Hoy, Jesús nos dice «No he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento» (Mt 5,17). ¿Qué es la Ley? ¿Qué son los Profetas? Por Ley y
Profetas, se entienden dos conjuntos diferentes de libros del Antiguo
Testamento. La Ley se refiere a los escritos atribuidos a Moisés; los Profetas,
como el propio nombre lo indica, son los escritos de los profetas y los libros
sapienciales.
En el Evangelio de hoy, Jesús hace referencia a aquello que
consideramos el resumen del código moral del Antiguo Testamento: los
mandamientos de la Ley de Dios. Según el pensamiento de Jesús, la Ley no
consiste en principios meramente externos. No. La Ley no es una imposición
venida de fuera. Todo lo contrario. En verdad, la Ley de Dios corresponde al ideal
de perfección que está radicado en el corazón de cada hombre. Esta es la razón
por la cual el cumplidor de los mandamientos no solamente se siente realizado
en sus aspiraciones humanas, sino también alcanza la perfección del
cristianismo, o, en las palabras de Jesús, alcanza la perfección del reino de
Dios: «El que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los
Cielos» (Mt 5,19).
«Pues yo os digo» (Mt 5,22). El cumplimiento de la ley no se
resume en la letra, visto que “la letra mata, pero el espíritu vivifica” (2Cor
3,6). Es en este sentido que Jesús empeña su autoridad para interpretar la Ley
según su espíritu más auténtico. En la interpretación de Jesús, la Ley es
ampliada hasta las últimas consecuencias: el respeto por la vida está unido a
la erradicación del odio, de la venganza y de la ofensa; la castidad del cuerpo
pasa por la fidelidad y por la indisolubilidad, la verdad de la palabra dada
pasa por el respeto a los pactos. Al cumplir la Ley, Jesús «manifiesta con
plenitud el hombre al propio hombre, y a la vez le muestra con claridad su
altísima vocación» (Concilio Vaticano II).
El ejemplo de Jesús nos invita a aquella perfección de la
vida cristiana que realiza en acciones lo que se predica con palabras.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (5,17-37):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No creáis que
he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar
plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de
cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno sólo de
los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos
importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será
grande en el reino de los cielos. Os lo aseguro: Si no sois mejores que los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se
dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será procesado. Pero yo os
digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a
su hermano “imbécil” tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama
“renegado” merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu
ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas
contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte
con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone
pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea
que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te
aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto. Habéis
oído el mandamiento “no cometerás adulterio.” Pues yo os digo: El que mira a
una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. Si tu
ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que
ser echado entero en el infierno. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y
tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al infierno.
Está mandado: “El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio.” Pues
yo os digo: El que se divorcie de su mujer, excepto en caso de impureza, la
induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus
votos al Señor.” Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo,
que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por
Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes
volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir “sí” o “no”. Lo
que pasa de ahí viene del Maligno.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
En el Evangelio de hoy continuamos con el Sermón de la
Montaña, que comienza con el discurso de las Bienaventuranzas. El Sermón
de la Montaña lo predicó Jesucristo en los primeros meses de su Vida Pública y
en él da la pauta de lo que sería la enseñanza que El venía a dar.
El centro de esta predicación del Señor
es el Amor y la primacía de éste sobre la Ley.
Por eso deja claramente establecido que no ha
venido a abolir la Ley antigua, sino a perfeccionarla. De allí la
insistencia en decir: “Han oído ustedes que se dijo a los antiguos ...
Pero yo les digo: ...” Con este planteamiento, varias veces repetido,
el Señor anuncia los perfeccionamientos más fundamentales que viene a
introducir en la Nueva Ley. Estos perfeccionamientos están basados más en
el amor que en el cumplimiento de la Ley Antigua. Y resultó que el amor
terminó siendo mucho más exigente que la Ley que los israelitas de
entonces trataban de cumplir al pie de la letra.
Por supuesto, el contenido de este discurso impresionó a la
gente que lo escuchó, pero dice San Mateo al final del Sermón de la Montaña que
lo que más impresionó fue “su modo de enseñar, porque hablaba con autoridad
y no como los maestros de la
Ley que tenían ellos” (Mt. 7, 28)
Veamos algunos de perfeccionamientos que el Señor nos
presenta como preceptos de la Nueva
Ley:
Al antiguo precepto de “No matarás”, agrega el
insulto, la ira, la agresión, el desprecio, el resentimiento contra alguien.
Y explica con más detalle: “Cuando vayas a poner tu
ofrenda sobre el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra
ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano,
y vuelve luego a presentar tu ofrenda”.
Y ... ¿hacemos esto? Cuando venimos a Misa y vamos a
comulgar ¿hemos perdonado realmente a los que nos han hecho daño? ¿Hemos
pedido perdón a quien hemos ofendido? ¿Nos hemos liberado de los
resentimientos absurdos que tenemos contra los demás? Y los llamamos
absurdos, pues no hacen daño al otro, sino que terminan haciendo más daño a
quien los lleva en su corazón.
El Rito de la Paz que se realiza justo antes de la Comunión
indica precisamente esto a lo cual se refiere el Señor. Pero… ¿nos damos
“fraternalmente” la Paz, como indica el Celebrante? En ese momento las
personas que tenemos “próximas” representan al “prójimo”, al “hermano” de que
nos habla el Señor en este pasaje. Y ese gesto no significa un saludo
banal, ni está allí para dar el pésame o las
condolencias a los familiares del difunto por el cual se está ofreciendo la
Misa. Ese gesto significa algo muy concreto y exigente: que no
tenemos nada contra nadie, que nuestro corazón está limpio de rencor, de
resentimiento y que, por tanto, puedo comunicar la Paz que Cristo nos
da. Sólo así, reconciliados plenamente con el hermano, podemos
entonces comulgar y “presentar nuestra ofrenda”, en las condiciones que el Señor
nos indica.
El perdón es difícil. Es uno de esos preceptos
exigentes que pone Jesucristo en su Ley del Amor. Si nos cuesta, pidamos
esa gracia al Espíritu Santo. Esa gracia del perdón es de las cosas buenas
que el Señor desea que le pidamos, para El dárnosla. Es bueno
acostumbrarse a pedir virtudes, a pedir cosas buenas ... y no tanta cosa
poco útil a la vida espiritual.
Otro perfeccionamiento a la Antigua Ley que nos da Jesús se
refiere a que, aunque no se materialice algún acto que vaya contra la Ley, ya
con sólo el deseo, hemos infringido la Ley. El solo deseo de algún acto
contrario a la Ley de Dios, ya es una falta.
Por eso el que habla contra alguien, sobre todo si es una
calumnia, ya ha asesinado a ese hermano en su corazón. También el que
haya mirado a alguien con deseo, aunque no materialice ese deseo, ya ha
cometido adulterio en su corazón.
Como vemos, la Ley Nueva se centra también en lo íntimo de
la persona, en aquellos pensamientos y deseos nuestros que sólo Dios
conoce. De allí la importancia de la pureza de corazón, de no tener
deseos escondidos, ni de manifestar en palabras, cosas que vayan contra
el amor.
También habla el Señor contra el divorcio y a favor de la
indisolubilidad del Matrimonio Cristiano. No es lícito divorciarse y
volverse a casar. Y basado en esto la Iglesia no permite la
recepción de la Comunión a los que se encuentran en esta situación irregular,
pero sí los invita a venir a la Santa Misa, a orar, e inclusive a hacer
obras de caridad y a participar en algunas actividades de la Iglesia,
invitándolos siempre a pedir la gracia de regularizar su situación.
Jesús nos habla también de no jurar. Y nos dice que la
cuestión es muy sencilla: decir simplemente sí, cuando es sí, y no,
cuando es no. Así nunca necesitaremos jurar.
Para comprender y vivir
esta Nueva Ley que Jesús nos trae es necesario que el cristiano esté abierto y
se deje penetrar de la Sabiduría Divina. San Pablo sigue insistiendo en
esto a lo largo de esta Primera Carta a los Corintios que hemos estado leyendo estos
domingos, junto con el Sermón de la Montaña.
Juzgados estos exigentes preceptos del Señor con sabiduría
humana, la cual San Pablo desecha por completo en esta Carta, es imposible
comprenderlos y cuesta mucho aceptarlos. Pero la Sabiduría de Dios, nos
dice San Pablo, “que es misteriosa y escondida... fue prevista por Dios para
conducirnos a la gloria”, para llegar a disfrutar de
“lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”.
Y ¿quiénes son los que aman a Dios? Los
que cumplen sus preceptos, los que siguen su Voluntad.
Y eso que Dios tiene preparado no lo podemos ni
imaginar. Así dice San Pablo: “ni el ojo lo ha visto, ni el oído
lo ha escuchado, ni la mente del hombre pudo siquiera haberlo imaginado”.
Esa es la descripción del Cielo que nos da San Pablo. El lo vio, y
eso es lo que nos da a conocer de lo que vio.
Por eso hemos cantado en el Salmo: “Dichoso el que
cumple la Voluntad del Señor”. Dichoso, porque podrá llegar a ese
sitio que Dios nos tiene preparado. En vez de pensar que los preceptos
del Señor son imposibles o demasiado difíciles, debemos orar como lo hicimos en
el Salmo: “Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes y yo lo seguiré
con cuidado. Enséñame, Señor, a cumplir tu Voluntad y a
guardarla de todo corazón”. Amén.
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