Fiesta
de la Exaltación de la Santa Cruz, que al día siguiente de la dedicación de la
basílica de la Resurrección, erigida sobre el Sepulcro de Cristo, es ensalzada
y venerada como trofeo pascual de su victoria y signo que aparecerá en el
cielo, anunciando a todos la segunda Venida.
La fiesta del 14 de septiembre como «fiesta de la santa
Cruz» es muy antigua, se remonta al siglo IV, y está muy bien atestiguada, como
veremos; sin embargo, a lo largo del tiempo ha habido en torno a ella
tradiciones diversas que se han entremezclado y producido desplazamientos en
cuanto al sentido de lo que se festeja en la fecha. Hasta hace algunas décadas
había una fiesta el 3 de mayo, suprimida por SS Juan XXIII en 1960, llamada
«Inventio Santae Crucis», es decir, «descubrimiento de la Santa Cruz», que
rememoraba el momento en que se encontró la auténtica cruz de Jesús (la Vera
Cruz) y se expuso a la veneración del pueblo cristiano. Sin embargo, como
mostrará más tarde este artículo, en realidad esa fiesta, propia de la Igelsia
de Occidente, era un desdoblamiento de la de septiembre, que evocaba, entre
otros aspectos, la «inventio». Por ese motivo la fiesta de septiembre había
quedado, en Occidente, para celebrar un acontecimiento posterior: la
recuperación en el 614 del relicario con los fragmentos de la Vera Cruz por el
emperador Heraclio de manos de los persas.
Parece ser, sin embargo, que la fiesta original tampoco
conmemoraba el 14 de septiembre la «inventio» propiamente dicha, sino que era
una fiesta de la Santa Cruz que, nacida en relación a las dedicaciones de las
basílicas de Tierra Santa que en la actualidad se celebran el día 13 de
septiembre, conmemoraba a la santa cruz como tal, no en relación a tal o cual
acontecimiento histórico. Como sea, cualquiera puede ver por la redacción del
actual elogio del Martirologio Romano, que se ha querido despojar esta fiesta
de su relación directa con la «inventio», y más bien la Iglesia propone
celebrar en esta fecha el signo de la Cruz no sólo aparecido en al historia
hace 2000 años, sino también como señal para todos los pueblos que presidirá
escatológicamente la vuelta de Jesús en la gloria y majestad de su Reino.
En este artículo se han recuperado frangmentos de los
correspondientes del Butler-Guinea que antes estaban en el 14 de septiembre
cuando evocaba la recuperación del 614, y del 3 de mayo como fiesta de la
«inventio». Aunque ninguno de los dos artículos corresponde ya al sentido de la
fiesta actual, contienen material histórico de primer orden, y que ayudará a
penetrar en la densidad de la celebración que realizamos nosotros.
La fiesta del 14 de septiembre conmemoraba originalmente la
solemne dedicación, que tuvo lugar el año 335, de las iglesias que santa
Elena indujo a Constantino a construir en el sitio del Santo Sepulcro. Por
lo demás, no podemos asegurar que la dedicación se haya celebrado,
precisamente, el 14 de septiembre. Es cierto que el acontecimiento tuvo lugar
en septiembre; pero, dado que cincuenta años después, en tiempos de la
peregrina Eteria, la conmemoración anual duraba una semana, no hay razón para
preferir un día determinado a otro. Eteria dice lo siguiente: «Así pues, la
dedicación de esas santas iglesias se celebra muy solemnemente, sobre todo,
porque la Cruz del Señor fue descubierta el mismo día. Por eso precisamente,
las susodichas santas iglesias fueron consagradas el día del descubrimiento de
la Santa Cruz para que la celebración de ambos acontecimientos tuviese lugar en
la misma fecha». De aquí parece deducirse que en Jerusalén se celebraba en
septiembre el descubrimiento de la Cruz; de hecho, un peregrino llamado
Teodosio lo afirmaba así, en el año 530.
Por lo que se refiere a los hechos históricos del
descubrimiento de la Cruz, que son los que aquí interesan, debemos confesar que
carecemos de noticias de la época. El «Peregrino de Burdeos» no habla de la
Cruz el año 333. El historiador Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los
hechos, de quien podríamos esperar abundantes detalles, no menciona el
descubrimiento, aunque parece no ignorar que había tres santuarios en el sitio del
Santo Sepulcro. Así pues, cuando afirma que Constantino «adornó un santuario
consagrado al emblema de salvación», podemos suponer que se refiere a la
capilla «Gólgota», en la que, según Eteria, se conservaban las reliquias de la
Cruz. San Cirilo, obispo de Jerusalén, en las instrucciones catequéticas que
dio en el año 346, en el sitio en que fue crucificado el Salvador, menciona
varias veces el madero de la Cruz, «que fue cortado en minúsculos fragmentos,
en este sitio, que fueron distribuidos por todo el mundo». Además, en su carta
a Constancio, afirma expresamente que «el madero salvador de la Cruz fue
descubierto en Jerusalén, en tiempos de Constantino». En ninguno de estos
documentos se habla de santa Elena, que murió el año 330. Tal vez el primero que
relaciona a la santa con el descubrimiento de la Cruz sea san Ambrosio, en el
sermón «De Obitu Theodosii», que predicó el año 395; pero, por la misma época y
un poco más tarde, encontramos ya numerosos testigos, como san Juan Crisóstomo,
Rufino, Paulino de Nola, Casiodoro y los historiadores de la Iglesia, Sócrates,
Sozomeno y Teodoreto. San Jerónimo, que vivíá en Jerusalén, se hacía eco de la
tradición, al relacionar a santa Elena con el descubrimiento de la Cruz.
Desgraciadamente, los testigos no están de acuerdo sobre los detalles. San
Ambrosio y san Juan Crisóstomo nos informan que las excavaciones comenzaron por
iniciativa de santa Elena y dieron por resultado el descubrimiento de tres
cruces; los mismos autores añaden que la Cruz del Señor, que estaba entre las
otras dos, fue identificada gracias al letrero que había en ella. Por otra
parte, Rufino, a quien sigue Sócrates, dice que santa Elena ordenó que se
hiciesen excavaciones en un sitio determinado por divina inspiración y que ahí,
se encontraron tres cruces y una inscripción. Como era imposible saber a cuál
de las cruces pertenecía la inscripción, Macario, el obispo de Jerusalén,
ordenó que llevasen al sitio del descubrimiento a una mujer agonizante. La
mujer tocó las tres cruces y quedó curada al contacto de la tercera, con lo
cual se pudo identificar la Cruz del Salvador. En otros documentos de la misma
época aparecen versiones diferentes sobre la curación de la mujer, el
descubrimiento de la Cruz y la disposición de los clavos, etc. En conjunto, queda
la impresión de que aquellos autores, que escribieron más de sesenta años
después de los hechos y se preocupaban, sobre todo, por los detalles
edificantes, se dejaron influenciar por ciertos documentos apócrifos que, sin
duda, estaban ya en circulación.
El más notable de dichos documentos es el tratado «De
inventione crucis dominicae», del que el decreto pseudogelasiano (c. 550) dice
que se debe desconfiar. No cabe duda de que ese pequeño tratado alcanzó gran
divulgación. El autor de la primera redacción del Liber Pontificalis (c. 532)
debió manejarlo, pues lo cita al hablar del papa Eusebio. También debieron
conocerlo los revisores del Hieronymianum, en Auxerre, en el siglo VII. Aparte
de los numerosos anacronismos del tratado, lo esencial es lo siguiente: El
emperador Constantino se hallaba en grave peligro de ser derrotado por las
hordas de bárbaros del Danubio. Entonces, presenció la aparición de una cruz
muy brillante, con una inscripción que decía: «Con este signo vencerás» («in
hoc signo vinces»). La victoria le favoreció, en efecto. Constantino, después
de ser instruido y bautizado por el papa Eusebio en Roma, movido por el
agradecimiento, envió a su madre santa Elena a Jerusalén para buscar las
reliquias de la Cruz. Los habitantes no supieron responder a las preguntas de
la santa; pero, finalmente, recurrió a las amenazas y consiguió que un sabio
judío, llamado Judas, le revelase lo que sabía. Las excavaciones, muy
profundas, dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces. Se identificó
la verdadera Cruz, porque resucitó a un muerto. Judas se convirtió al
presenciar el milagro. El obispo de Jerusalén murió precisamente entonces, y
santa Elena eligió al recién convertido Judas, a quien en adelante se llamó
Ciríaco, para suceder al obispo. El papa Eusebio acudió a Jerusalén para
consagrarle y, poco después, una luz muy brillante indicó el sitio en que se
hallaban los clavos. Santa Elena, después de hacer generosos regalos a los
Santos Lugares y a los pobres de Jerusalén, exhaló el último suspiro, no sin
haber encargado a los fieles que celebrasen anualmente una fiesta, el 3 de mayo
(«quinto Nonas Maii»), día del descubrimiento de la Cruz. Parece que Sozomeno
(lib. u, c. i) conocía ya, antes del año 450, la leyenda del judío que reveló
el sitio en que estaba enterrada la Cruz. Dicho autor no califica a esa leyenda
como pura invención, pero la desecha como poco probable.
Otra leyenda apócrifa aunque menos directamente relacionada
con el descubrimiento de la Cruz, aparece como una digresión, en el documento
sirio llamado «La doctrina de Addai». Ahí se cuenta que, menos de diez años
después de la Ascensión del Señor, Protónica, la esposa del emperador Claudio
César, fue a Tierra Santa, obligó a los judíos a que confesaran dónde habían
escondido las cruces y reconoció la del Salvador por el milagro que obró en su
propia hija. Algunos autores pretenden que en esta leyenda se basa la del
descubrimiento de la Cruz por santa Elena, en tiempos de Constantino. Mons.
Duchesne opinaba que «La Doctrina de Addai» era anterior al «De inventione
crucis dominicae», pero hay argumentos muy fuertes en favor de la opinión
contraria. Dado el carácter tan poco satisfactorio de los documentos, la teoría
más probable es la de que se descubrió la Santa Cruz con la inscripción, en el
curso de las excavaciones que se llevaron a cabo para construir la basílica
constantiniana del Calvario. El descubrimiento, al que siguió sin duda un
período de vacilaciones y de investigación, sobre la autenticidad de la cruz,
dio probablemente origen a una serie de rumores y conjeturas, que tomaron forma
en el tratado «De inventione crucis dominicae». Es posible que la participación
de santa Elena en el suceso, se redujese simplemente a lo que dice Eteria:
«Constantino, movido por su madre ("sub praesentia matris suae"),
embelleció la iglesia con oro, mosaicos y mármoles preciosos». La victoria se
atribuye siempre a un soberano, aunque sean los generales y los soldados
quienes ganan las batallas. Lo cierto es que, a partir de mediados del siglo IV,
las pretendidas reliquias de la Cruz se esparcieron por todo el mundo, como lo
afirma repetidas veces san Cirilo y lo prueban algunas inscripciones fechadas
en Africa y otras regiones. Todavía más convincente es el hecho de que, a fines
del mismo siglo, los peregrinos de Jerusalén veneraban con intensa devoción el
palo mayor de la Cruz. Eteria, que presenció la ceremonia, dejó escrita una
descripción de ella.
En la vida de san Porfirio de Gaza, escrita unos doce años
más tarde, tenemos otro testimonio de la veneración que se profesaba a la santa
reliquia y, casi dos siglos después el peregrino conocido con el nombre,
incorrecto, de Antonino de Piacenza, nos dice: «adoramos y besamos» el madero
de la Cruz y tocamos la inscripción.
En cuanto a los hechos del 614, la tradición cuenta que,
después de que el emperador Heraclio recuperó las reliquias de la Vera Cruz de
manos de los persas, que se las habían llevado quince años antes, el propio
emperador quiso cargar una cruz, como había hecho Cristo, a través de la
ciudad, con toda la pompa posible. Pero, tan pronto como el emperador, con el
madero al hombro, trató de entrar a un recinto sagrado, no pudo hacerlo y quedó
como paralizado incapaz de dar un paso. El patriarca Zacarías, que iba a su
lado, le indicó que todo aquel esplendor imperial iba en desacuerdo con el
aspecto humilde y doloroso de Cristo cuando iba cargado con la cruz por las
calles de Jerusalén.
Entonces, el emperador se despojó de su manto de púrpura,
se quitó la corona y, con simples vestiduras, descalzo, avanzó sin dificultad
seguido por todo el pueblo, hasta dejar la cruz en el sitio donde antes se
veneraba la verdadera. Los fragmentos de ésta se encontraban en el cofre de
plata dentro del cual se los habían llevado los persas y, cuando el patriarca y
los clérigos abrieron el cofre todos veneraron las reliquias con mucho fervor.
Los escritores más antiguos siempre se refieren a esta porción de la cruz en
plural y la llaman «trozos de madera de la verdadera cruz». Por aquel entonces,
la ceremonia revistió gran solemnidad: se hicieron acciones de gracias y las
reliquias se sacaron para que los fieles pudiesen besarlas y, se afirma, que en
aquella ocasión, muchos enfermos quedaron sanos.
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