Todo lo que vivimos en sufrimiento aceptado en Cristo, es la
cruz que el Señor nos regala para poder imitarlo y para poder “ser
consolados”, como nos promete esta bienaventuranza.
“Dichosos los mansos”. En la traducción
actual se habla de sufridos, pero más exacto, para no confundir esta
bienaventuranza con la anterior, es referirse a los mansos, a “los mansos
y humildes de corazón”, como nos indica el Señor en otro pasaje. La
humildad y la mansedumbre son requerimientos esenciales para “heredar la
tierra”, la tierra prometida, la bienaventuranza del Cielo.
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”. Justicia
en el contexto bíblico significa “santidad”. Se habla de hombres
“justos”, como hombres “santos”. Así que el Señor nos está hablando del
deseo de ser santos, de tener hambre y sed de “santidad”. ¿Y qué es
desear ser santos? Es desear cumplir la voluntad de Dios en todo.
Así que el buscar la voluntad de Dios y no la nuestra, nos lleva a la verdadera
felicidad de las Bienaventuranzas.
“Dichosos los misericordiosos”. Ser misericordioso
es saber perdonar y excusar a los demás y -sobre todo- sabernos necesitados de
la misericordia divina, porque somos pecadores y le fallamos a Dios
continuamente. Así, siendo tolerantes y sabiendo perdonar a los demás,
podremos ser objeto de la Misericordia infinita de Dios.
“Dichosos los limpios de corazón”. La
limpieza o pureza de corazón consiste en buscar a Dios por lo que El es, tener
rectitud de intención, honestidad interior. Significa esto, no tener
dobleces en ninguna circunstancia, no tener hipocresía interior, y esto muy
especialmente en la vida espiritual, en nuestra relación con Dios.
La limpieza de corazón es también no tener el espíritu sucio
por el apego al pecado, a los vicios, a las pasiones, por el apego a los
criterios del mundo. Y esta pureza de corazón nos dispone para comprender
las cosas de Dios. Así podremos ver las cosas de Dios como El las ve, no
como las ve el mundo. Así podremos “ver a Dios” en cada
circunstancia de nuestra vida, como nos promete esta Bienaventuranza.
“Dichosos los que trabajan por la paz”. Y
¿quiénes trabajan por la paz? Los que son pacíficos, los que llevan la
Paz de Cristo en su corazón. Así van llevando esa Paz por todas partes y
a todas las personas.
“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia”. No
se refiere esto a todos los presos o perseguidos por cualquier causa, o porque
hayan cometido un delito. Aquí “justicia” se refiere también a
“santidad”. Fijémonos que el Señor explica esta última Bienaventuranza en
la siguiente frase: “Dichosos serán ustedes cuando los
injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía”.
Es claro que el Señor está llamando bienaventurados a los
que son perseguidos por seguir a Cristo, por tratar de ser santos. Y esto
va desde las persecuciones que llevan al martirio, como la de los primeros
cristianos, a la de los católicos que por mucho tiempo estuvieron sometidos a
practicar su fe en la clandestinidad en los países comunistas, y hasta
las críticas que reciben los cristianos practicantes que ponen a Dios por
encima de otra cosa. Y esta crítica puede venir de amigos o enemigos... y
puede tener lugar hasta dentro de la propia familia.
Las Bienaventuranzas son actitudes exigentes, aparentemente
inhumanas -si las juzgamos con criterios de mundo, si las juzgamos
sin pureza de corazón.
Las Bienaventuranzas son regalos del Espíritu Santo, para
aquéllos que estemos convencidos que son el camino que lleva a la eterna
Bienaventuranza del Cielo, a la definitiva y Verdadera Felicidad, que sólo
alcanzaremos en la otra Vida.
Pidamos, entonces, el don de las Bienaventuranzas al
Espíritu Santo y por intercesión de nuestra Madre, María Santísima, que vivió
las Bienaventuranzas en la tierra y vive la Bienaventuranza del Cielo, reinando
con su Hijo Jesucristo.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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