Hoy, Cristo nos dirige su enérgico grito, sin dudas y con
autoridad: «Cállate y sal de él» (Mc 1,25). Lo dice a los espíritus malignos
que viven en nosotros y que no nos dejan ser libres, tal y como Dios nos ha
creado y deseado.
Si te has fijado, los fundadores de las órdenes religiosas, la primera norma que ponen cuando establecen la vida comunitaria, es la del silencio: en una casa donde se tenga que rezar, ha de reinar el silencio y la contemplación. Como reza el adagio: «El bien no hace ruido; el ruido no hace bien». Por esto, Cristo ordena a aquel espíritu maligno que calle, porque su obligación es rendirse ante quien es la Palabra, que «se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Pero es cierto que con la admiración que sentimos ante el Señor, se puede mezclar también un sentimiento de suficiencia, de tal manera que lleguemos a pensar tal como san Agustín decía en las propias confesiones: «Señor, hazme casto, pero todavía no». Y es que la tentación es la de dejar para más tarde la propia conversión, porque ahora no encaja con los propios planes personales.
La llamada al seguimiento radical de Jesucristo, es para el aquí y ahora, para hacer posible su Reino, que se abre paso con dificultad entre nosotros. Él conoce nuestra tibieza, sabe que no nos gastamos decididamente en la opción por el Evangelio, sino que queremos contemporizar, ir tirando, ir viviendo, sin estridencias y sin prisa.
El mal no puede convivir con el bien. La vida santa no permite el pecado. «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro» (Mt 6,24), dice Jesucristo. Refugiémonos en el árbol santo de la Cruz y que su sombra se proyecte sobre nuestra vida, y dejemos que sea Él quien nos conforte, nos haga entender el porqué de nuestra existencia y nos conceda una vida digna de Hijos de Dios.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (1,21-28):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La Primera Lectura del Deuteronomio nos habla de la promesa
que Yahvé hizo al pueblo prometiéndole profetas que les dirían lo que El les
mandara a decir. Nos dice esta lectura que el pueblo había pedido a Dios
que no quería volver a oír su voz. Por eso, “en aquellos días, habló
Moisés al pueblo, diciendo: ‘El Señor Dios hará surgir en medio de
ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán” (Dt. 18,
15-20). Así lo prometió Dios a Moisés y así fue con toda la serie de
profetas de los cuales leemos en el Antiguo Testamento (escritores y no
escritores, mayores y menores), que sucedieron a Moisés, hasta que llegó
“el Profeta”, que no es otro sino el mismo Dios hecho Hombre: Jesucristo.
Profeta es quien dice al pueblo de Dios lo que Dios quiere
que se le diga. Profeta no es simplemente quien habla de Dios; es, más
bien, quien habla en nombre de Dios y bajo su inspiración. El profeta
es a la vez receptor y transmisor: recibe la palabra de Dios y la
transmite. Se dice que el profeta es “boca de Dios”, pues el profeta
habla con su boca la palabra de Dios.
Ahora bien, Jesucristo es la Palabra misma; es decir, Jesucristo
es la expresión de Dios para nosotros los seres humanos. De allí que
Jesús, al comenzar a predicar y a actuar, sorprendiera a la gente de su
época. Nos dice el Evangelio de hoy que, al enseñar,“sus oyentes quedaron
asombrados de sus palabras”. Y al expulsar un demonio, “todos
quedaron estupefactos ... y decían ‘este hombre sí tiene autoridad pues manda
hasta a los espíritus inmundos y éstos le obedecen’” (Mc. 1,
21-28). Jesucristo era el Profeta que, además de hablar en
nombre de Dios y de enseñar con autoridad, también expulsaba a los demonios.
Sobre la lucha contra los espíritus malignos es importante
tomar en cuenta algunas recomendaciones. Como el Demonio y los demonios
están siempre al acecho para hacer caer a los seres humanos en el pecado y para
hacerlos andar por el camino que lleva a la condenación, debemos recordar que
Jesucristo nos habla de la importancia de la vigilancia.
Y el medio más eficaz de vigilar, para impedir que el mal se
acerque a nosotros es vigilar en oración, llenando así nuestro corazón de Dios
que es Quien expulsa el Mal. Así el Enemigo no podrá encontrar sitio en
nuestro corazón. Y no tiene sitio allí si la persona está bien unida a
Dios.
¿En qué consiste esa unión con Dios? Consiste en
aceptar la Voluntad de Dios y renunciar a la propia voluntad. Consiste en
aceptar los deseos de Dios y renunciar a los propios deseos. Consiste esa
unión con Dios en aceptar la forma de pensar y de ser de Dios y renunciar a las
propias formas de pensar y de actuar. Y esto es así, porque quien está
unido a Dios de esa manera es fuerte con la fortaleza misma de Dios. Esta
es la vigilancia que nos pide el Señor.
Volviendo a la Primera Lectura, es lamentable que el vocablo
“profeta” sea tomado para referirse a quien predice el futuro. Ciertamente
el profeta puede hablar del futuro, si Dios así lo desea. Pero el mensaje
profético incluye muchísimo más que eso. “La palabra del profeta edifica,
exhorta y consuela” (1 Cor. 14, 3).
El mensaje del profeta suele ser exigente, pues recuerda con
claridad los compromisos de la humanidad para con Dios. Es inflexible con
el pecado, especialmente con la idolatría. El mensaje profético también
es consolador, pues reconforta y reanima al pueblo de parte de Dios, y descubre
la esperanza en medio de la oscuridad. También suele ser un mensaje
edificante, pues enseña y corrige; educa y forma, además de sanar y purificar,
y de llamar a la conversión.
El profeta no se hace a sí mismo, sino que es Dios Quien lo
escoge. Es Dios Quien tiene la iniciativa y domina a la persona del
profeta. Y suele Dios llamar al profeta de una manera irresistible y
hasta seductora. Eso lo supo Jonás, a quien vimos en las lecturas de la
semana pasada en medio de una tormenta y luego en el vientre de una ballena,
hasta que se decidió a predicar lo que Dios le había indicado.
He aquí lo que dice el profeta Amós sobre el llamado de Dios
al profeta: “Así como nadie queda impertérrito al oír el rugido del
león, así también nadie se negará a profetizar cuando escucha lo que le habla
el Señor” (Am. 3, 8). Y Jeremías: “Me has seducido,
Yavé, y me dejé seducir. Me hiciste violencia y fuiste el más fuerte ...
Sentí en mí algo así como un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque
yo trataba de apagarlo, no podía” (Jer. 20, 7 y 9).
¿A quiénes escoge Dios como profetas? Por supuesto, a
quienes El quiere. Pero incluye a toda clase de personas: hombres y
mujeres, ricos y pobres, adultos y adolescentes, y aún desde el seno
materno. “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía;
antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de
naciones” (Jer. 1,5).
Al principio de la Historia de la Salvación, Dios guía a su
pueblo mediante los Patriarcas que son también profetas, pues reciben
instrucciones de Él para su pueblo. Tal es el caso de Abraham y también
de Moisés, quien es considerado como un auténtico profeta, además de ser
patriarca.
Luego viene la época de los Jueces, que no eran jueces como
los conocemos hoy -personas que dirimían problemas de justicia- sino más bien
guías y gobernadores del pueblo escogido. Samuel fue el último y más
grande gran Juez de Israel. De él leíamos hace dos domingos, cuando
recibió la palabra de Dios, Quien le dio la misión de hablar en su
nombre. Es decir, Samuel también fue profeta.
Luego viene la época de los Reyes, en la cual los tres ejes
de la sociedad israelita son el Rey, el Sacerdote y el Profeta. Surge,
entonces, la época del profetismo. Los profetas iluminan a los
Reyes. Tal es el caso de Natán, Gad, Eliseo, muy especialmente Isaías y
por momentos Jeremías. A ellos les tocaba decir si la acción emprendida
era la deseada por Dios y si calzaba dentro de sus planes.
Llega un momento en que se interrumpe el profetismo (cfr.
1 Mac. 4, 46 y Sal. 74, 39). Comienza entonces el pueblo de
Israel a vivir en la espera del “Profeta” prometido. De allí el
entusiasmo que suscitó San Juan Bautista, quien es el último de los Profetas
del Antiguo Testamento, pues, aunque el relato de su vida y de su predicación esté
recogido en el Nuevo Testamento, él es anterior a Cristo, es quien prepara el
camino a Jesús.
Ahora bien, la misión del profeta es más bien ingrata, pues
la palabra de Dios suele ser un estorbo para todos: para reyes,
príncipes, autoridades, sacerdotes, falsos profetas y para el pueblo en
general. De allí que muchos profetas se resisten a ejercer su
función. Pero Dios no se arrepiente e insiste. Lo vimos con Jonás.
Cuando Moisés se resiste, sus excusas de nada le valen (Ex. 3,
11-12). Tampoco las de Jeremías (Jer. 1, 6-7).
De allí, también, que los profetas tenga sus crisis de
depresión y de rebeldía. Tal es el caso de Jonás después de la conversión
de Nínive (Jon. 4). También Moisés (Núm. 11, 11-15) y
Elías (1 Re.19, 4). Jeremías llega a quejarse amargamente y
casi abandona su misión (Jer. 15, 18 s; 20, 14-18). También
Ezequiel (Ez. 3, 14s).
Los profetas casi nunca ven el fruto de su misión. La
predicación de Isaías más bien endurece al pueblo (Is. 6, 9; Mt. 13,
14-15). Sin embargo, el profeta deberá hablar en nombre de Dios así
lo escuchen o no (Ez. 2, 5-7 y 3, 11-21)
Vemos, entonces, cómo el carisma de profecía es un carisma
de revelación, por el que Dios da a conocer a los seres humanos lo que no
podríamos descubrir con nuestros limitados recursos humanos. Como todo
carisma, el de profecía también es para el bien de la comunidad y para levantar
la fe del pueblo de Dios o de un sector del pueblo de Dios. Es así como
el profeta se salva cumpliendo su misión de profetizar y cumpliendo también el
mensaje que Dios da a través suyo. Y el pueblo de Dios se salva escuchando lo
que dicen los profetas y cumpliendo las indicaciones que Dios da a través de
ellos.
¿Han habido profetas después de Cristo? ¿Existen
profetas en nuestros días? Santo Tomás de Aquino tiene esto que decir al
respecto: “En todas las edades los hombres han sido instruidos
divinamente en materias referentes a la salvación de los elegidos ... y en
todas las edades han habido personas poseídas del espíritu de profecía, no con
el propósito de anunciar nuevas doctrinas, sino para dirigir las acciones
humanas” (Summa 2:2:174:Res. et ad 3).
“El profetismo no se extingue con la edad apostólica (con
los Apóstoles). Sería difícil comprender la misión de muchos santos en la
Iglesia sin observar en ellos el carisma profético. ‘Las profecías
desaparecerán un día’, explica San Pablo (1 Cor. 13, 8). Pero
esto será al fin de los tiempos. “La venida de Cristo a acá, muy lejos de
eliminar el carisma de profecía, provocó su extensión, la cual había sido
predicha: ‘Ojalá todo el pueblo fuera profeta’, era el deseo de
Moisés (Núm. 11, 29).” (X.León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica).
Y el Papa Juan Pablo II nos dejó dicho lo siguiente respecto
del profetismo en nuestros días: “El Espíritu Santo derrama una gran
riqueza de gracias ... Son los carismas. También los laicos son
beneficiarios de estos carismas ... como lo atestigua la historia de la
Iglesia” (JP II, Catequesis del Miércoles 9-3-94). “Conviene precisar
con palabras del Concilio la naturaleza del profetismo de los laicos ... no
sólo de un profetismo de orden natural ... Más bien es cuestión de un
profetismo de orden sobrenatural, tal como se nos presenta en el oráculo
de Joel (3,2), ‘En los últimos días ... profetizarán vuestros hijos y
vuestras hijas’ ... para hacer vibrar en los corazones las verdades
reveladas” (JP II, Catequesis del Miércoles 26-1-94).
Es decir, la función principal de los profetas posteriores a
Cristo es recordar las verdades reveladas y la doctrina y enseñanzas de la
Iglesia de Cristo. Ejercen su misión profética, nos dice el
Concilio Vaticano II, “en unión con los hermanos en Cristo, y sobre todo con
sus pastores, a quienes toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y
su ordenado ejercicio, no, por cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con
el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (cf. 1 Tes. 5,
12.19.21).
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilía.org
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