Ya acercándonos al final del Año
Litúrgico, el cual suele terminar en el mes de Noviembre de cada año,
este último Domingo del Ciclo “B”, ciclo que concluye la próxima semana
con la Fiesta de Cristo Rey, las Lecturas nos invitan a reflexionar
sobre la Parusía.
“Parusía” es una palabra que intriga -cuando no se conoce su significado- y que tal vez asusta cuando sí se conoce.
En efecto, en su sentido estricto, “Parusía” significa la segunda venida de Cristo. Y eso asusta.
En su sentido más amplio
se refiere a la plenitud de la salvación de la humanidad, salvación
efectuada ya por Cristo, pero que será completada precisamente con su
segunda venida en gloria, cuando venga a establecer su reinado
definitivo, cuando como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura, “sus enemigos sean puestos bajo sus pies” (Hb. 10, 11-14.18).
De allí que no haya que
temer, porque la Parusía será el momento de nuestra salvación
definitiva. Será, además, el momento más espectacular y más importante
de la historia de la humanidad: ¡Cristo viniendo en la plenitud de su
gloria, de su poder, de su divinidad! Si hace dos mil años Cristo
vino como un ser humano cualquiera, en su segunda venida lo veremos tal
cual es, “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).
Será el momento de nuestra
definitiva liberación: nuestros cuerpos reunidos con nuestras almas
en la resurrección prometida para ese momento final.
Es cierto que la Primera
Lectura del Profeta Daniel nos hace algunos anuncios aterradores. Pero
ese momento será terrible para algunos, para “los que duermen en el polvo y que despertarán para el eterno castigo” (Dn. 12, 1-3). Pero
ésos serán los que no hayan cumplido la voluntad de Dios en esta vida
terrena, los que se hayan opuesto a Dios y a sus designios, los que
hayan buscado caminos distintos a los de Dios. Es decir, ese castigo
será para los que le han dado la espalda a Dios.
Y como viene
siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos que lo
hace en nuestro idioma y
relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo XXXIII del Tiempo Ordinario.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (13,24-32):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta.
Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta.
Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
El fin de los tiempos y los límites del mundo
Como siempre al declinar del año litúrgico
los textos nos ponen ante la espinosa cuestión del fin del mundo. Estos
deberían venir acompañados de ciertos signos apocalípticos, que Marcos
identifica en fenómenos cósmicos (eclipses y terremotos), y como estos signos
pueden encontrarse de un modo u otro en toda época histórica, siempre hay quien
está dispuesto a señalar el fin del mundo en una próxima fecha. Pero ya nos
dice Cristo que el día y la hora nadie la sabe, ni los ángeles del cielo, ni
siquiera el Hijo, sino sólo el Padre, dándonos a entender que no debemos
ocuparnos demasiado por fijar la fecha.
Una forma atenuada de aquellas tendencias
apocalípticas es la que, sin aludir al fin temporal de nuestro mundo, se
caracteriza por el pesimismo histórico sobre el presente: cualquier tiempo
pasado fue mejor, que diría Jorge Manrique. Es interesante lo que a este
respecto escribe San Agustín en uno de sus sermones, y que no ha perdido nada
de actualidad:
“Todas las aflicciones y tribulaciones que
nos sobrevienen pueden servirnos de advertencia y corrección a la vez. Pues
nuestras mismas sagradas Escrituras no nos garantizan la paz, la seguridad y el
descanso. Al contrario, el Evangelio nos habla de tribulaciones, apuros y
escándalos; pero el que persevere hasta
el final se salvará (Mc 13, 13). No protestéis, pues, queridos
hermanos, como protestaron algunos de
ellos –son palabras del Apóstol–, y perecieron víctimas de las serpientes (1 Cor 10, 9). ¿O
es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han
sufrido, ni parecidas, nuestros antepasados? ¿O no nos damos cuenta, al
sufrirlas, de que se diferencian muy poco de las suyas? Es verdad que
encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron
mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar
en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas
que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos.”
La profunda verdad que enuncia San
Agustín, con su característica frescura y agudeza, puede resumirse así: los
males de nuestro tiempo nos parecen los peores de toda la historia, simplemente
porque son los nuestros. Así podemos hacer verdad lo que dice el profeta
Daniel: “serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones
hasta ahora.” Pues las dificultades y los problemas con las que tenemos que
enfrentarnos nosotros en nuestro tiempo, ya no son las dificultades y los
problemas meramente sabidos sin dolor, y escritos en una página de la historia,
sino que son los que nosotros tenemos realmente que padecer.
Pero Cristo sí que nos invita a discernir
los signos de los tiempos para descubrir la cercanía de ese final. Así pues,
atendiendo a los signos del “fin del mundo” que experimentamos en nuestro
tiempo, podemos reinterpretarlos así: no son tanto los signos del fin
(temporal) del mundo (que no sabemos cuándo será y, en consecuencia, no debemos
preocuparnos de ello), sino los signos y la expresión de los límites del mundo. Nuestra
generación, como dice Jesús, es aquella en la que “todo esto se cumple”:
vivimos realmente “los últimos tiempos”, porque vivimos en contacto permanente
con los límites del mundo, chocando de continuo con las fronteras de esta
limitación: física –dolores y desgracias–, temporal –la muerte ajena y la
certeza de la propia–, moral –los muchos rostros del mal responsable, producido
por la voluntad humana. Estos límites, que nos aprietan y estrechan por
doquier, hablan del carácter pasajero y efímero de numerosas dimensiones y
aspectos del mundo y de la vida humana. Son dimensiones necesarias, pero no
definitivas: la salud y la belleza física; el bienestar material; la fama; el
placer… No podemos no prestarles atención (al menos a algunas de ellas) y, en
una u otra medida, tenernos que dedicarles nuestros esfuerzos. Pero no podemos
ni debemos entregarles nuestro corazón, ni consagrar a ellas en exclusiva nuestra
vida, pues son parte de esos “cielo y tierra que pasarán”; y si son esos los
únicos bienes a los que aspiramos, nos contagiamos inevitablemente de su
carácter efímero y pasajero.
Pero el ser humano, por su corazón y su espíritu,
está abierto a otros bienes y otras dimensiones, a otros valores, llamados a
perdurar para siempre. ¿Cómo, de otra manera, podría explicarse que, en
ocasiones, el hombre esté dispuesto a entregar la vida antes que renunciar a su
dignidad, o a renunciar a su felicidad material con tal de no traicionar las
exigencias de la justicia, o de la verdad o a su propia conciencia? No somos
saquitos genéticos de supervivencia biológica (individual o colectiva, poco
importa), sino personas dotadas de dignidad, que es un destello de lo divino en
nosotros. Por eso hemos de aspirar a los bienes que, como las palabras de
Jesucristo, la Palabra encarnada, no pasarán y que son los que nos salvan.
Así que nuestros tiempos no son sólo
“tiempos atroces” (como llamaba a los suyos Ortega y Gasset), sino también
tiempo de salvación: “Entonces se salvará tu pueblo”, nos dice de nuevo el
profeta.
Ahora bien, al hablar de salvación, y tras
leer la profecía del Daniel, un escalofrío puede recorrernos la espalda. Ese
libro en el que están inscritos los que se han de salvar, ¿no habla, acaso, de predestinación, esto es, de una
inescrutable voluntad de Dios (el único que sabe no sólo la hora, sino también
el quién) que determina los
nombres de los salvados y de los condenados? Si al hablar del Dios Padre de Jesucristo
es posible mencionar en algún sentido la Predestinación,
ha de hacerse en un sentido muy preciso: Dios nos ha predestinado a todos a ser hijos por medio de
Jesucristo (Ef 1, 5), puesto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad” (1 Tit 2, 4). Pero Dios, que nos ha hecho libres y, por tanto, no
puede querer por nosotros, necesita del concurso de nuestra libertad para
darnos esa plena filiación. Es decir, que el libro de los inscritos no es un
volumen arcano y escondido, inaccesible al ser humano; sino un libro abierto y
a disposición de quien quiera, al que cada uno puede acercarse a poner su firma
junto al nombre que Dios ha escrito en él. Ese libro abierto es Cristo, con los
brazos abiertos en la cruz, que así “ofreció por los pecados, para siempre
jamás, un solo sacrificio, y que está sentado a la derecha de Dios y espera el
tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies”
(Hb 10, 12-13). Pero ese tiempo de la espera (cuyo final desconocemos, pero
cuyo límite temporal es para cada uno el momento de su propia muerte) no es un
tiempo de acusación ni de ira, sino un tiempo en que nos llama a inscribirnos
en el libro, un tiempo de misericordia y perdón, pues Jesús “con una sola ofrenda
ha perfeccionado para siempre a lo que van siendo consagrados. Donde hay
perdón, no hay ofrenda por los pecados.”
Conocer a Cristo, por otra parte,
significa no sólo saber que podemos libremente apuntarnos en el libro de la
vida, sino hacernos además como esos sabios del libro de Daniel que brillan en
medio de la oscuridad y que enseñan a muchos la justicia misericordiosa de
Dios, manifestada en la Cruz de Jesucristo, avisando a todos que también para
ellos está abierto y disponible el libro de la salvación.
“La venida del Hijo del Hombre”
La justicia humana no siempre responde a
la verdad. En tiempos de persecución, la profecía del libro de Daniel invita a
los creyentes en el Dios de la alianza a vivir aguardando la justicia de Dios:
“Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a
muchos la justicia, como las estrellas, por la eternidad” (Dn 12,3).
Esa sabiduría no es la erudición de los
estudiosos. No es cuestión de saberes, sino de sabores. Los sabios son los que
han sabido escuchar la voz de Dios y vivir de acuerdo con sus orientaciones.
Los que enseñaron a otros la justicia, son quienes les ayudaron a descubrir al
Dios justo y misericordioso.
En los tiempos antiguos, en muchas
culturas se adoraba a los astros del cielo. La antigua profecía sugiere el fin
de toda idolatría. De hecho, sustituye a las estrellas del cielo por los que
aceptaron la voluntad de Dios, la cumplieron y enseñaron a otros a cumplirla.
Su luz brilla con más fulgor que la de los astros.
SEÑOR Y JUEZ DE LA HISTORIA
En el evangelio que hoy se proclama, Jesús
orienta la atención de sus discípulos hacia un futuro de plenitud y de gracia
(Mc 13, 24-32). El Señor se manifestará un día como Señor y juez de la
historia. En el Credo afirmamos que Jesucristo “vendrá con gloria para juzgar a
vivos y muertos”.
La expectación de esa venida-manifestación
anunciada por Jesús desencadena actitudes contrapuestas de temor y de
esperanza, de curiosidad y de paz. Sobre todo, ha de motivar algunas actitudes
como la conversión, la vigilancia y la oración. Los amigos de Jesús son
continuamente exhortados a vivir siempre aguardando la venida de su Señor.
El texto evangélico anuncia también la
caída de los astros: “El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor,
las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Los cristianos de
Roma, a los que se dirigía este mensaje, debieron de entender que había
llegado el fin de toda idolatría.
EL UNIVERSO Y LA PALABRA
Los cristianos de todos los tiempos se han
preguntado con curiosidad cuándo se manifestará el Señor. Temen que el mundo
tenga un final, en lugar de alegrarse por el fin y la finalidad que el Señor
indica a nuestra actividad en el mundo.
A nuestras inquietudes, Jesús responde con
la parábola de la higuera. Cuando brotan las yemas en sus ramas, entendemos que
está cerca el verano. Cuando en el mundo veamos la caída de nuestros ídolos es
que está cerca el Reino de Dios. Jesús ha empeñado su palabra: “El cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
• “El cielo y la tierra pasarán”. Hemos
puesto nuestra confianza en el universo, en la naturaleza, en el progreso, en
la técnica que manipula cielos y tierra. Pero todo es efímero y caduco. La
espera del Señor orienta nuestra vida y juzga nuestras estructuras.
• “Mis palabras no pasarán”. La palabra
del Señor es luz para el espíritu. Y es también antorcha que nos ayuda a
discernir los logros y fracasos del progreso. Su palabra nos juzga y nos
alienta. No hay salvación sin Salvador.
- Señor, Jesús, nuestra fe en ti no nos
aleja de este mundo. Nos ayuda a comprometernos activamente para hacer de él
una morada digna del hombre. Fortalece tú nuestra esperanza y nuestro amor.
Ven, Señor Jesús.
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