Hoy, en el Evangelio, Pedro consulta a Jesús sobre un tema
muy concreto que sigue albergado en el corazón de muchas personas: pregunta por
el límite del perdón. La respuesta es que no existe dicho límite: «No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22). Para explicar
esta realidad, Jesús emplea una parábola. La pregunta del rey centra el tema de
la parábola: «¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo
modo que yo me compadecí de ti?» (Mt 18,33).
El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Para Jesús, el perdón no tiene límites, siempre y cuando el arrepentimiento sea sincero y veraz. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, obrar con los demás según los criterios de Dios.
El pecado grave nos aparta de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1470). El vehículo ordinario para recibir el perdón de ese pecado grave por parte de Dios es el sacramento de la Penitencia, y el acto del penitente que la corona es la satisfacción. Las obras propias que manifiestan la satisfacción son el signo del compromiso personal —que el cristiano ha asumido ante Dios— de comenzar una existencia nueva, reparando en lo posible los daños causados al prójimo.
No puede haber perdón del pecado sin algún genero de satisfacción, cuyo fin es: 1. Evitar deslizarse a otros pecados mas graves; 2. Rechazar el pecado (pues las penas satisfactorias son como un freno y hacen al penitente mas cauto y vigilante); 3. Quitar con los actos virtuosos los malos hábitos contraídos con el mal vivir; 4. Asemejarnos a Cristo.
Como explicó santo Tomás de Aquino, el hombre es deudor con Dios por los beneficios recibidos, y por sus pecados cometidos. Por los primeros debe tributarle adoración y acción de gracias; y, por los segundos, satisfacción. El hombre de la parábola no estuvo dispuesto a realizar lo segundo, por lo tanto se hizo incapaz de recibir el perdón.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (18,21-35):
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo." El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes." El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré." Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
A lo largo de todo el Evangelio, Jesús nuestro Señor nos
invita -y más que invitarnos, nos obliga- a perdonar. Y no sólo nos lo
dice de palabra, sino que nos da su ejemplo: mientras agonizaba colgado de la
cruz, nos enseña con su oración al Padre cómo nos perdona.
A los verdugos que lo torturaban y lo mataban no les reclama
nada, sino que oraba así: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc. 23, 34). ¿Qué mayor ejemplo podemos tener para
nosotros perdonar a los que nos hacen daño? ¿Qué mayor seguridad podemos
tener de que Dios nos perdona, aunque hayamos cometido el peor de los delitos,
si perdonó así a sus propios asesinos?
Sin embargo, siempre nos asalta la objeción: ¡Es que
no puedo perdonar! ¿Cómo hacer para perdonar? ¿Cómo perdonar, si
nuestra tendencia natural nos lleva al resentimiento, al desquite, a la
retaliación e inclusive a la venganza?
Para respondernos esto, debemos estar convencidos Dios nunca
nos pide imposibles. Y si nos está pidiendo perdonar, es porque podemos
hacerlo. Y podemos perdonar, porque El nos da las gracias para hacerlo...
más aún, es El Quien perdona en nosotros.
Recordemos algunas instrucciones de Jesús sobre el
perdón. Una de las más célebres es la que nos trae el Evangelio de hoy,
aquélla en la que el Señor responde a Pedro cuántas veces se debe
perdonar. Pedro le pregunta: “Señor, ¿hasta siete veces? (pensando,
tal vez, que siete veces era mucho). Y Jesús le responde con aquella
multiplicación (70 x 7), que da un resultado de 490 veces, pero que no
significa esa cifra exactamente, ni tampoco 77, sino que es una expresión del
Oriente Medio que equivale a decir “siempre”: “No sólo hasta siete,
sino setenta veces siete” (Mt. 18, 21-35).
Por cierto esta expresión aparece ya en el Antiguo
Testamento (Gn. 4, 24) en el canto del feroz Lamec, quien se jacta de
vengarse de las ofensas “setenta veces siete”. Eso sí: si nos
arrepentimos. Y Jesús nos cuenta una parábola para demostrarnos que El
nos perdona mucho, porque muchos son nuestros pecados. Y nos demuestra
también que en realidad a nosotros nos toca perdonar muy poco. La
parábola es la del siervo despiadado, a quien el amo le perdonó una deuda
inmensa y éste, enseguida de haber recibido la condonación de su deuda, casi
mata a un deudor suyo que le debía una cantidad muy pequeña.
¿Qué sucedió, entonces? El amo, al enterarse, lo hizo
apresar hasta que pagara el último centavo de la deuda que le había perdonado
antes.
Y remata Jesús su parábola así: “Lo mismo hará mi Padre
Celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.
¡Tremenda amenaza! Así como perdonemos... o dejemos de
perdonar, así nos perdonará Dios nuestras deudas con El.
Y esto no sólo nos lo dijo Jesús en ese momento, sino que
nos lo ha puesto a repetir cada vez que rezamos el Padre Nuestro, la oración
que El nos dejó para rezar al Padre Celestial. Y ¿qué decimos
allí? Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a
los que nos ofenden (Mt. 6, 12-14).
Por cierto, en la versión idolátrica de esta oración que
Jesús nos dejó de sus propios labios, se comieron esta frase sobre el
perdón. Sabrá Dios por qué…
Pero volviendo a lo del perdón. La verdad es que
estamos amarrados: si perdonamos mucho, mucho se nos perdonará; si perdonamos
siempre, siempre se nos perdonará. Pero si perdonamos poco, poco se nos
perdonará. Y si no perdonamos… no se nos perdonará.
Cuando nos sea difícil perdonar una ofensa, perdonar a una
persona en particular, ayuda mucho pedir a Dios la gracia del perdón, pensando
en esa ofensa o en esa persona cada vez que rezamos esa frase en el Padre
Nuestro. En el verdadero Padre Nuestro, ¡claro!
También puede ayudarnos a perdonar el meditar algunas frases
que nos vienen en la Primera Lectura (Si. 27, 33-28, 9), tomada
del Libro del Eclesiástico o de Sirácide: “Cosas abominables
son el rencor y la cólera ... El Señor se vengará del vengativo ... No guardes
rencor a tu prójimo ... Pasa por alto las ofensas”.
Una frase del Libro del Eclesiástico de la Primera
Lectura, “Perdona la ofensa a tu prójimo y, así, cuando pidas perdón, se
te perdonarán tus pecados”, ¿no se parece a las instrucciones de Cristo?
¿No se parece a la frase del Padre Nuestro: “perdona nuestras ofensas como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”?
Fijémonos, entonces, que en el Antiguo Testamento se
contienen en germen las verdades que luego aparecen en el Nuevo Testamento,
predicadas por Cristo. Este germen es un verdadero anticipo del
Evangelio.
Y si al pueblo hebreo antiguo ya se le pedía el perdón, ¿qué
no se nos pedirá a nosotros, el nuevo pueblo de Israel, la Iglesia de Cristo,
que vio a Jesús perdonar a sus verdugos mientras moría crucificado?
Jesús, entonces, perfeccionó la ley del perdón. Antes
era la Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente (Ex. 21,
22-27 y Dt. 19, 18-21). Ya esta Ley era un avance con respecto de lo
anterior, pues ponía un cierto freno a la venganza excesiva de Lamec (Gn.
4, 23-24).
En efecto, La Ley del Talión, aunque nos parezca inhumana en
nuestros días, era una máxima sana para ese momento, pues pretendía poner un
cierto límite a la sed de venganza, además de recordar a los jueces y a la
comunidad la obligación de proteger a los débiles de aquéllos que pretender
abusar de ellos.
Y Dios, que conoce que su pueblo es “cabeza dura” (cf.
Ex. 32, 9 y Dt. 32, 27), lo va “domando” poco a poco. Por eso
en cuanto al trato con los enemigos, va progresivamente mejorando la forma de
hacer justicia y de perdonar.
De allí que Jesús haga alusión a esta Ley del Talión durante
el Sermón de la Montaña, que se iniciaba con las Bienaventuranzas: “Ustedes
han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero Yo les
digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la
mejilla derecha, ofrécela también la otra”. (Mt. 5, 38-39).
¿Qué significa eso de poner la otra mejilla? No
significa dejarse destruir, pues Jesús mismo reclamó al ser abofeteado: “Jesús
dijo: ‘Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si
he hablado correctamente, ¿por qué me has golpeado así?’” (Jn. 18,
22-23).
“Poner la otra mejilla” significa devolver bien por
mal: “No te dejes vencer por el mal, más bien derrota el mal con el bien”
(Rom. 12, 20-21). “Poner la otra mejilla” significa lo que
Jesús dice un poco más adelante en el Sermón de la Montaña: “Amen a sus
enemigos y recen por sus perseguidores” (Mt. 5, 44).
Así que el cristiano que perdona no es un tonto, no se hace
ilusiones acerca del mundo que lo rodea, tal como Jesús lo demuestra en el
insólito y sumario juicio que lo llevó a su condenación a muerte, cuando
reclama la injusta bofeteada.
El cristiano que perdona está sencillamente siguiendo las
instrucciones de Cristo: perdonar y orar por los que nos hacen daño. El
sabrá qué hacer con ellos. A nosotros no nos corresponde la
venganza. La venganza le corresponde a Dios: “Hermanos: no se
tomen la justicia por su cuenta, dejen que sea Dios quien castigue, como dice
la Escritura: ‘Mía es la venganza, Yo daré lo que se merece, dice el
Señor’” (Rom. 12, 19).
Jesús, entonces, no viene a decirnos que no hay enemigos,
sino que El ha venido a vencer al verdadero Enemigo, que es el Demonio.
Ese sí es nuestro verdadero Enemigo. El cristiano que verdaderamente está
del lado de Jesús combate contra los verdaderos enemigos: el Demonio y todos su
secuaces, es decir todos lo que persistan en estar del lado del Maligno.
De allí que la lucha del cristiano sea contra los espíritus de las tinieblas (cf.
Ef. 6, 10-18). Y llegará el día en que Jesús los vencerá a
todos y pondrá a sus enemigos bajo sus pies (1 Cor. 15, 24-26).
Pero todos los hombres, mientras estén vivos, pueden
potencialmente volverse amigos. Y esto sucede cuando ellos, libremente,
aceptan las gracias que Dios siempre proporciona a todos, tanto a los buenos,
como a los malos: “Porque El hace brillar su sol sobre malos y buenos, y
envía la lluvia sobre justos y pecadores” (Mt. 5, 45).
Y pueden nuestros enemigos volverse amigos de Dios e
-inclusive- podrían volverse amigos de aquéllos a quienes han hecho daño.
Porque los amigos de Dios son amigos entre sí.
Así que, para que se cumpla lo que nos dice San Pablo en la
Segunda Lectura (Rm. 14, 7-9) “Ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto,
somos del Señor”, para “ser del Señor”, entre otras cosas, debemos
perdonar como el Señor nos perdona a nosotros y como nos pide que nosotros
perdonemos a los demás.
El Salmo 102 canta las misericordias de
Dios: El Señor compasivo y misericordioso. Además nos recuerda
que el Señor no nos condena para siempre, ni nos guarda rencor perpetuo,
ni nos trata como merecen nuestras culpas, ni paga según nuestros
pecados.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org
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