domingo, 23 de junio de 2019

«Dadles vosotros de comer» (Evangelio Dominical)






Hoy es el día más grande para el corazón de un cristiano, porque la Iglesia, después de festejar el Jueves Santo la institución de la Eucaristía, busca ahora la exaltación de este augusto Sacramento, tratando de que todos lo adoremos ilimitadamente. «Quantum potes, tantum aude...», «atrévete todo lo que puedas»: 

Ésta es la invitación que nos hace santo Tomás de Aquino en un maravilloso himno de alabanza a la Eucaristía. Y esta invitación resume admirablemente cuáles tienen que ser los sentimientos de nuestro corazón ante la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Todo lo que podamos hacer es poco para intentar corresponder a una entrega tan humilde, tan escondida, tan impresionante. El Creador de cielos y tierra se esconde en las especies sacramentales y se nos ofrece como alimento de nuestras almas. Es el pan de los ángeles y el alimento de los que estamos en camino. Y es un pan que se nos da en abundancia, como se distribuyó sin tasa el pan milagrosamente multiplicado por Jesús para evitar el desfallecimiento de los que le seguían:

 «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9,17).

Ante esa sobreabundancia de amor, debería ser imposible una respuesta remisa. Una mirada de fe, atenta y profunda, a este divino Sacramento, deja paso necesariamente a una oración agradecida y a un encendimiento del corazón. San Josemaría solía hacerse eco en su predicación de las palabras que un anciano y piadoso prelado dirigía a sus sacerdotes: «Tratádmelo bien». 




Un rápido examen de conciencia nos ayudará a advertir qué debemos hacer para tratar con más delicadeza a Jesús Sacramentado: la limpieza de nuestra alma —siempre debe estar en gracia para recibirle—, la corrección en el modo de vestir —como señal exterior de amor y reverencia—, la frecuencia con la que nos acercamos a recibirlo, las veces que vamos a visitarlo en el Sagrario... Deberían ser incontables los detalles con el Señor en la Eucaristía. Luchemos por recibir y por tratar a Jesús Sacramentado con la pureza, humildad y devoción de su Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.





Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,11b-17):




En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

Palabra del Señor



COMENTARIO




 Las lecturas de hoy nos invitan a recordar a Jesucristo como Mesías.  Fijémonos en el Evangelio cuando el Señor pregunta a sus Apóstoles quién creen ellos que es El.  Y Pedro, inspirado directamente por el Espíritu Santo, reconoce al Señor como el Mesías, como Aquél a quien todo el pueblo de Israel -el Pueblo de Dios- había estado esperando por siglos.

“Mesías” significa “Ungido”.  Pero el significado de la palabra “Mesías” es mucho más profundo que esto.  Desde los primeros libros de la Sagrada Escritura vemos que el Pueblo de Dios esperaba al Mesías prometido.  Y Dios va renovando y recordando esa promesa a lo largo de todo el Antiguo Testamento.

¿Qué sucedió?  ¿Por qué Dios prometió al Mesías?  ¿Por qué tanta expectación?

Recordemos que Dios había diseñado un plan maravilloso al colocar a la primera pareja humana en un sitio y un estado ideal de felicidad: el Paraíso Terrenal o Jardín del Edén.  Pero nuestros primeros progenitores se rebelaron contra Dios, su Creador, y perdieron ellos, y nosotros sus descendientes, esa inicial condición de felicidad perfecta en que Dios los había colocado.




En ese estado de felicidad inicial los seres humanos gozábamos de privilegios especiales.  Entre otras cosas, ni sufríamos, ni nos enfermábamos, ni moríamos.  Además, nos era más fácil hacer el bien y teníamos un mejor conocimiento de Dios, lo cual nos ayudaba a tener una mayor intimidad con El.

Pero Dios, que nos creó para que pudiéramos disfrutar para siempre de su Amor Infinito, no quiso abandonarnos, ni dejarnos en la situación en que quedamos, sino que preparó y diseñó un Plan de Rescate para la humanidad.

Y ¿en qué situación habíamos quedado?  Los seres humanos habíamos quedado sometidos a la esclavitud del Demonio, por haber aceptado Adán y Eva la proposición que éste les había presentado en contra de Dios.

Podríamos decir que quedamos, entonces, en una situación de secuestro.  Y Dios decide salvarnos.  Y Dios decide salvarnos... El mismo.

Es así como Dios viene a hacer por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros mismos: rescatarnos.


                           



Para esto, era necesario que una Persona divina se hiciera humana, puesto que la ofensa infinita a Dios debía reparase de manera infinita.  Y una reparación de esa categoría sólo podía hacerla el mismo Dios.  Pero como la ofensa había sido hecha por humanos, esa Persona Divina también tenía que ser humana.

Es así como nos promete a alguien que vendría a salvarnos:  nos promete un Salvador. (cf. Gn. 3, 15)

Por eso, el Pueblo de Dios -por siglos- esperaba al Mesías, al que vendría a salvarlos.  Y en esa espera del Mesías se mueve el Pueblo de Dios durante siglos, guiado por los Patriarcas y los Profetas.  Llega así el momento del rescate de la humanidad y Dios se hace Hombre, se hace igual que nosotros:  se baja de su condición divina -sin perderla- y toma nuestra naturaleza humana.

Sucede, entonces, el misterio más grande del Amor de Dios, el más grande milagro jamás realizado: Dios se hace Hombre para salvarnos.  Dios viene El mismo a rescatarnos de la situación en la que nos encontrábamos.

Y se inicia el Plan de Redención con el humilde “sí” de la Santísima Virgen María, al Ella aceptar ser Madre del Hijo de Dios, del Mesías que rescataría a la humanidad de la situación de secuestro en que se encontraba.




 Ante esa espera milenaria del Pueblo de Dios por el Mesías que vendría a salvarlo, podemos imaginar, entonces, qué significativa y qué crucial era la respuesta de Pedro, que vemos en el Evangelio de hoy (Lc. 9, 18-24), reconociendo a Jesús como ese personaje especialísimo que todos esperaban.

Sin embargo, la sorpresa fue cuando Jesús, enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías que todos habían estado esperando por tantos siglos, les da la terrible noticia de que ese personaje especialísimo que ellos llamaban “Mesías”; es decir, El mismo -Jesús- debía sufrir mucho, debía ser rechazado por los jefes del pueblo, debía ser condenado a muerte, morir... y luego resucitar.

Tan impresionados quedaron con lo del sufrimiento y la muerte de Jesús, el Mesías, que parecen no haberse fijado en la promesa de la resurrección.  Esto es tan así, que si recordamos los textos de la Resurrección del Señor, vemos cómo más bien se sorprendieron y ni siquiera creían que Cristo había resucitado.

La verdad es que, ya la idea de un Mesías sufriente que purificaría al Pueblo de Dios de sus pecados había sido anunciado por los Profetas.  Eso lo vemos en la Primera Lectura de hoy del Profeta Zacarías (Zc. 12, 10-11; 13, 1).  Pero el Pueblo de Israel –equivocadamente- esperaba un Mesías triunfante.




El Profeta Isaías, (cf. Is. 53) es elocuente en su descripción de los sufrimientos del Mesías esperado.  Pero no se daban cuenta de que el triunfo mesiánico pasaba por la Cruz y que luego vendría la Resurrección.   Lo expresa Isaías al final del Capítulo 53.  Lo dice Jesús a sus discípulos en el diálogo que nos trae el Evangelio de hoy:  sufrimiento y muerte; luego la resurrección al tercer día.

¿Por qué Jesús plantea a los discípulos el asunto de su identidad?  Porque había llegado el momento en que tenía que plantearles lo de su sufrimiento, muerte y resurrección, porque ya esto era inminente.  Eso iba a suceder poco tiempo después, en cuanto llegaran a Jerusalén.  Era muy importante, entonces, que supieran que –efectivamente- El era el Mesías esperado … aunque fuera apresado, aunque sufriera y muriera, Ellos mismos –en boca de Pedro- lo habían reconocido así.  Pero, aunque les aseguró que resucitaría al tercer día, ni se dieron cuenta de esto que era lo más importante del anuncio.

Como los Apóstoles ya lo reconocían como el Salvador, el Mesías, debían saber y entender que no hay salvación si no se pasa por el sufrimiento.  De allí que enseguida les informa –y nos informa- que también nosotros debemos recorrer el mismo camino: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.

Los sufrimientos de Jesús y su muerte en cruz, nos da la medida del precio de nuestro rescate: nada menos que la vida misma del Mesías.  En efecto, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, paga nuestro rescate a un altísimo precio: con su Vida, Pasión, Muerte y posterior Resurrección.




Y ¿qué obtiene el género humano del Mesías?

El sacrificio de Jesucristo, el Mesías prometido y esperado, el Mesías reconocido por Pedro, ése que esperaban desde había siglos, nos consigue de nuevo el derecho a heredar la felicidad eterna en el Cielo.  (Eso lo habíamos perdido).

Ahora bien, ya tenemos de nuevo el derecho a llegar al Cielo.  Pero ¿cómo íbamos a cobrar esa herencia?  Aprovechando todas las gracias que puso a nuestra disposición para llegar a allí.

Se lleva a cabo, entonces, el Plan de Rescate: la Santísima Trinidad en la persona del Hijo, el Mesías prometido y esperado, realiza el Misterio de la Redención.

Bien describe la Segunda Lectura (Gal. 3, 26-29) en qué consiste la salvación:  los bautizados somos revestidos de Cristo, hechos hijos de Dios y herederos de la promesa de Dios:  la felicidad eterna.  Y la salvación es para todos: judíos y no judíos, hombres y mujeres, esclavos y libres.

¡Eso sí!  Si bien hay una Voluntad de Dios general o absoluta:  Dios quiere que todos los seres humanos nos salvemos (cf. 1 Tim 2, 4), hay también una Voluntad de Dios condicionada.  Es decir, hay ciertas condiciones que debemos cumplir para obtener nuestra salvación:  que aquí en la tierra busquemos y hagamos la voluntad de Dios.

El rescate ya está pagado.  Pero para ser salvados, Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados (como cualquier secuestrado, ¿no?).  Nuestra disposición consiste en buscar y hacer la Voluntad del Padre, igual que hizo el Mesías.




Este seguimiento de la voluntad de Dios va desde evitar el pecado y arrepentirnos y confesarlo en el Sacramento de la Confesión si lo cometemos, hasta amar a Dios sobre todas las cosas y buscar en todo su Voluntad.

El rescate ya está pagado.  Pero para ser salvados, Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados.  Nuestra disposición consiste en cumplir en todo la Voluntad del Padre, igual que el Mesías.

Para esto, Cristo nos ha dejado muchas ayudas (son sus gracias):  su alimento en la Sagrada Comunión y su perdón en el Sacramento de la Confesión.   Ayuda muy importante es también la comunicación con El.  Y es importante, porque la oración nos hace dóciles y perceptivos al Espíritu Santo, Quien nos lleva por el camino de la Voluntad de Dios.





Con el Salmo 62 damos gracias a Dios y lo alabamos por todo lo que hizo por nosotros y por todo lo que nos da continuamente.  También nos mostramos muy necesitados de El, pues sin El somos como tierra seca, necesitada de agua.  Porque tenemos sed de El, lo añoramos y lo buscamos en la oración.

Con todas las ayudas que tenemos y con nuestra participación se completa el Plan de Rescate de Dios para cada uno de nosotros.  ¿Lo aprovechamos?















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.net.


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