domingo, 6 de agosto de 2017

«Este es mi Hijo amado» (Evangelio Dominical)




Hoy, el Evangelio nos habla de la Transfiguración de Jesucristo en el monte Tabor. Jesús, después de la confesión de Pedro, empezó a mostrar la necesidad de que el Hijo del hombre fuera condenado a muerte, y anunció también su resurrección al tercer día. En este contexto debemos situar el episodio de la Transfiguración de Jesús. Atanasio el Sinaíta escribe que «Él se había revestido con nuestra miserable túnica de piel, hoy se ha puesto el vestido divino, y la luz le ha envuelto como un manto». El mensaje que Jesús transfigurado nos trae son las palabras del Padre: «Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar significa hacer su voluntad, contemplar su persona, imitarlo, poner en práctica sus consejos, tomar nuestra cruz y seguirlo.

Con el fin de evitar equívocos y malas interpretaciones, Jesús «les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos» (Mc 9,9). Los tres apóstoles contemplan a Jesús transfigurado, signo de su divinidad, pero el Salvador no quiere que lo difundan hasta después de su resurrección, entonces se podrá comprender el alcance de este episodio. Cristo nos habla en el Evangelio y en nuestra oración; podemos repetir entonces las palabras de Pedro: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí!» (Mc 9,5), sobre todo después de ir a comulgar.




El prefacio de la misa de hoy nos ofrece un bello resumen de la Transfiguración de Jesús. Dice así: «Porque Cristo, Señor, habiendo anunciado su muerte a los discípulos, reveló su gloria en la montaña sagrada y, teniendo también la Ley y los profetas como testigos, les hizo comprender que la pasión es necesaria para llegar a la gloria de la resurrección». Una lección que los cristianos no debemos olvidar nunca.




Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):


                                                


En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»


Palabra del Señor





COMENTARIO.


                                                     



La Transfiguración de Jesús ante tres de sus discípulos está íntimamente ligada a la “parusía” o segunda venida de Cristo.  En efecto, es lo que nos dice la oración colecta de la Misa de esta gran fiesta: “nos dejaste entrever la gloria que nos espera como hijos tuyos; concédenos seguir el Evangelio de Cristo, para compartir la herencia de tu reino”.

Jesús se mostró con el esplendor de su divinidad en el Monte Tabor a Pedro, Santiago y Juan.  Y tal fue el agrado de éstos al ser testigos de la gloria del Señor, que el mejor testimonio lo da San Pedro: “Maestro ¡qué a gusto se está aquí!  Hagamos tres tiendas “.    Era ¡tal bello! lo que veían; era ¡tan agradable! lo que sentían, que querían quedarse allí, extasiados en la presencia divinizada del Maestro.

Esa gloria que nos refiere el Evangelio sobre este episodio es la gloria que veremos y que viviremos cuando ese mismo Jesús vuelva con todo el esplendor y el poder de su divinidad en la parusía.  Y esa gloria será nuestra si aquí en la tierra nos hemos ocupado de buscar y de cumplir la Voluntad de Dios.

Quien responde la proposición de San Pedro en el Tabor es el Padre.  Nos cuenta el Evangelio (Mc. 9, 2-10) que “se formó, entonces, una nube que los cubrió con su sombra y de esta nube salió una voz que decía: ‘Este es mi Hijo amado; escúchenlo’”. 

                                                    


San Pedro hace referencia personal de esta experiencia de la Transfiguración en una de sus cartas (2 Pe 1, 16-19).   Y la menciona precisamente para dar fuerza a su anuncio de la segunda venida de Cristo: “Cuando les anunciamos la venida gloriosa y llena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos fundados en fábulas hechas con astucia, sino por haberlo visto con nuestros propios ojos en toda su grandeza”.   También nos dice cuánto le impresionó “la sublime voz del Padre”.  Nos dice: “nosotros escuchamos esa voz venida del Cielo”.
Y ¿cuál fue la respuesta de esa Voz?  Ante la petición de quedarse en la admiración y el gozo de la divinidad de Cristo, el Padre nos pide “escuchar” a su Hijo.  Y ¿qué nos dice el Hijo?  Resumido el Evangelio, el mensaje de Cristo se centra en el seguimiento de la Voluntad del Padre.

San Pedro, entonces, compara la gloria que veremos en segunda venida de Cristo con la gloria que él vio y gozó en la Transfiguración.  Ahora bien, ¿por qué es importante destacar esto?  Por el engaño con que vendrán los que quieran hacerse pasar por “cristos”. 

                                                 


He aquí lo que Jesús nos anunció al respecto: “Se presentarán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigios capaces de engañar a los mismos elegidos de Dios.  ¡Miren que se los he advertido de antemano! ...  Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, será como el relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24, 23-28).

Los falsos cristos y falsos profetas no podrán venir como vendrá Jesucristo en la parusía, pues jamás podrán lucir la gloria de la Transfiguración, que vieron los Apóstoles en el Monte Tabor.  Podrán realizar grandes prodigios y engañarán a muchos de los que “no quisieron creer en la Verdad y prefirieron quedarse en la maldad” (2 Tes. 2, 11).   Pero ni los falsos “cristos” ni el mismo “anti-cristo” podrá mostrar el fulgor y el poder de la divinidad que Cristo, el verdadero Mesías, nos mostrará cuando, como rezamos en el Credo, “venga con gloria para juzgar a vivos y muertos”.

San Pedro, al hablarnos de la parusía en esta segunda carta, también apoya su testimonio “en la firmísima palabra de los profetas”.    Sin duda se refiere San Pedro sobre todo al Profeta Daniel, (Dn. 7, 9-10. 13-14), que nos habla así de la segunda venida de Cristo: “Vi a alguien semejante a un hijo de hombre, que venía entre las nubes del cielo ... Y todos los pueblos y naciones de todas las lenguas le servían.  Su poder nunca se acabará, porque es un poder eterno, y su reino jamás será destruido”. 

                                                   



Y a los que cumplamos la Voluntad de Dios aquí en la tierra también nos espera la gloria de la Transfiguración en ése, su Reino, que no tendrá fin.

Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.

De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo.  (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos).

Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible.  Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8).  Se asemejó en todo, menos en el pecado.

Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de ellos algo su divinidad.  Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario, pues la Transfiguración tiene lugar unos pocos días después del anuncio que Cristo le había hecho de su Pasión y Muerte a los Apóstoles.  Así, esta vivencia de su gloria les fortalecería la fe, pues habían quedado muy turbados al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que debería sufrir mucho, para luego morir y resucitar.

                                                  


Con esto Jesucristo quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor, tal como les dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre su Pasión y Muerte: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.  Pues el que quiera asegurar su propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt. 16, 24-25).

En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita.

Los tres quedaron extasiados.  Y eso que Jesús sólo les había dejado ver algo de su gloria, pues ninguna creatura humana habría podido soportar la visión completa de su divinidad, según sabemos por lo dicho por Yavé a Moisés (cf. Ex. 33, 20).

La gloria es el fruto de la gracia.  Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente.  Fue lo que quiso mostrarnos en el Tabor.
                                           


Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia.  La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios.


Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario.  ¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma?  Nos desfigura, nos oscurece.  Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna.

Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos.  No hay gloria sin sufrimiento.  No hay resurrección sin cruz. 

A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse allí.  “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.)  Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias.  Escúchenlo” (Mt. 17, 5).

Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que escuche y siga a su Hijo.  No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario.

Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la posesión de Dios, aquí en la tierra los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su servicio.

Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús.  Sólo Jesús, sólo Dios basta.  

                                                        



No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento.   No importa la situación, no importa la circunstancia.  Puede ser en el Tabor o en el Calvario.  Sólo Dios basta.

Recordemos el poema teresiano:

Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.



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