Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.
San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: „«Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.
Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder.... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.
Conclusión del santo evangelio según san Mateo
(28,16-20):
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús
les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La
Ascensión del Señor es una fiesta de grandísima esperanza para los que creemos
en Jesucristo y seguimos su Palabra, porque sabemos que primero se fue El al
Cielo, pero la celebración de este misterio nos da la seguridad de que también
nosotros podemos seguirle allí.
Así
nos lo había dicho Jesucristo al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas
mansiones, y voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a
Mí, para que donde Yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3).
Sabemos
que el derecho al Cielo ya nos ha sido adquirido por Jesucristo y que El nos ha
preparado un lugar a cada uno de nosotros. No lo dejemos vacío.
¿Cómo
llegamos? Bueno … hay que vivir en esta vida de tal forma que merezcamos
ocupar ese lugar.
Esta solemne festividad nos recuerda también algo que nos dijo en otra
oportunidad: “Donde está
tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt. 6, 21). ¿Cuál, entonces, debe
ser nuestro tesoro y dónde debe estar nuestro corazón? Nuestro tesoro no
puede ser menos que Dios y las cosas de Dios; nuestro corazón tiene que estar
puesto en el Cielo, donde Cristo ya está esperando por cada uno de nosotros.
La
Segunda Lectura nos narra cómo San Pablo ora con mucho entusiasmo porque “el Padre de la gloria les conceda
espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo, para que ilumine vuestras
mentes de manera que comprendan cuál es la esperanza a la cual estamos llamados y cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos” (Ef. 1,
17-23).
Recordemos
cómo fueron los sucesos después de la Resurrección del Señor. Sabemos que
Jesucristo le dio a sus Apóstoles y discípulos muchas pruebas de que estaba
vivo, pues durante cuarenta días se les estuvo apareciendo y les hizo ver que
realmente había resucitado.
Uno
de esos días, ante el asombro de ellos, se les apareció y les dijo: “¿Por qué se asustan tanto y por qué
dudan? Miren mis manos y mis pies. Soy Yo mismo. Tóquenme y
fíjense que un espíritu no tiene carne y huesos, como ustedes ven que tengo
Yo”. Les mostró, entonces, las heridas de sus manos y
sus pies, y para que no les quedara duda de que no era un fantasma, sino El
mismo en cuerpo y alma, les pidió algo de comer y comió delante de ellos. (Lc. 24, 36-42).
El
último de esos cuarenta días los citó al Monte de los Olivos; allí les anunció
que muy pronto recibirían el Espíritu Santo que los fortalecería para la tarea
de llevar su mensaje de salvación a todo el mundo, les dio sus últimas
instrucciones, y poco a poco “se
fue elevando a la vista de ellos” (Hech.1, 1-11 y Mt. 28, 16-20).
¡Cómo
sería esa escena! Si la Transfiguración del Señor fue algo tan
impresionante, ¡cómo sería la Ascensión! Quedaron todos los presentes tan
impactados que aún después de haber desaparecido Jesús, ocultado por una nube,
seguían mirando fijamente al Cielo.
Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor,
de nostalgia, de admiración viendo al Señor. Jesús Resucitado
radiantísimo ahora había ascendido al Cielo. Los Ángeles les
dijeron: “¿Qué hacen
ahí mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir
al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).
Importantísimo
recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de
Jesucristo, en la que volverá de igual manera: en gloria y desde el
Cielo.
Importantísimo
porque Jesús volverá, pero no aparecerá entre nosotros como uno más, como vino
hace dos mil años, sino que vendrá como llegan los relámpagos: de
sorpresa, deslumbrante, de manera impactante, posiblemente en medio de un ruido
estremecedor, porque vendrá en gloria desde el Cielo. Y en ese momento
volverá como Juez a establecer su reinado definitivo.
Así
lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y
su Reino no tendrá fin.
Esto
es importante recordarlo porque el mismo Jesucristo nos anunció que
muchos vendrán haciéndose pasar por El, haciendo prodigios, tratando de
asemejarse a El, llamándose -como El- “Cristo”, declarándose Mesías y enseñando
falsedades.
“Miren que se los he advertido
de antemano”, nos dice el Señor. “Por lo tanto, si alguien les dice: ¡Está
en tal lugar!, no lo crean. Pues cuando venga el Hijo del Hombre será
como un relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24,
21-28). Será como lo anunciaron los Ángeles después de
la Ascensión: Cristo volverá como se fue ¡glorioso y triunfante!
La
Ascensión de Jesucristo al Cielo glorioso en cuerpo y alma nos despierta
el anhelo de Cielo, nos reaviva la esperanza de nuestra futura inmortalidad,
también gloriosos en cuerpo y alma, como El, para disfrutar con El y en El de
una felicidad completa, perfecta y para siempre.
¡Esta
es la esperanza a la cual hemos sido llamados! ¡Esta es la herencia que
nos ha sido ofrecida!
Si
somos del Señor, “si somos
suyos” -como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura- es
decir:
- si cumplimos la Voluntad de Dios en esta vida,
- si seguimos sus designios para con nosotros,
- si nuestro corazón están en las cosas de Dios,
- si nuestra mirada está fija en el Cielo ...
- si cumplimos la Voluntad de Dios en esta vida,
- si seguimos sus designios para con nosotros,
- si nuestro corazón están en las cosas de Dios,
- si nuestra mirada está fija en el Cielo ...
La
fuerza poderosa de Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo
ascender a los Cielos para sentarse a la derecha del Padre, nos resucitará
también a nosotros y nos hará reinar con El en su gloria por siempre.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias