Hoy, cuarto domingo de Cuaresma —llamado domingo “alegraos”—
toda la liturgia nos invita a experimentar una alegría profunda, un gran gozo
por la proximidad de la Pascua.
Jesús fue causa de una gran alegría para aquel ciego de nacimiento a quien otorgó la vista corporal y la luz espiritual. El ciego creyó y recibió la luz de Cristo. En cambio, aquellos fariseos, que se creían en la sabiduría y en la luz, permanecieron ciegos por su dureza de corazón y por su pecado. De hecho, «No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista» (Jn 9,18).
¡Cuán necesaria nos es la luz de Cristo para ver la realidad en su verdadera dimensión! Sin la luz de la fe seríamos prácticamente ciegos. Nosotros hemos recibido la luz de Jesucristo y hace falta que toda nuestra vida sea iluminada por esta luz. Más aun, esta luz ha de resplandecer en la santidad de la vida para que atraiga a muchos que todavía la desconocen. Todo eso supone conversión y crecimiento en la caridad. Especialmente en este tiempo de Cuaresma y en esta última etapa. San León Magno nos exhorta: «Si bien todo tiempo es bueno para ejercitarse en la virtud de la caridad, estos días de Cuaresma nos invitan a hacerlo de manera más urgente».
Jesús fue causa de una gran alegría para aquel ciego de nacimiento a quien otorgó la vista corporal y la luz espiritual. El ciego creyó y recibió la luz de Cristo. En cambio, aquellos fariseos, que se creían en la sabiduría y en la luz, permanecieron ciegos por su dureza de corazón y por su pecado. De hecho, «No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista» (Jn 9,18).
¡Cuán necesaria nos es la luz de Cristo para ver la realidad en su verdadera dimensión! Sin la luz de la fe seríamos prácticamente ciegos. Nosotros hemos recibido la luz de Jesucristo y hace falta que toda nuestra vida sea iluminada por esta luz. Más aun, esta luz ha de resplandecer en la santidad de la vida para que atraiga a muchos que todavía la desconocen. Todo eso supone conversión y crecimiento en la caridad. Especialmente en este tiempo de Cuaresma y en esta última etapa. San León Magno nos exhorta: «Si bien todo tiempo es bueno para ejercitarse en la virtud de la caridad, estos días de Cuaresma nos invitan a hacerlo de manera más urgente».
Sólo una cosa nos puede apartar de la luz y de la alegría
que nos da Jesucristo, y esta cosa es el pecado, el querer vivir lejos de la
luz del Señor. Desgraciadamente, muchos —a veces nosotros mismos— nos
adentramos en este camino tenebroso y perdemos la luz y la paz. San Agustín,
partiendo de su propia experiencia, afirmaba que no hay nada más infeliz que la
felicidad de aquellos que pecan.
La Pascua está cerca y el Señor quiere comunicarnos toda la alegría de la Resurrección. Dispongámonos para acogerla y celebrarla. «Vete, lávate» (Jn 9,7), nos dice Jesús… ¡A lavarnos en las aguas purificadoras del sacramento de la Penitencia! Ahí encontraremos la luz y la alegría, y realizaremos la mejor preparación para la Pascua.
La Pascua está cerca y el Señor quiere comunicarnos toda la alegría de la Resurrección. Dispongámonos para acogerla y celebrarla. «Vete, lávate» (Jn 9,7), nos dice Jesús… ¡A lavarnos en las aguas purificadoras del sacramento de la Penitencia! Ahí encontraremos la luz y la alegría, y realizaremos la mejor preparación para la Pascua.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):
En
aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en
tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.
Palabra del Señor
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.
Palabra del Señor
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos habla de la sanación que hace Jesús
a un ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41). Y en la Segunda Lectura (Ef.
5, 8-14), tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios, podemos ver el
significado espiritual de la ceguera y de la recuperación de la vista.
Nos dice San Pablo: En otro tiempo estaban en la
oscuridad -en las tinieblas-, pero ahora, unidos al Señor, son luz. En
efecto, la oscuridad en que vivía el ciego representa las tinieblas del pecado,
la oscuridad causada por la ausencia de la gracia de Dios. Y la luz que
entra en la vista del ciego recién sanado por el Señor es la vida de Dios en
nosotros; es decir, la gracia.
Antes de analizar más detalladamente el simbolismo de
pecado/oscuridad y de gracia/luz, veamos en primer lugar el milagro
mismo. Jesucristo, como sabemos, realizó muchos milagros de
sanación. Y si los analizamos con detenimiento, podemos darnos cuenta que
cada uno de estos milagros fue hecho en forma diferente: a unos sanaba
porque se lo pedían; otros, como el caso de este ciego, ni siquiera se lo pidió.
A unos sanaba tocándolos o dándoles la mano; a otros porque más bien lo tocaban
a El, y a otros sanó, sin siquiera tenerlos en su presencia. Con unos
usaba palabras, con otros algunas sustancias. Unos se curaban enseguida y
otros un tiempo después.
Todo esto vale para decir que el Señor es libérrimo en la
forma como El escoge para hacer su labor. Lo que sí es común a todas las
curaciones hechas por Jesús es que lo más importante era la sanación que
ocurría en el alma del enfermo: su curación tenía una profunda
consecuencia espiritual. El Señor no hace una sanación física, sin tocar
profundamente el alma. Y cuando el Señor sana directamente es para que se
manifieste en la persona la gloria y el poder de Dios. Y sana no sólo
para que el enfermo sanado crea en Dios y cambie, sino también las personas a
su alrededor.
Sin embargo, sabemos que no todo enfermo es sanado.
¿Significa que la enfermedad es un mal? ... Mientras dure el mundo presente,
seguirán habiendo enfermedades, las cuales -ciertamente- son una de las
consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores. Pero
Jesús, con su Pasión, Muerte y Resurrección, le dio valor redentor a las
enfermedades –y también a todo tipo de sufrimiento.
Es decir, el sufrimiento bien llevado, aceptado en Cristo,
sirve para santificarnos y para ayudar a otros a santificarse. No es que
sean fáciles de llevar las enfermedades -sobre todo algunas de ellas- pero son
oportunidades para unir ese sufrimiento a los sufrimientos de Cristo y darles
así valor redentor.
Y ¿qué es eso de “valor redentor”? Nuestros
sufrimientos, unidos a los de Cristo, pueden servir para nuestra propia
santificación o para la santificación de otras personas, incluyendo nuestros
seres queridos.
Es por ello que después de Cristo, ya los enfermos no son
considerados como personas malditas por el pecado propio o de sus padres, como
sucedía antes de la venida del Señor. De allí la pregunta de los
Apóstoles al encontrarse al ciego: “¿Quién pecó para que éste naciera
ciego, él o sus padres?”, a lo que Jesús responde: “Ni él pecó ni
tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las
obras de Dios”.
Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las
del alma. Por eso decíamos que la sanación fundamental es la sanación
interior. Esta puede darse, habiéndose sanado el cuerpo o no.
¡Cuántos enfermos ha habido que se han santificado en su
enfermedad! ¡Cuántos santos no hay que se han hecho santos a raíz
de una enfermedad o durante una larga enfermedad!
En el caso del ciego de nacimiento del Evangelio de hoy,
vemos que este hombre fue de los que ni siquiera pidió ser sanado, sino que
viéndolo Jesús pasar, se detiene y, haciendo barro con saliva y tierra del
suelo, lo colocó en sus ojos, ordenándole que luego se bañara en la piscina de
Siloé. Efectivamente, el hombre comienza a ver al salir del agua.
Pero notemos que el cambio más importante se realiza en su alma.
Veamos cómo se comporta al ser interrogado por los enemigos
de Jesús. Sus respuestas las da con mucha convicción y con tal
simplicidad e inocencia, que por la precisión y la lógica que hay en ellas,
deja perplejos a quienes con mala intención tratan de hacer ver que Jesús no
venía de Dios, pues lo había curado en Sábado, día en que los judíos no
podían hacer ningún tipo de trabajo.
Resulta refrescante oír la respuesta del ciego que ya no lo
es, cuando los fariseos lo forzan a decir que Jesús es un pecador.
Responde el ciego, primero inocentemente: “Si es pecador, yo no lo sé;
sólo sé que yo era ciego y ahora veo”. Continúa luego con
mucha “claridad” y convicción: “Sabemos que Dios no escucha a los
pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo escucha ... Si
éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”.
Termina el ciego de nacimiento por postrarse ante Jesús,
reconociéndolo como el Hijo de Dios, en cuanto Jesús le revela Quién es
El. Como decíamos, lo más importante es la gracia que acompaña a todo
contacto con Cristo. El ciego, que ya no lo es, cree en Jesús y confía en
El. Y cuando Jesús se le revela como el Hijo del hombre, es
decir, el Mesías esperado, el ciego que ahora ve cree lo que el Señor le dice y,
postrándose, lo adoró.
La Primera Lectura (1 Sam. 16, 1.6-7.10-13) nos
narra la escogencia de David para ser ungido por el Profeta Samuel como Rey.
David, antepasado de Cristo, es prefiguración del
Mesías. David es ungido en Belén, que pasa entonces a ser, la ciudad de
David. Y también la ciudad donde habría de nacer Jesús, el Mesías.
David era pastor. De hecho, estaba pastoreando cuando
Samuel, instruido por Dios, va en busca del Rey que va a ser ungido. Y
David, que antes pastoreaba ovejas, ahora es encargado para ser pastor del
pueblo de Israel (cf. 2 Sam. 5, 2), prefiguración también de Jesús,
el Buen Pastor. Pastor de nosotros, sus ovejas. Pastor de ese
rebaño que es la Iglesia, el nuevo pueblo de Israel.
De allí que la Liturgia nos presente el Salmo 22, el
conocidísimo y gran favorito de entre los Salmos: El Señor es mi
Pastor, nada me falta.
Y concluye el Evangelio con una advertencia de Jesús para
todos aquéllos que, como los Fariseos, creemos que vemos y que no necesitamos
que Jesús nos cure nuestra ceguera: “Yo he venido a este mundo para
que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven
queden ciegos”. Preguntaron entonces si estaban
ciegos. Y Jesús les dice: “Si estuvieran ciegos” (es
decir, si se dieran cuenta de su ceguera) “no tuvieran pecado. Pero
como dicen que ven, siguen en su pecado”.
¡Cuidado que así podríamos estar nosotros: diciendo que
vemos, creyendo que vemos, y no dejamos que el Señor nos sane, pues ya creemos
que sabemos todo, y preferimos quedarnos en una luz que no es luz, sino que es
oscuridad!
El Señor habla de “definición de campos”. ¿Cuáles son
esos campos? Luz y tinieblas. Dios y demonio. Gracia y
pecado. Y San Pablo nos dice que, “unidos al Señor, podemos
ser luz”. Y nos habla de los frutos de la Luz: “bondad,
santidad, verdad”. Cristo se identifica así: “Yo soy la
Luz del mundo ... El que me sigue, no camina en tinieblas”.
Seguir a Cristo es no sólo creer en El, sino actuar como El;
es decir, en total acuerdo con la Voluntad del Padre. Así, haciendo sólo
lo que es la Voluntad de Dios, pasaremos de la oscuridad de nuestra ceguera a
la Luz de Cristo, para ser nosotros también luz en este mundo tan oscuro de las
cosas de Dios y tan ciego para verlas.
Las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las
del alma. Más aún, las enfermedades peores no son las que sufre una persona,
sino las que sufre toda una población. Nuestra sociedad está
enferma. ¡Y bien enferma! De violencia, agresividad, maledicencia,
ocultismo, esoterismo, idolatría, satanismo. Sí, eso mismo: culto al
demonio -para ser más precisos.
Por eso requerimos sanación. Una sanación que sólo
Dios nos puede dar. Porque la sanación fundamental es la sanación
interior. Y ésa es la que estamos necesitando.
El ciego de nacimiento que mencionábamos termina por
postrarse ante Jesús, reconociéndolo como Dios. Cuando comenzó a ver, el
ciego creyó lo que el Señor le dijo y, postrándose, Lo adoró. (Jn 9,
38)
Es lo que nos falta a nosotros: postrarnos en
adoración. Reconocer que Dios es el Señor de la historia, no
nosotros. Cuando no confiamos de verdad en Dios, El nos deja en manos de
los enemigos. Solos no podemos. Hay que ORAR. Y orar
arrepentidos. Clamar a Dios. AdorarLo. El
ha puesto sus condiciones para actuar cuando hay enfermedades sociales:
“Si mi pueblo
-sobre el cual es invocado mi Nombre-
se humilla:
orando y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados
y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7, 14)
-sobre el cual es invocado mi Nombre-
se humilla:
orando y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados
y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7, 14)
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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