Los Santos Inocentes: De acuerdo a un relato del Evangelio de san Mateo (2, 13-13), el Rey Herodes mandó matar a los niños de Belén menores de dos años al verse burlado por los magos de Oriente que habían venido para saludar a un recién nacido de estirpe regia.
A partir del siglo IV, se estableció una fiesta para venerar a estos niños, muertos como "mártires" en sustitución de Jesús. La devoción hizo el resto. En la iconografía se les presenta como niños pequeños y de pecho, con coronas y palmas (alusión a su martirio). La tradición oriental los recuerda el 29 de diciembre; la latina, el 28 de diciembre. La tradición concibe su muerte como "bautismo de sangre" (Rm 6, 3) y preámbulo al "éxodo cristiano", semejante a la masacre de otros niños hebreos que hubo en Egipto antes de su salida de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios (Ex 3,10; Mt 2,13-14).
Como decíamos, hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes, mártires.
Metidos en las celebraciones de Navidad, no podemos ignorar el mensaje que la
liturgia nos quiere transmitir para definir, todavía más, la Buena Nueva del
nacimiento de Jesús, con dos acentos bien claros. En primer lugar, la
predisposición de san José en el designio salvador de Dios, aceptando su
voluntad. Y, a la vez, el mal, la injusticia que frecuentemente encontramos en
nuestra vida, concretado en este caso en la muerte martirial de los niños Inocentes.
Todo ello nos pide una actitud y una respuesta personal y social.
San José nos ofrece un testimonio bien claro de respuesta
decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos
de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra
fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» (Mt
2,14).
Nuestra fe en Dios implica a nuestra vida. Hace que nos
levantemos, es decir, nos hace estar atentos a las cosas que pasan a nuestro
alrededor, porque —frecuentemente— es el lugar donde Dios habla. Nos hace tomar
al Niño con su madre, es decir, Dios se nos hace cercano, compañero de camino,
reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y nos hace salir de noche hacia
Egipto, es decir, nos invita a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con
frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar.
Estos niños mártires, hoy, también tienen nombres concretos
en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que
piden la respuesta de nuestra caridad. Así nos lo dice Juan Pablo II: «En
efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan a la
sensibilidad cristiana. Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que
se despliegue no sólo en la eficacia de las ayudas prestadas, sino también en
la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre».
Que la luz nueva, clara y fuerte de Dios hecho Niño llene
nuestras vidas y consolide nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
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