domingo, 30 de mayo de 2021

«Haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»

 



Hoy, la liturgia nos invita a adorar a la Trinidad Santísima, nuestro Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios en tres Personas, en el nombre del cual hemos sido bautizados. Por la gracia del Bautismo estamos llamados a tener parte en la vida de la Santísima Trinidad aquí abajo, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la vida eterna. Por el Sacramento del Bautismo hemos sido hechos partícipes de la vida divina, llegando a ser hijos del Padre Dios, hermanos en Cristo y templos del Espíritu Santo. En el Bautismo ha comenzado nuestra vida cristiana, recibiendo la vocación a la santidad. El Bautismo nos hace pertenecer a Aquel que es por excelencia el Santo, el «tres veces santo» (cf. Is 6,3).


El don de la santidad recibido en el Bautismo pide la fidelidad a una tarea de conversión evangélica que ha de dirigir siempre toda la vida de los hijos de Dios: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4,3). Es un compromiso que afecta a todos los bautizados. «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 40).

Si nuestro Bautismo fue una verdadera entrada en la santidad de Dios, no podemos contentarnos con una vida cristiana mediocre, rutinaria y superficial. Estamos llamados a la perfección en el amor, ya que el Bautismo nos ha introducido en la vida y en la intimidad del amor de Dios.

Con profundo agradecimiento por el designio benévolo de nuestro Dios, que nos ha llamado a participar en su vida de amor, adorémosle y alabémosle hoy y siempre. «Bendito sea Dios Padre, y su único Hijo, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada de la misa).

 

 

 

Evangelio: Mt 28,16-20


                      






En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Palabra del Señor




COMENTARIO

 






 El misterio de la Santísima Trinidad es un gran misterio: un solo Dios en tres Personas. Y es grande porque es grande como grande es Dios.  ¡Grandísimo!  Pero es grande también por lo imposible de entender, pues se refiere a la esencia misma de Dios.  ¡Ni hablar de tratar de explicarlo!  Es que es una verdad que sobrepasa infinitamente las capacidades intelectuales del ser humano.

 

Muchos Teólogos que lo han estudiado han tratado de hacerlo accesible al hombre común.  Y han tratado de explicar lo de las Tres Personas y un solo Dios mediante diversos símiles, tratando de ponerlo al alcance de todos.  Uno de estos símiles, tal vez el más convincente, es el de comparar a las Tres Divinas Personas con tres velas encendidas, cuyas llamas se unen formando una sola llama.  Todas las comparaciones humanas, sin embargo, quedan cortas, como es todo lo humano al referirlo a la infinidad de Dios.

 

¿Por qué es esto así?  Porque la Santísima Trinidad es el más grande de los misterios de nuestra fe.  Y por eso es imposible de ser comprendido por nosotros, pues nuestro limitado intelecto humano, es ¡tan pobre para explicar las cosas de Dios!

 

El Misterio de la Santísima Trinidad es una verdad que están muy ... muy por encima de nuestras capacidades intelectuales, pues entre nuestra inteligencia y la Sabiduría de Dios existe una distancia ¡infinita!

 


                               





Se cuenta que mientras San Agustín se encontraba preparándose para dar una enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad, le pareció estar caminando en la playa frente a un mar inmenso.  Vio de repente a un niño que se distraía recogiendo agua del mar con una concha de caracol y tratando de vaciarla en un hoyito que había hecho en la arena.  Al preguntarle San Agustín qué estaba haciendo, el niño le respondió que estaba tratando de vaciar el mar en el hoyito.  San Agustín, por supuesto, se dio cuenta de que era imposible que el niño lograra esa absurda pretensión.  Entonces le dijo al niño: “Pero, ¡estás tratando de hacer una cosa imposible!”  Y el Niño le replicó: “Esto no es más imposible de lo que es para ti meter el misterio de la Santísima Trinidad en tu cabeza”. Y con estas palabras el “Niño” desapareció.

 

Así es nuestro intelecto:   tan limitado como es el hoyito para contener el agua del mar, sobre todo cuando trata de explicarse verdades infinitas como este misterio.

 

Sin embargo, lo importante de este misterio central de nuestra fe no es explicarlo, sino vivirlo.  Cierto que mientras estemos aquí en la tierra, podremos vivir este misterio de una manera oscura ... incompleta.  Sin embargo, en el Cielo podremos vivirlo a plenitud, porque veremos a Dios tal cual es.

 

En efecto, nuestro fin último es la unión para siempre con Dios en el Cielo.  Pero desde aquí en la tierra podemos comenzar a estar unidos a la Santísima Trinidad y a ser habitados por las Tres Divinas Personas.  Recordemos lo que Jesucristo nos ha dicho: “Si alguno me ama guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

 

La Santísima Trinidad es, entonces, uno de los misterios escondidos de Dios, que no puede ser conocido a menos de que Dios nos lo dé a conocer.  Y Dios nos lo ha dado a conocer revelándose como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo:  Tres Personas distintas, pero un mismo Dios.

 

Y Dios comienza a revelarse como Trinidad poco a poco, pero desde el principio.  Desde el segundo versículo de la Biblia, desde el momento mismo de la creación, vemos una alusión al Espíritu Santo:  “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen 1,2).


                 




Luego es Jesucristo mismo quien nos lo da a conocer.  El primer momento en que se revelan las Tres Personas juntas fue en el Bautismo de Jesús en el Jordán.  Nos dice así el Evangelio: “Una vez bautizado Jesús salió del río.  De repente se le abrieron los Cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como paloma y venía sobre Él.  Y se oyó una voz celestial que decía: “Este es mi Hijo, el Amado, en el que me complazco” (Mt. 3, 16-17).

 

Posteriormente Jesucristo al dar el mandato de evangelizar a sus Apóstoles, les ordena bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28, 18).  Es la escena que nos trae el Evangelio de hoy.

 

Aunque las Tres Divinas Personas son inseparables -siempre están y actúan juntas- al Padre se le atribuye la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la Santificación. 

 

De las Tres Divinas Personas, entonces, es al Espíritu Santo a Quien le toca la Santificación de todos y cada uno de nosotros.  Así que lo primero que hace el Espíritu Santo es darnos a conocer a Jesús como Hijo de Dios, pues “nadie puede decir que Jesús es el Señor, sino guiado por el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 1-3).

 

Luego nos va santificando, es decir, nos va haciendo cada vez más semejantes al Hijo.  ¡Claro! Si lo dejamos hacer esto.

 

Posteriormente el Hijo nos va revelando al Padre y nos va llevando a Él.  Así nos dice Jesús: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquéllos a quienes el Hijo se los quiera dar a conocer” (Mt. 11, 27).

 

Recordemos nuevamente, entonces, que lo importante de este misterio central de nuestra fe no es explicarlo, sino vivirlo.   Y vivirlo, es vivir en la Santísima Trinidad.  ¿Cómo?  ¿Cómo es eso de vivir en la Santísima Trinidad?  ¡Imposible!  No.  No es imposible.  ¡Sí es posible!  Es que para Dios no hay nada imposible … siempre y cuando nosotros nos dispongamos a la acción del Espíritu Santo en nuestra vida.






Pero … ¿ cómo podemos vivir este misterio desde ya aquí en la tierra?  Nos lo explica la Segunda Lectura:  “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios ... y podemos llamar Padre a Dios.  Y si somos hijos de Dios también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8, 14-17).  ¿Nos damos cuenta del privilegio que es poder llamar ¡nada menos que a Dios! “Padre”?

 

Ahora bien, la clave está en dejarnos guiar por el Espíritu Santo.  Eso significa que tenemos que ser perceptivos, dóciles y obedientes a lo que el Espíritu Santo nos vaya inspirando.

 

Y ¿cómo sabemos que las inspiraciones vienen del Espíritu Santo?  No es tan difícil.  Sabemos que vienen del Espíritu Santo, cuando esas inspiraciones nos llevan a buscar la Voluntad de Dios ¡y a cumplirla!

 

El Espíritu Santo, entonces, nos irá haciendo semejantes al Hijo.  El Hijo nos dará a conocer al Padre y así seremos herederos con Él, y seremos “glorificados junto con Él.” (Rom 8, 17)

 

¿Cómo percibir las inspiraciones del Espíritu Santo?  ¿Cómo ser dóciles y obedientes a esas inspiraciones?  La clave está en la oración -la oración sincera.  La oración nos abre al Espíritu Santo.  Debemos orar para escuchar al Espíritu Santo.  Él es como una suave brisa, a la que hay que estar atentos para poderla percibir (cf. 1 Re 19,11-13).  Debemos orar para permitirle que haga en cada uno de nosotros su obra de santificación.

 

Así podremos vivir desde la tierra este misterio de la unión de nosotros con Dios, con la Santísima Trinidad.  Y esa unión de nosotros con Dios no se queda allí, sino que tiene, como consecuencia segura, la unión de nosotros entre sí.   Tal vez con esta explicación se nos haga más fácil comprender esa bellísima y conmovedora oración de Jesús durante la Última Cena con sus Apóstoles, cuando rogó al Padre de esta manera: “Que ellos sean uno, Padre, como Tú y Yo somos uno.  Así seré Yo en ellos y Tú en Mí, y alcanzarán la perfección de esta unidad” (Jn 17, 21-23).   ¡Unidos cada uno de nosotros al Dios Trinitario, para así estar unidos entre nosotros por Dios mismo!                                        



 

                  




Que, al meditar la profundidad del Misterio de la Santísima Trinidad, podamos vivir lo que nos dice San Pablo al final de la segunda Carta a los Corintios, que es esa frase trinitaria importantísima que se repite al comienzo de cada Misa:  “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos nosotros” (2 Cor 13, 14).

 

Y que así podamos comenzar a vivir nuestra unión con la Santísima Trinidad y la unión de nosotros entre sí, pues es ese Dios Trinitario Quien nos une.  ¡Que así sea!  ¡Amén!

 

 








Fuentes:

Sagradas Escrituras.

Evangeli.org

Homilias.org

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nos interesa tus sugerencias