domingo, 8 de septiembre de 2019

«El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Evangelio Dominical)


                            



Hoy, Jesús nos indica el lugar que debe ocupar el prójimo en nuestra jerarquía del amor y nos habla del seguimiento a su persona que debe caracterizar la vida cristiana, un itinerario que pasa por diversas etapas en el que acompañamos a Jesucristo con nuestra cruz: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27).

¿Entra Jesús en conflicto con la Ley de Dios, que nos ordena honrar a nuestros padres y amar al prójimo, cuando dice: «Si alguno viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26)? Naturalmente que no. Jesucristo dijo que Él no vino a derogar la Ley sino a llevarla a su plenitud; por eso Él da la interpretación justa. Al exigir un amor incondicional, propio de Dios, declara que Él es Dios, que debemos amarle sobre todas las cosas y que todo debemos ordenarlo en su amor. En el amor a Dios, que nos lleva a entregarnos confiadamente a Jesucristo, amaremos al prójimo con un amor sincero y justo. Dice san Agustín: «He aquí que te arrastra el afán por la verdad de Dios y de percibir su voluntad en las santas Escrituras».


                              



La vida cristiana es un viaje continuo con Jesús. Hoy día, muchos se apuntan, teóricamente, a ser cristianos, pero de hecho no viajan con Jesús: se quedan en el punto de partida y no empiezan el camino, o abandonan pronto, o hacen otro viaje con otros compañeros. El equipaje para andar en esta vida con Jesús es la cruz, cada cual con la suya; pero, junto con la cuota de dolor que nos toca a los seguidores de Cristo, se incluye también el consuelo con el que Dios conforta a sus testigos en cualquier clase de prueba. Dios es nuestra esperanza y en Él está la fuente de vida.




Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):


                                


En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

Palabra del Señor







COMENTARIO.



                                              



Dios es exigente.  “Dios es un Dios exigente”, dijo Juan Pablo II a la juventud venezolana en 1985.  De allí que si queremos seguir a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por El y a preferirlo a El primero que a todo y primero que a todos.  Así de claro.  Lo dijo el Papa Juan Pablo II, pero también lo atestigua la Sagrada Escritura.

“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 25-33).

No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si preferimos otras cosas o personas más que a El.  Y esto significa ponerlo a El por encima de cualquier otro afecto, por más genuino que sea, por más natural que sea.  Así sea el de los padres, el de los hijos o el del cónyuge.  No se trata de no amar a los nuestros, sino de saber que primero viene El y después todo lo demás, inclusive uno mismo.  Bien lo sabe el Señor y bien lo sabemos nosotros -si nos revisamos bien- que el más consentido de todos nuestros amores es uno mismo.

Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va primero.  Y en comparación de Dios, “todo” es “nada”.  El “todo” también incluye todos los bienes.  Y los “bienes” no son sólo los materiales:  son todos.   La inteligencia y el entendimiento (modos de pensar y de razonar); la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.)  Inclusive la libertad que El mismo nos dio, si no la usamos para poner a Dios en primer lugar, no la estamos usando bien.

Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a Dios: rendirnos ante El, darle un “cheque en blanco”.  Y ese “sí” inicial tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida.  Como el “sí” de María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz.


                                              



 Es lo que llamamos tener perseverancia.  Y Dios nos hace saber que el camino no es fácil.  El no nos engaña.  No nos promete la felicidad perfecta en esta vida.  No nos dice que será un camino de pétalos de rosas.  Por el contrario, nos advierte que será un camino de cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27).

De allí las fluctuaciones que podrían llevarnos a la inconstancia:   que lo que antes nos entusiasmaba, luego nos resulte indiferente, fastidioso y hasta insoportable.

Por eso nos advierte de antemano, para que al dar el primer “sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás:  “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62).

Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más fácil -según la medida del mundo, que -por cierto- no es la medida de Dios.

Para demostrar esto nos ha puesto el ejemplo de un constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede terminarla.  Y advierte el Señor que, si cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos se burlarán de ese constructor que no tiene constancia.


                                         



 Nos habla también de un rey que va a combatir a otro y al no haber calculado bien el número de soldados con que cuenta, tiene que rendirse antes de haber siquiera comenzado el combate.

De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria en la vida espiritual, porque habrá obstáculos, vendrán dificultades, surgirán persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes puede ser excusa para no continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las molestias que puedan presentarse.

Para que perseveremos hasta el final siempre estarán las gracias (las ayudas gratuitas de Dios).  “No les han tocado pruebas superiores a las fuerzas humanas.  Dios no les puede fallar y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas.  El les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10, 13).

El Espíritu Santo nos infunde la virtud de la constancia y de la perseverancia, para mantener nuestro “sí” inicial.  Las pruebas y las tentaciones no van a faltar, pero sirven justamente para crecer en santidad, utilizando las gracias que tenemos para ejercitarnos en esas virtudes.   De allí que San Pablo nos entusiasme con esta afirmación: “Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la paciencia el mérito, y el mérito es motivo de esperanza” (Rom. 5, 3-4).

De eso se trata.  De crecer en constancia, perseverancia, paciencia y esperanza.  Esperanza de alcanzar la gloria, de llegar a la meta, levantándonos nuevamente si es que llegamos a desfallecer.  Se trata de ser perseverantes hasta el final, no importa las circunstancias por las que tengamos que pasar.  Es lo que se denomina “perseverancia final”, que nos lleva a mantenernos firmes hasta el momento de nuestra muerte, que es nuestro paso a la Vida Eterna.

Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo.

Esa es su exigencia cuando nos dice al concluir el Evangelio de hoy: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.  Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”.  Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.


                                              



Entre los bienes que debemos renunciar están también los bienes materiales.  Pero esa “renuncia” es más bien de desapego, de no tener esos bienes como ídolos que sustituyan a Dios.  O, en el espíritu del Evangelio de hoy, de no tenerlos colocados por encima de Dios.

Aunque hay vocaciones especiales, como los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, cuyos votos requieren que no tengan bienes materiales propios y que su vida sea un ejemplo de austeridad y pobreza, no significa esa renuncia que nadie pueda tener bienes materiales propios.   La renuncia que nos pide el Señor a todos consiste en que coloquemos esos bienes materiales en su sitio:  no pueden ser sustitutos de Dios, ni tampoco pueden estar colocados por encima de Dios.

La Primera Lectura (Sb. 9, 13-19) nos ayuda a tener esta actitud de desprendimiento de los bienes materiales, de los seres queridos y de nosotros mismos, pues nos ubica a los seres humanos en nuestra realidad, en nuestro valor si nos comparamos con la grandeza de Dios y su poder: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?  ¿Quién es el que puede saber lo que Dios tiene dispuesto?”

Se nos recuerda que somos hechos de barro y que ese barro “entorpece nuestro entendimiento”.  De allí que sólo podamos conocer los designios de Dios, si al darnos su Sabiduría, recibimos su Santo Espíritu de lo alto, para iluminar nuestro torpe entendimiento humano.

Sólo con esa Sabiduría podremos llegar a la salvación eterna.  Y esa Sabiduría nos hace entender que Dios es primero que todo y que todos.   Es la manera de llegar a la meta y de tener esa perseverancia final.

El Salmo 89 también canta las grandezas del Señor y nos ayuda a calcular el valor de nuestra vida en la tierra: “Tú haces volver al polvo a los hombres ... Mil años son para ti como un día que ya pasó, como una breve noche ... Nuestra vida es como un sueño, semejante a la hierba que florece en la mañana y por la tarde se marchita”.


                                       



El Salmo nos lleva, entonces, a pedir esa Sabiduría, al darnos cuenta lo poco que es esta vida y lo poco que somos nosotros, así como lo mucho que es Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos ... Que tus hijos puedan mirar tus obras y tu gloria”.   Amén.

La Segunda Lectura (Flm. 1, 9-10; 12-17) completa una historia interesante, en la que vemos cómo, al comienzo de la Iglesia, la fe y la vida en Cristo iba haciendo que los esclavos fueran dejando de ser “objetos” o personas inferiores. Sucedía, entonces, que muchos cristianos iban concediendo libertad a sus esclavos.

La historia de Onésimo, nombre frecuente entre los esclavos, pues significa “útil”, es que éste se escapa de casa de su amo, Filemón de Colosas, y llega a Roma.  Allí encuentra a Pablo, al que había conocido casa de Filemón.  Pablo está preso, pero con libertad condicionada, por lo que podía salir acompañado por un guardia.  Onésimo se convierte y es bautizado.  Pablo lo hace regresar donde su patrón con esta carta.  San Pablo nos hace ver que tal era la libertad interior que daba la vida en Cristo, que ya no era de tanta trascendencia ser esclavo o libre (cf. 1 Cor. 7, 17-24). 













Fuentes;
Sagradas Escrituras.
Homilia.org
Evangeli.org



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