domingo, 3 de marzo de 2019

«El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno» (Evangelio Dominical)




Hoy hay sed de Dios, hay frenesí por encontrar un sentido a la existencia y a la actuación propias. El boom del interés esotérico lo demuestra, pero las teorías auto-redentoras no sirven. A través del profeta Jeremías, Dios lamenta que su pueblo haya cometido dos males: le abandonaron a Él, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua (cf. Jer 2,13).

Hay quienes vagan entre medio de pseudo-filosofías y pseudo-religiones —ciegos que guían a otros ciegos (cf. Lc 6,39)— hasta que descorazonados, como san Agustín, con el esfuerzo proprio y la gracia de Dios, se convierten, porque descubren la coherencia y trascendencia de la fe revelada. En palabras de san Josemaría Escrivá, «La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen».





Benedicto XVI iluminó muchísimos aspectos de la fe con textos científicos y textos pastorales llenos de sugerencias, como su trilogía "Jesús de Nazaret". He observado cómo muchos no-católicos se orientan en sus enseñanzas (y en las de san Juan Pablo II). Esto no es casual, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, no hay árbol malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43).

Se podrían dar grandes pasos en el ecumenismo, si hubiere más buena voluntad y más amor a la Verdad (muchos no se convierten por prejuicios y ataduras sociales, que no deberían ser freno alguno, pero lo son). En cualquier caso, demos gracias a Dios por esos regalos (Juan Pablo II no dudaba en afirmar que Concilio Vaticano II es el gran regalo de Dios a la Iglesia en el siglo XX); y pidamos por la Unidad, la gran intención de Jesucristo, por la que Él mismo rezó en su Última Cena.




Lectura del santo Evangelio según san Lucas (6, 39-45)

                   





EN aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:

«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Palabra del Señor.




COMENTARIO


                                          



En el Evangelio de hoy (Lc 6, 39-45), continuamos con el Sermón de la Montaña, según lo reseña San Lucas.

Luego de las Bienaventuranzas y del mandato de amar a los enemigos y de responder con el bien a los que nos hacen daño, el Señor parece cambiar de tema con una pregunta que es una alerta: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.

No es que ha cambiado de tema, sino que también había dicho -según los reseña San Mateo el mismo Sermón de la Montaña- que los discípulos de Cristo deben ser “luz del mundo” (Mt 5, 14).  Y no puede alguien alumbrar a otros si no tiene luz.  Por eso el Señor habla de un ciego guiando a otro ciego.

¿Cómo dejamos de ser ciegos para ver bien?  La luz que necesita el cristiano es la que nos da Jesús con sus enseñanzas.  Y si aceptamos esas enseñanzas y las seguimos con docilidad, ellas mismas nos quitan nuestra ceguera y también iluminan a otros ciegos.  ¿Quiénes son esos ciegos?  Aquéllos que no pueden ver la importancia de seguir esas enseñanzas y aquéllos que no quieren seguirlas.


                   



Por eso continúa Jesús:  “No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”.  Es decir, el discípulo que se deja formar por Cristo y que asume y practica sus consejos y enseñanzas puede comenzar a parecerse a su Maestro.  Y sólo así podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa que atrae a otros, porque quien los atrae es la misma Luz que es Cristo, el Maestro.

Ahora bien, esto requiere continua conversión de parte del seguidor de Cristo.  Y ¿en qué consiste esa conversión?  En reconocer los propios pecados y defectos, para no caer en el absurdo que Jesús plantea enseguida: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo?”.

Entonces, para poder guiar hay que ser luz.  Y no se es luz cuando se anda cargado de pecados y defectos, pero sintiéndose con derecho de acusar y reclamar a otros sus defectos y pecados que –muy posiblemente- son mucho menores que los propios.

A esos atrevidos Jesús los acusa con una palabra bien fuerte que Él usaba contra los Fariseos:  “¡Hipócrita!”  Y luego el mandato:  “Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.”


                                       
     


Y para que nos sirviera de introspección a ver si somos luz, y también  para reconocer a los que pueden guiar –porque son luz- Jesús presenta una característica a observar:  “cada árbol se conoce por su fruto”.  Por sus frutos los conoceremos -y también podemos conocernos nosotros mismos-  “pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno”.

Y los frutos no tienen que ser obras grandiosas u obras físicas que se vean –aunque pudieran también serlo.  Los principales frutos son los que salen del interior de la persona, comenzado por los llamados Frutos del Espíritu:  “caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5, 22-23).

Y Jesús da más detalles: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal”.  Los frutos de cada persona –si es que no se ven a simple vista, porque los trata de esconder- en algún momento salen de su boca, sean buenos o sean malos, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”.

Notamos también que Jesús tuvo que recalcar esta verdad en posteriores ocasiones:  «Lo que hace impura a la persona es lo que ha salido de su propio corazón.  Los pensamientos malos salen de dentro, del corazón: de ahí proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos,  infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral.  Todas estas maldades salen de dentro y hacen impura a la persona.» (Mc 7, 21-23 y Mt 15,18- 19)

Y es que esta idea ya la esbozaba el Antiguo Testamento en el Libro del Eclesiástico o Sirácide, la cual encontramos en la Primera Lectura (Ec 27, 4-7): “El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona”.  El Eclesiástico también nos daba el mismo consejo que Jesús luego replantea en el Sermón de la Montaña:   “La persona es probada en su conversación … No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona”.


                                   



De allí la importancia de cultivar virtudes en nuestro interior, como el buen cuido que se le da a las plantas y árboles.  ¿Cómo hacerlo?  Cristo nos dejó la guía en Su Palabra y la ayuda en Su Iglesia.  En la Iglesia tenemos los Sacramentos, concretamente la Confesión y la Comunión, como auxilios indispensables para alimentar el corazón.

Tenemos, además, la oración: tremendo privilegio de contar con que podemos hablar a Dios en cualquier momento que se nos ocurra, con la seguridad de que Él nos escucha.  Ahora bien, que Dios escuche no significa que responde de inmediato y siempre positivamente a nuestras peticiones.  Su respuesta puede ser “sí”, “no” o “aún no”.  Además, la oración no es sólo pedir.  Orar es alabar a Dios por su infinitos atributos, tales como Su Omnipotencia, Perfección, Bondad y Misericordia.  Orar es también agradecerle por todos sus favores.  Orar es pedirle perdón por nuestras faltas.  Orar es mucho más que sólo pedir y pedir.

La oración y los Sacramentos van ayudándonos a transformar nuestro corazón pecador en un corazón que se vaya asemejando cada vez más al de Jesús…y al de Su Madre.

Y ese trabajo es obra de Dios, pero en ese trabajo divino, nuestra colaboración es indispensable, porque, como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (1ª Cor 15, 54-58):  “El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley”.  La tentación para pecar siempre está al acecho, es labor del Enemigo de Dios y Enemigo nuestro.  Y el pecado, si es continuado y empecinado, puede llevarnos a la muerte eterna.  Pero, de hecho, cada pecado mortal causa la muerte de la Vida de Dios en nuestra alma, la cual podemos reparar ¡vaya privilegio! con el arrepentimiento y Confesión Sacramental.

Pero según dice San Pablo, la fuerza del pecado es la ley.  Se refería a los mandatos del Antiguo Testamento… pero también tenemos los mandatos y consejos de Cristo.  ¿Por qué la ley es la fuerza del pecado?  Porque al transgedir la Ley y los mandatos de Cristo, caemos en pecado.  De allí que San Pablo diga que la fuerza del pecado radica en la Ley.

               



Entonces, el trabajo de cultivar nuestro interior para ser luz y dar buenos frutos es un trabajo continuado y persistente, que termina sólo cuando pasemos el umbral de la muerte.  Se trata de ser perseverantes hasta el final.  Y San Pablo nos anima:  “Manteneos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor”.

Eso sí, tampoco engañarnos con creer que es obra nuestra el cultivo de nuestro corazón:  ¡es obra de Dios!  Por eso concluye San Pablo: 

 “¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”!

















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org
+ Dr. Johannes VILAR (Köln, Alemania)

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