Hoy, casi la mitad del pasaje evangélico consiste en
datos histórico-biográficos. Ni siquiera en la liturgia de la Misa se cambió
este texto histórico por el frecuente «en aquel tiempo». Ha prevalecido esta
introducción tan “insignificante” para el hombre contemporáneo: «En el año
quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea,
y Herodes tetrarca de Galilea (…)» (Lc 3,1). ¿Por qué? ¡Para desmitificar! Dios
entró en la historia de la humanidad de un modo muy “concreto”, como también en
la historia de cada hombre. Por ejemplo, en la vida de Juan —hijo de Zacarías—
que estaba en el desierto. Lo llamó para que clamara en la orilla del Jordán…
(cf. Lc 3,6).
Hoy, cuando el presidente de EE.UU. es Barack Obama, cuando el Sumo Pontífice
es el papa Francisco…, Dios dirige su palabra también a mí. Lo hace
personalmente —como en Juan Bautista—, o por sus emisarios. Mi río Jordán puede
ser la Eucaristía dominical, puede ser el tweet del papa Francisco, que nos
recuerda que «el cristiano no es un testigo de alguna teoría, sino de una
persona: de Cristo Resucitado, vivo, único Salvador de todos». Dios ha entrado
en la historia de mi vida porque Cristo no es una teoría. Él es la práctica
salvadora, la Caridad, la Misericordia.
Pero a la vez, este mismo Dios necesita nuestro pobre esfuerzo: que rellenemos los valles de nuestra desconfianza hacia su Amor; que nivelemos los cerros y colinas de nuestra soberbia, que impide verlo y recibir su ayuda; que enderecemos y allanemos los caminos torcidos que hacen de la senda hacia nuestro corazón un laberinto…
Hoy es el segundo Domingo de Adviento, que tiene como objetivo principal que yo pueda encontrar a Dios en el camino de mi vida. Ya no sólo a un Recién Nacido, sino sobre todo al Misericordiosísimo Salvador, para ver la sonrisa de Dios, cuando todo el mundo verá la salvación que Dios envía (cf. Lc 3,6). ¡Así es! Lo enseñaba san Gregorio Nacianceno, «Nada alegra tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre».
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (3,1-6):
Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las lecturas de este segundo domingo de Adviento
continúan el vaivén entre los hechos históricos y los cambios espirituales,
entre la venida de Cristo hace 2015 años y su segunda futura venida.
En la Primera Lectura del Profeta Baruc(Ba. 5, 1-9), encontramos
la descripción de la ciudad de Jerusalén vacía y triste porque sus habitantes
no están allí, sino en el exilio. Pero el Profetainvita a Jerusalén a
alegrarse porque sus hijos desterrados volverán a la ciudad y serán conducidos
del destierro a través del desierto por el mismo Dios.
Ahora bien, Jerusalén siempre es también símbolo de la
Iglesia, que tiene muchos hijos también en exilio, fuera de sus muros, fuera de
su influencia, alejados de ella. ¿Cómo se han exilado? Por el
pecado, por la oposición a Dios y a sus leyes y designios. Y la Iglesia,
la nueva Jerusalén, no deja de llamarnos a todos, especialmente en este tiempo
de preparación que es el Adviento.
Y Dios prepara ese camino, como nos dice el Profeta
Baruc, “abajando montañas y colinas, rellenando los valles hasta aplanar
la tierra, para que Israel (el pueblo de Dios, su Iglesia) camine
seguro bajo la gloria de Dios”. Además, “los bosques y los
árboles fragantes le darán sombra por orden de Dios ... escoltándolo con su
misericordia y su justicia.”
El Profeta anunciaba la preparación que Dios iba a hacer
en el camino de regreso a través del desierto para que los desterrados pudieran
volver a Jerusalén. Pero cuando San Juan Bautista, un siglo después de
Baruc, comienza su predicación para preparar y anunciar la llegada del Mesías,
retoma las palabras del Profeta y le da a las mismas un sentido espiritual.
En el Evangelio de hoy (Lc. 3, 1-6) San Lucas
nos da al principio datos muy precisos de tiempo y lugar para ubicar con
exactitud histórica al Bautista. También define a San Juan Bautista como “la
voz que resuena en el desierto” anunciada por el Profeta Isaías (Is.
40, 3-5) quien también describe como Baruc el terreno que ha de aplanarse
en el desierto.
O sea que San Juan Bautista, el Precursor, anunciador del
Mesías, quien era su primo Jesús de Nazaret, utiliza las palabras de los
Profetas antiguos para realizar su misión, la de “preparar” el camino del
Señor:
“Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus
senderos. Todo valle sea rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo
tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados”.
Y ¿qué significa eso de enderezar, rellenar y rebajar y
aplanar el terreno del desierto? ¿Qué obra de ingeniería vial es
ésa, mediante la cual “todos los hombres verán la salvación de Dios”?
Es la obra de ingeniería divina que Dios realiza con su
gracia en nuestras almas. Nuestras almas son un desierto irrigado por la
gracia divina, un desierto irregular con picos y hondonadas; sinuoso, con
curvas y recovecos; su superficie es áspera con huecos y salientes.
Y el Señor tiene que uniformarlo, hacerlo recto en todas sus dimensiones a lo
ancho y largo, a lo alto y profundo, de un lado a otro.
El Señor tiene que enderezar las curvas
torcidas de nuestra mente, que busca sus propios caminos equivocados de
racionalismo y engreimiento. El Señor tiene que rellenarlas
hendiduras de nuestras bajezas, cuando preferimos comprar lo que nos vende el
Demonio, en vez de optar por la Voluntad de Dios. El Señor tiene que
tumbar y rebajar las colinas y montañas de nuestro orgullo, cuando
creemos que podemos ser como Dios, al pretender decidir por nosotros mismos lo
que es bueno o malo; o cuando creemos poder cuestionar a Dios sus planes para
nuestra vida, sin darnos cuenta que El -nuestro Creador y Padre- es quien sabe
lo que nos conviene a cada uno. El Señor tiene que suavizar con
su Amor la superficie de nuestra alma, para quitar la aspereza de nuestro
egoísmo, cuando no sabemos amarlo ni a El ni a los demás, sino que nos amamos
sólo a nosotros mismos.
¡Es toda una obra de Ingeniería Divina! Y es una
obra de ingeniería que requiere nuestra colaboración. Es una obra de
conversión, de purificar y cambiar lo que no está acorde con la Voluntad
Divina. Esta conversión es especialmente importante en el Adviento,
tiempo dedicado a este cambio interior. Pero no basta convertirnos en
Adviento, en estas semanas anteriores a la Navidad. Es que nuestra vida
tiene que ser un continuado Adviento que nos prepare a nuestro encuentro con
Dios.
Y ese encuentro será cuando pasemos a la otra vida, o en
el momento en que Cristo vuelva en gloria como Juez Supremo de toda la
humanidad. Sea cual fuere la forma de nuestro encuentro con el Señor, es
un encuentro ineludible, lo más seguro que tenemos, el cual nos puede llegar en
cualquier momento, como bien lo anuncia el Señor: “llegará como el
ladrón”, cuando menos lo pensemos. Para cualquiera de las dos
eventualidades tenemos que estar preparados, muy bien preparados, con el
desierto de nuestra alma bien irrigado de la gracia divina y bien allanado con
los cambios que Dios haya querido hacer en ella.
Y ese encuentro deberá encontrarnos como nos dice San
Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 1, 4-6.8-11): “limpios e
irreprochables al día de la venida de Cristo, llenos de los frutos de la
justicia, que nos viene de Cristo Jesús”.
El mismo San Pablo nos da la clave para estar bien
preparados: “escoger siempre lo mejor”. Y lo
mejor no puede ser lo que nos provoque, lo que nos guste, lo que
deseemos. Lo mejor siempre será lo que Dios desee. El camino de
santidad, de justicia -como usa el término San Pablo- consiste en ir haciendo
que nuestro deseos vayan cambiándose por los deseos de Dios. No suelen
coincidir los deseos divinos con los humanos y esto sucede cuando la voluntad
no está iluminada por Dios, sino que está oscurecida por el mundo, por el
demonio o por la carne.
Y no temamos, porque -como nos dice San Pablo- “Aquél
que comenzó en ustedes su obra, la irá perfeccionando hasta el día de la venida
de Cristo Jesús”.
En efecto, si nos dejamos llevar por la gracia divina, si
dejamos a Dios hacer su obra de ingeniería y colaboramos, El que comenzó su
obra de santificación en cada uno de nosotros, la llevará hasta su culminación
cuando sea nuestro encuentro con El. Que así sea.
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