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Hay multitudes
hambrientas que necesitan pan. Hay toda una humanidad abocada a la muerte y al
vacío, carente de esperanza, que necesita a Jesucristo. Hay un Pueblo de Dios
creyente y caminante que necesita encontrarle visiblemente para seguir viviendo
de Él y alcanzar la vida. Tres clases de hambre y tres experiencias de saciedad,
que corresponden a tres formas de pan: el pan material, el pan que es la
persona de Jesucristo y el pan eucarístico.
Sabemos que el pan más importante es Jesucristo. Sin Él no podemos vivir de ninguna manera: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Pero Él mismo quiso dar de comer al hambriento y, además, hizo de ello un imperativo evangélico fundamental. Seguramente pensaba que era una buena manera de revelar y verificar el amor de Dios que salva. Pero también quiso hacerse accesible a nosotros en forma de pan, para que, quienes aún caminamos en la historia, permanezcamos en ese amor y alcancemos así la vida.
Quería ante todo enseñarnos que hemos de buscarle y vivir de Él; quiso demostrar su amor dando de comer al hambriento, ofreciéndose asiduamente en la Eucaristía: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). San Agustín comentaba este Evangelio con frases atrevidas y plásticas: «Cuando se come a Cristo, se come la vida (…). Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el Cuerpo ni la Sangre del Señor, es de temer que muráis».
Sabemos que el pan más importante es Jesucristo. Sin Él no podemos vivir de ninguna manera: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Pero Él mismo quiso dar de comer al hambriento y, además, hizo de ello un imperativo evangélico fundamental. Seguramente pensaba que era una buena manera de revelar y verificar el amor de Dios que salva. Pero también quiso hacerse accesible a nosotros en forma de pan, para que, quienes aún caminamos en la historia, permanezcamos en ese amor y alcancemos así la vida.
Quería ante todo enseñarnos que hemos de buscarle y vivir de Él; quiso demostrar su amor dando de comer al hambriento, ofreciéndose asiduamente en la Eucaristía: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). San Agustín comentaba este Evangelio con frases atrevidas y plásticas: «Cuando se come a Cristo, se come la vida (…). Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el Cuerpo ni la Sangre del Señor, es de temer que muráis».
Lectura
del santo evangelio según san Juan (6,51-58):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo.»Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
Jesucristo murió, resucitó y subió a
los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre. Pero también
permanece en la hostia consagrada, en todos los sagrarios del mundo. Y allí
está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo
su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida
espiritual. Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de
Corpus Christi.
El Jueves Santo Jesucristo instituyó
el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que
nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de
ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida,
y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte.
Por eso la Iglesia, con gran
sabiduría, ha instituido esta festividad en esta época en que ya hemos superado
la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su Resurrección,
hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente
hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en
Pentecostés.
La Eucaristía es el Regalo
más grandeque Jesús nos ha dejado, pues es el Regalo de su Presencia viva
entre los hombres. Al estar presente en la Eucaristía, Jesucristo
ha realizado el milagro de irse y
de quedarse. Cierto que se ha quedado -dijéramos- como escondido en
la Hostia Consagrada, pero su Presencia no deja de ser real por el hecho de no
poderlo ver.
En efecto, es tan real la
presencia de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero en la Eucaristía, que
cuando recibimos la hostia consagrada no recibimos un mero símbolo, o un simple
trozo de pan bendito, o nada más la hostia consagrada -como podría parecer-
sino que esJesucristo mismo penetrando todo nuestro ser: Su
Humanidad y Su Divinidad entran a nuestra humanidad -cuerpo, alma y espíritu- para
dar a nuestra vida, Su Vida, para dar a nuestra oscuridad, Su Luz.
Y nuestra alma necesita de ese
alimento espiritual que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así como
necesitamos del alimento material para nutrir nuestra vida corporal, así
nuestra vida espiritual requiere de la Sagrada Comunión para renovar, conservar
y hacer crecer la Gracia que recibimos en el Bautismo, gracia que es la semilla
de nuestra vida espiritual.
“Quien come Mi
Carne y bebe Mi Sangre permanece en Mí y Yo en él.” (Jn.6, 56)
Es así como, recibiendo a Jesucristo
en la Eucaristía, dice el Señor a Santa Catalina de Siena, “... el
alma está en Mí y Yo en ella. Como el pez que está en el mar y
el mar en el pez, así estoy Yo en el alma y ella en Mí, Mar de Paz ...” (cf.
“El Diálogo”).
El misterio del Cuerpo y la Sangre
de Cristo es un misterio de Amor, pues la presenciaviva de
Jesucristo en la hostia consagrada es muestra del infinito Amor de Dios por
nosotros, Sus criaturas, pues en la Eucaristía se hace presente nuevamente el
sacrificio de Cristo en la cruz, es decir, Su entrega de Amor por nosotros los
hombres.
Recordemos que Dios Padre nos
entregó a su Hijo para pagar nuestro rescate, para redimirnos. ¡Qué
precio para rescatarnos! ¡La Vida de Jesucristo entregada en la
Cruz! Y esa entrega del Hijo de Dios por nosotros los hombres, se renueva
en cada Eucaristía.
Es así como, al recibir a
Jesucristo, todo Dios y todo Hombre en la Sagrada Comunión, recibimos Su Amor,
y en virtud de esto somos templos del Amor Divino y testigos de ese Amor, para
compartirlo con los demás y prodigarlo a todos.
Pero para que se realice en nosotros
y a través nuestro el contenido del Misterio Eucarístico es necesario
recibir el Sacramento del Cuerpo de Cristo en estado de gracia.
¿Y qué significa estar en “estado de
gracia”? Recordando el Catecismo de Primera Comunión:
La gracia es un regalo sobrenatural
dado por Dios para ayudarnos en el camino que nos lleva al Cielo. Y
la gracia se pierde por el pecado, es decir, por nuestro rechazo a Dios o a
Sus Mandamientos. Asimismo, la gracia puede aumentarse con la oración,
con las buenas obras y con los Sacramentos recibidos adecuadamente.
Por ejemplo: para
comulgar bien se necesita, además de comprender a Quién se va a recibir y
de guardar el ayuno requerido, no haber cometido pecado grave o haberlo
confesado al Sacerdote, estando verdaderamente arrepentido.
Acercarnos, pues, a la Comunión con
un corazón no arrepentido, no limpiado en el Sacramento de la Confesión, es ir
a comulgar con un corazón cerrado, oscuro, que no permite la entrada de la Luz
de Dios, con lo cual se oscurece uno más y se cierra más aún a la Gracia y al
Amor de Dios.
Para comulgar
bien Dios nos pide ir con un corazón puro, limpio y receptivo a El.
Por eso nos espera con Sus Brazos abiertos en el Confesionario, para que nos reconciliemos con El, sintiendo un verdadero arrepentimiento por habernos alejado de Su Voluntad y por haber despreciado Su Amor. Y es Jesucristo mismo Quien nos espera. Es El Quien nos escucha, nos perdona y nos consuela, para luego darnos la plenitud de Su Gracia y de Su Amor en el Sacramento del “Corpus Christi”, la Sagrada Eucaristía.
Por eso nos espera con Sus Brazos abiertos en el Confesionario, para que nos reconciliemos con El, sintiendo un verdadero arrepentimiento por habernos alejado de Su Voluntad y por haber despreciado Su Amor. Y es Jesucristo mismo Quien nos espera. Es El Quien nos escucha, nos perdona y nos consuela, para luego darnos la plenitud de Su Gracia y de Su Amor en el Sacramento del “Corpus Christi”, la Sagrada Eucaristía.
Pero, además de estar en estado de
gracia, para recibir a Cristo en la Eucaristía hay otras condiciones
interiores, profundas, que están sobreentendidas y que a veces pasamos por
alto:
- FE en la presencia real de Cristo en la Eucaristía
- CONFIANZA plena en Dios
La consecuencia de la Fe es la confianza. Fe y confianza en Dios son como dos caras de una misma moneda: no hay fe sin confianza y viceversa.
- ABANDONO Y ENTREGA TOTAL A DIOS
Al tener plena confianza en Cristo, podemos entregarnos a El sin reservas, totalmente, a todo lo que El tenga dispuesto.
Estas disposiciones fundamentales de parte nuestra permiten que haya “común-unión” o Comunión: unión de Cristo con nosotros y de nosotros en Cristo. Si no tenemos estas disposiciones, no puede darse la Comunión.
Recibimos a Cristo con nuestra
boca. Pero eso no basta, pues tenemos que unirnos a El en el pensamiento,
en el sentir, en la voluntad; con nuestro cuerpo, con nuestra alma
(entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.
Bien claro pone esto la Liturgia de
la Iglesia en la oración después de la Comunión el Domingo 24 del Tiempo
Ordinario:
“La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, lo que mueva nuestra vida”.
“La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, lo que mueva nuestra vida”.
Siendo así, nuestra vida humana
podrá entonces participar de su Vida Divina, de manera que sea El y no nuestro
“yo” el principio que guíe nuestra existencia.
¡Qué agradecidos debemos estar por
el Amor Infinito de Dios al regalarnos la presencia viva de
Jesucristo en la hostia consagrada! ¡Qué agradecidos por poder recibir
ese alimento tan necesario para nuestra vida espiritual! ¡Qué agradecidos
porque Jesucristo se ha quedado con nosotros para ser nuestro alimento
espiritual!
Nos encantan y nos impresionan los
milagros. Pero el que sucede en cada Misa, como no es visible, lo dejamos
pasar. Y como estamos acostumbrados a la Misa,la tomamos
como un derecho adquirido. Igual la Comunión.
Pero la Santa Misa es un misterio
inmenso: Dios mismo se hace presente en cada celebración
eucarística. Y ¿nos damos cuenta de esto?
Y no sólo es que tenemos la
Presencia Real de Jesucristo, sino que hay otros aspectos en este milagro
imperceptible. Resulta que en cada Misa podemos decir que estamos en la
Ultima Cena y estamos también en el Calvario.
Y esto no es simbólico. No es
querecordamos la Ultima Cena y el sacrificio del Calvario, sino que
–de veras- la Santa Misa hace presente estos dos eventosante
nosotros y con nosotros.
¿Cómo puede ser esto? Es
cierto que la Misa es un milagro y los milagros están por encima del orden
natural que conocemos. Pero Dios los hace. Y este milagro lo hace
cada vez que hay una Misa. De hecho, El nos hace traspasar el tiempo y el
espacio en que estamos… aunque no nos demos cuenta. El que no nos demos
cuenta, no lo hace menos real. Por eso debemos creerlo por fe. Pero
también debemos comprenderlo para darnos cuenta de su magnificencia y así poder
apreciarlo.
Y es que hay más aún: también
estamos en el Cielo cuando se está celebrando la Misa. (¿?) ¿Cómo es
esto?
En realidad, hay una
sola Liturgia Eucarística eterna, hay una sola Misa, y ésta
tiene lugar en el Cielo de manera continua … todo el tiempo. Eso
lo sabemos por el Apocalipsis. Y por el Catecismo: "En la
liturgia terrena … participamos en aquella liturgia celestial”
(#1090)
O sea, que al estar en Misa estamos
donde sea que se está celebrando, pero además estamos en la Ultima
Cena, estamos en el Calvario y estamos en el Cielo. O, dicho de otra
manera, esas realidades se hacen presentes en la Misa en que estamos
participando.
Cuando estamos en la Iglesia en
Misa, nos creemos encerrados en nuestro propio tiempo y espacio. Pero en
realidad Cristo nos está invitando a traspasar el velo del tiempo, para
elevarnos fuera de nuestro tiempo hasta el eterno presente divino, al
santuario del Cielo, donde El nos lleva a la presencia del Padre (cf.
Hb. 10, 19-21).
¿Nos damos cuenta, entonces, que en
cada Misa estamos en la Ultima Cena, en el Calvario, en el Cielo y en la Misa
en que participamos? ¡Tremendo milagro! Invisible, pero real.
Momento importantísimo en la Misa es
participar en la Cena, es decirrecibir ¡a Dios! -a Jesús Dios y Hombre
verdadero.
Porque la Comunión no consiste
solamente en que recibimos la Hostia Consagrada, sino en que recibimos ¡una
Persona! ¡que es Dios! Y esa Persona-Dios quiere unirse íntimamente con quien
lo recibe. ¿Nos damos cuenta de este privilegio indescriptible?
Recibir la Comunión significa entrar
en unión. No significa nada más que Jesús viene a
nosotros: implica una relación de unión. Por
tanto, ese deseo de Cristo unirse a nosotros requiere nuestra respuesta:
debemos darnos a El como El se da a nosotros.
Uno de los Padres de la Iglesia, San
Cirilo de Jerusalén, nos regala una imagen eucarística que puede ayudarnos a
apreciar y tomar conciencia de lo que significa Comunión: si
vertimos cera derretida sobre cera derretida, una inter-penetra a la otra de
manera perfecta. Se parece a la unión de Cristo con nosotros y de
nosotros en Cristo cuando comulgamos.
En la Comunión estamos participando
en elBanquete Celestial (Lc. 14, 15), el que disfrutaremos también
por toda la eternidad cuando seamos llevados al Cielo y participemos, junto con
toda la muchedumbre celestial, de la Cena del Cordero (Ap. 19, 9). ¡Dichosos
los llamados a esta Cena! … aquí en la tierra y allá en el Cielo.
“Estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré
en su casa y comeré con él y él conMigo” (Ap. 3, 20).
Mientras mejor preparados estemos
para la Misa, más gracias recibimos. Las gracias de una sola Misa son
¡infinitas! … es toda la gracia del Cielo. El único límite es nuestra
capacidad para recibirlas.
Gracias por esta enseñanza. Facil de comprender y no siempre escuchado.Estos comentarios nos ayudan a saber que celebramos en
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