domingo, 14 de marzo de 2021

«Os digo que éste bajó a su casa justificado» (Evangelio Dominical)

 




Hoy, Cristo se nos presenta con dos hombres que, ante un observador "casual", podrían aparecer casi como idénticos, ya que ellos se encuentran en el mismo lugar realizando la misma actividad: ambos «subieron al templo a orar» (Lc 18,10). Pero más allá de las apariencias, en lo más profundo de sus conciencias personales, los dos hombres difieren radicalmente: uno, el fariseo, tiene la conciencia tranquila, mientras que el otro, el publicano —cobrador de impuestos— se encuentra inquieto por los sentimientos de culpa.

Hoy día tendemos a considerar los sentimientos de culpa —el remordimiento— como algo cercano a una aberración psicológica. Sin embargo, el sentimiento de culpa le permite al publicano salir reconfortado del Templo, puesto que «éste bajó a su casa justificado y aquél no» (Lc 18,14). «El sentimiento de culpa», escribió Benedicto XVI cuando él todavía era Cardenal Ratzinger ("Conciencia y verdad"), «remueve la falsa tranquilidad de conciencia y puede ser llamado "protesta de la conciencia" contra mi existencia auto-satisfecha. Es tan necesario para el hombre como el dolor físico, que significa una alteración corporal del funcionamiento normal».

Jesús no nos induce a pensar que el fariseo no esté diciendo la verdad cuando él afirma que no es rapaz, injusto, ni adúltero y que ayuna y entrega dinero al Templo (cf. Lc 18,11); ni tampoco que el recaudador de impuestos esté delirando al considerarse a sí mismo como un pecador. Ésta no es la cuestión. Más bien ocurre que «el fariseo no sabe que él también tiene culpa. Él tiene una conciencia completamente clara. Pero el "silencio de la conciencia" lo hace impenetrable ante Dios y ante los hombres, mientras que el "grito de conciencia" que inquieta al publicano lo hace capaz de la verdad y del amor. ¡Jesús puede remover a los pecadores!» (Benedicto XVI).

 

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):



                               


 





 Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):


En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Palabra del Señor

 

 


COMENTARIO


 




La Segunda Lectura y el Evangelio de hoy nos hablan de salvación y condenación, de fe y obras.

 

“El que cree en Él, no será condenado.  Pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn. 3, 14-21).

 

Duras y decisivas palabras.  Palabra de Dios escrita por “el discípulo amado”, el Evangelista San Juan.  Palabras que sentencian la importancia de la fe: el que no cree en Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre...  ya está condenado.  Pero cabe, entonces la pregunta: ¿el que sí cree... ya está salvado?   ¿Basta la fe para que seamos salvados?  ¿Basta creer?

 

Esta pregunta necesariamente nos recuerda las diferencias -hasta hace poco infranqueables- entre Católicos y Protestantes.  Sólo la fe basta, se adujo en la Reforma que llevó a cabo la lamentable división iniciada por Lutero en 1517.

 

Fundamentándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia Católica siempre ha sostenido que la fe sin obras no basta para la salvación.  Traducido a la práctica significa que en el Bautismo recibimos como regalo de Dios la virtud de la Fe y la Gracia Santificante.  Y las “obras” consisten en cómo respondemos a ese don de Dios: con buenas obras, con malas obras o sin obras.

 

Para analizar, entonces, si la fe basta para la salvación y si las obras son necesarias, tenemos que referirnos a un documento, titulado “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmado en 1999 entre la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana, en que se trata precisamente este tema tan importante.  De ese histórico documento extraemos las siguientes citas (resaltados nuestros): 

 

“Sólo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito, nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones capacitándonos y llamándonos a buenas obras. (#15)



                                                    




“... en cuanto a pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y misericordia renovadora, que Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio, cualquiera que éste sea”. (#17)

 

“El ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios...  (el ser humano), por ser pecador es incapaz de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios”. (#19)

 

“Cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera” (en su salvación)... consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana”. (#20)

 

En conclusión: no somos capaces, por nosotros mismos, de justificarnos, es decir, de santificarnos o de salvarnos.  Nuestra salvación depende primeramente de Dios.  Pero el ser humano tiene su participación, la cual consiste en dar respuesta a todas las gracias que Dios nos ha dado y que sigue dándonos constantemente para ser salvados.  Eso es lo que la Teología Católica llama “obras”.  Nuestra imposibilidad de acceder por nosotros mismos a la salvación es tal, que, hasta la capacidad para dar esa respuesta a la gracia divina, no viene de nosotros, sino de Dios.

 

De allí que también San Pablo nos diga: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y El nos dio la vida con Cristo y en Cristo.  Por pura generosidad suya hemos sido salvados...  En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 4-10).

 

La Primera Lectura nos trae el final del Segundo Libro de las Crónicas (2 Cro. 36, 14-23), y en ella se nos relata cómo se pervirtió el pueblo de Israel, pues todos, incluyendo los Sumos Sacerdotes “multiplicaron sus infidelidades”.  Como si fuera poco, despreciaron la palabra que los Profetas, mensajeros de Dios, les llevaban.  Llegó un momento, nos dice el relato, que “la ira de Dios llegó a tal grado, ya no hubo remedio”.   La ciudad de Jerusalén con su Templo queda destruida por la invasión de los Caldeos, y “a los que escaparon de la espada, los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos”.  El reino pasó al dominio de los Persas, cumpliéndose lo anunciado por uno de esos Profetas despreciados, Jeremías.  Luego se nos relata el regreso del pueblo de Israel de Babilonia a Jerusalén en los tiempos de Ciro, Rey de Persia.

 

Y esto necesariamente nos trae un tema candente: ¿Castiga Dios?

 

Cabe, entonces, preguntar: ¿qué es el castigo?  ¿Para qué son los castigos?  Cuando un padre o una madre castigan a su hijo ¿por qué lo hacen?  ¿Por venganza, acaso?  O el castigo es la forma de corregir al hijo, para que se encamine por el bien.  Es muy importante reflexionar sobre esto, para comprender que “la ira de Dios” y “los castigos de Dios” de que nos hablan la Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, son más bien manifestaciones de la misericordia divina.  Dios -efectivamente- castiga, pero castiga para que los seres humanos aprendamos a enrumbarnos por el camino adecuado, por el camino que nos lleva a Dios.



                                     


                 


Es lo que le sucedió al pueblo de Israel con ese exilio de 70 años a Babilonia.  Al regresar venían reformados, purificados.  Cuando Dios permite un “aparente” mal –en este caso, la expulsión, el exilio y hasta la destrucción del Templo de Jerusalén- es para obtener un mayor bien.

 

Las infidelidades de los seres humanos para con Dios, nuestro Creador y nuestro Dueño, pueden llegar a niveles en que, como nos dice esta Primera Lectura, ya no haya otro remedio.  Por eso Dios a veces castiga.  Y castiga para que enderecemos el rumbo, para que volvamos nuestra mirada a Él.

 

“Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre-se humilla, orando
y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7, 14)

 

Es orando y convirtiéndonos como Dios nos oirá, perdonará nuestros pecados y sanará nuestra tierra.

 

El Salmo 136 nos trae los sentimientos y comentarios de los exilados de Jerusalén: Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar de nostalgia…

 

Ahora bien, antes de que nos llegue el final a cada uno con la muerte o antes de que llegue el final de los tiempos, Dios nos advierte por medio de su Palabra, por medio de las enseñanzas de la Iglesia, por medio de su Madre que se aparece en la tierra para advertirnos, para guiarnos, para llamarnos a la conversión.  Inclusive nos llama y nos advierte por medio de sus mensajeros, los profetas.  Y... ¿hacemos caso a todos estos llamados?

 

Llegará un momento, el momento del fin, que nos llegará con toda seguridad, bien con nuestra propia muerte o bien porque se termine el tiempo y pasemos a la eternidad.  En ese momento ya no hay sino salvación o condenación.

 

El Evangelio nos dice cuál es la causa de la condenación: “La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”. 

 

Cristo es la Luz que vino a este mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo.

 

¿En qué consiste preferir la Luz a las tinieblas?  ¿En qué consiste aprovechar la salvación que Jesucristo nos trajo?

 

Consiste en creer en Él, seguirlo a Él, tratar de ser como Él y de actuar como Él.

 

De esa forma estamos prefiriendo la Luz a las tinieblas.  De esa forma, estamos aprovechando las gracias de salvación, que “sin ningún mérito nuestro”, nos han sido “regaladas” por Dios, a través de su Hijo, Jesucristo.


                                 



Y Dios nos regala así, porque a pesar de nuestras infidelidades, a pesar de las veces que nos oponemos a Él, de las veces que lo retamos, de las veces que lo cuestionamos, de las veces que le damos la espalda, Él nos quiere salvados para que vivamos con Él para siempre en la gloria del Cielo.

 

Entonces, a la gracia de la salvación realizada por Jesucristo respondemos con nuestras “obras”: oración, santidad, buenas acciones, obras de misericordia…  Pero recordando que nuestra respuesta en obras es también don de Dios, porque el deseo y la posibilidad de realizarlas también vienen de Dios, para que nadie se equivoque (y de paso peque) creyendo que uno es muy capaz de salvarse y de ser santo sólo con su esfuerzo.

 

 



Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.net

Homilias,net

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