domingo, 29 de mayo de 2022

«Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.

Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».





Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).

Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.


 

 Santo evangelio según san Lucas (24,46-53):

     



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO.

 

         


Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo nuestro Señor al Cielo.  Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de alegría, pues el Señor asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del Universo!).  Pero también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo se va ya de la tierra… como Hombre, porque como Dios sigue estando en todas partes

 

Recordemos que Jesucristo había resucitado después de una muerte que fue ¡tan traumática! - traumática para Él por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido... y traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo. 

 

Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección.  Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció varias veces, y entonces recordaron y creyeron lo que Él les había anunciado.  Pero fíjense:  la verdad es que los Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder:  lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo.

 

De muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy celebramos:  su Ascensión.  Y en esos anuncios se notaban en Jesús sentimientos de nostalgia por dejar a sus Apóstoles.  Fijémonos como les habló sobre esto durante la Ultima Cena: “He deseado muchísimo celebrar esta Pascua con ustedes... porque ya no la volveré a celebrar hasta ...” (Lc 22, 15-16).   “Me voy y esta palabra los llena de tristeza” (Jn 16, 6)

 


Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolarlos:  “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en mi nombre, yo lo haré”.  (Jn 14, 12-13)

 

Inclusive les dio argumentos sobre la conveniencia de su vuelta al Padre:  “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador.  Pero si me voy, se los enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 16, 7 y14, 26)

 

Después de su Resurrección, el Señor pasó unos cuarenta días apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para fortalecerles la Fe.

 

 Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles:  “Se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.  Un día, les mandó: ‘No se alejen de Jerusalén.  Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo’” (He 1, 3-5). 

 

La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después, en Pentecostés.

 

Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su partida.  Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de todos los presentes.

 



Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor ante Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión!  Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ...  Y Jesús subía y subía, refulgente, Él que es el Sol de Justicia ... hasta que fue ocultado por una nube.

 

Nos habla San Lucas de “una nube que lo ocultó”.  ¿No sería esa “nube” más bien el fulgor y la brillantez irradiados por Jesús, que hicieron que quedara ocultado a los ojos de los presentes?

 

El impacto de este misterio fue tal, que aún después de haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían en éxtasis, mirando fijamente al Cielo.

 

Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo cuerpo radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Ángeles al unísono:

 

“¿Qué hacen ahí mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch 1, 1-11).

 

Como enseñanza de la Ascensión es importante recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo. 

 


Fijémonos bien: nos dicen los Ángeles que Cristo volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el Cielo.  Jesucristo vendrá en ese momento como Juez a establecer su reinado definitivo.

 

Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.


El misterio de la Ascensión de Jesucristo es un misterio de fe y esperanza en la vida eterna.  La misma forma física en que se despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde Él está, al que hemos sido invitados todos, para estar con Él.

 

Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “Voy allá a prepararles un lugar... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn 14,2-3). 

 

La Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y alma gloriosos debe despertarnos el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura inmortalidad.

 

Las Ascensión proclama no sólo la inmortalidad del alma, sino también la de cuerpo.

 

Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar en cuerpo y alma gloriosos como Él, para disfrutar con Él y en Él de una felicidad completa, perfecta y para siempre.

 


La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la promesa que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la venida del Espíritu Santo.

 

Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo.  Su venida la celebraremos el próximo Domingo.

 

Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debería ser un tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la Ascensión. La Santísima Virgen María los reunió y los animó orando con ellos durante nueve días (¡fue la primera Novena en la Iglesia!), en espera del Espíritu Santo.  Se reunían diariamente.  Y ella los consolaba y los animaba para cumplir la misión que el Señor les había encomendado.

 

Así estamos nosotros hoy también.  Tenemos una misión que nos han encomendado Jesucristo y nos lo han recordados los Papas.

 

En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al comienzo del nuevo milenio), el Papa Juan Pablo II nos dio directrices a los cristianos de este Tercer Milenio.  Nos pidió reforzar e intensificar la Nueva Evangelización y nos dio sus instrucciones específicas: santidad, oración, primacía de la gracia, vida sacramental, escucha de la Palabra de Dios, para luego anunciar la Palabra de Dios.

 

Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa en su Carta “la primacía de la gracia”.  Se refiere a nuestra respuesta a la gracia, recordándonos que “sin Cristo, nada podemos hacer”. 

 

Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que nada somos sin la gracia de Cristo, el Papa nos insiste en la necesidad de la oración.

 

Nadie puede dar lo que no tiene.  Tenemos que llenarnos de Dios para llevarlo a los demás.  Tenemos que llenarnos de la Palabra de Dios, para poder anunciarla a los demás.  Bien decía Santa Teresa de Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”.   Y Santo Domingo de Guzmán lo abreviaba aún más: “Contemplad y dad lo contemplado”.

 

Y no tengamos la idea equivocada de que la oración nos hace perder tiempo necesario para la acción: muy por el contrario, la oración nos hace mucho más eficientes en la acción.

 

Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces, el deseo de responder al llamado a evangelizar que nos hizo Jesús precisamente justo antes de subir al Cielo y que nos siguen pidiendo sus Representantes aquí en la tierra que son los Papas.

 


Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos realizaron la Primera Evangelización.  Nosotros, los cristianos de este Tercer Milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización porque este mundo de hoy necesita ser re-evangelizado.

 

Que el Espíritu Santo nos renueve interiormente en su próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado de la Iglesia.  Que así sea.

 

 

 

 

 

 

Fuentes;

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org


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