domingo, 25 de noviembre de 2012

Jesucristo, Rey del Universo!! (Evangelio dominical)


Con esta fiesta de Jesucristo Rey del Universo concluimos el presente Año Litúrgico, para comenzar el próximo domingo con el Adviento, en preparación para la Navidad. 

Las lecturas de hoy, entonces, nos hablan del reinado de Cristo.  El Evangelio nos trae el interrogatorio de Pilatos a Jesús y sus respuestas.  Poco, poquísimo, habló Jesús en el injustísimo juicio sumario a que fue sometido, pero algo de lo que sí habló fue de su Reino, el Reino del cual El es Rey.

“Tú lo has dicho.  Sí soy Rey ... Pero mi Reino no es de aquí, no es de este mundo”  (Jn. 18, 33-37),  fue la respuesta que dio Jesús, cuando Pilatos quiso precisarlo para ver si, tal como estaba siendo acusado, pretendía ser rey de los judíos.

Y, efectivamente, Jesús no es rey de este mundo.  El mismo lo dijo durante ese interrogatorio acelerado que tuvo lugar antes de ser condenado a muerte:  “Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos”.


Los reinos de este mundo son temporales por más largos que sean, pues aún los vitalicios terminan algún día y son sustituidos por otros.  Los reinos de este mundo son limitados, porque por más que ocupen grandes territorios y ejerzan influencia en la tierra entera, tienen como límite sus fronteras o las fronteras hasta donde llegue su influencia y su poder.  Por más poderosos que se crean los reyes de la tierra, su poder es limitado en el tiempo y en el espacio.
 
Cristo no vino a establecer un reinado así.  Su reinado será diferente a los reinados de la tierra.  Su reinado será como es Dios:  eterno e infinito, sin límite de tiempo ni de espacio.  Su reinado nunca se acabará y su reino nunca será destruido. Y ese reinado ya comenzó, pero será establecido definitivamente y para siempre en la Parusía, en su segunda venida en gloria.


Y como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos que lo hace en nuestro idioma y relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo XXXIV del Tiempo Ordinario. 

Lectura del santo evangelio según san Juan (18,33b-37):

En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»

Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»

Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»

Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?»

Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»

Palabra del Señor.

 COMENTARIOS. 




¿Qué clase de rey es Cristo?



Esta es una fiesta extraña, que irrita a los “republicanos” aunque difícilmente puede contentar a los “monárquicos”. Algo o mucho tiene que ver con ello el hecho de que el Reino de que se habla aquí no es de este mundo, aunque se manifieste y subsista en él.

Algunos pueden pensar que declarar a Cristo “rey” del universo es un anacronismo monárquico, un resabio de tiempos pasados, incluso si entendemos esta realeza en sentido más o menos metafórico. Puede que en parte sea verdad, pero si lo pensamos fríamente, declarar que Cristo es “presidente” o “primer ministro” de una cierta república, por mucho que no sea de este mundo, nos podría resultar aún más extraño (por no decir, ridículo). Y es que el título de presidente o primer ministro tiene un sentido meramente funcional y, por eso mismo, advenedizo, pasajero y temporal.

Es evidente que los presidentes que pierden el consenso popular pierden al mismo tiempo toda legitimidad y que su poder, si se mantiene, resulta inicuo. Con la institución monárquica no sucede exactamente lo mismo, al menos, tal como se ha entendido históricamente. El rey, se supone, lo es por derecho propio, su puesto conlleva una cierta naturalidad, que hace de él “soberano” (supremo, alguien que está por encima). De ahí que históricamente haya habido tantos ensayos sea de divinizar a los reyes, sea de justificar ese poder humano desde instancias religiosas.


Lo que decimos puede redoblar aún más la desconfianza hacia esta fiesta “monárquica”, considerando que hoy pocos serán los que estén de acuerdo, no ya con divinizar ningún género de poder político, sino ni siquiera con justificarlo teológicamente. Pero puede atemperar nuestra desconfianza el saber que las tendencias antimonárquicas se encuentran ya con mucha fuerza en la misma Biblia, cuando los israelitas, de manera reiterada, pedían un rey a Yahvé para ser “como todas las naciones” (Jc 8, 22; 1Sam 8, 5); esas peticiones son entendidas por Yahvé como un rechazo contra Él: “me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos” (1Sam 8, 7), que advierte de las consecuencias para el pueblo de la institución real: se convertirá en un pueblo de siervos y pondrá en peligro su propia experiencia religiosa, su fuerte monoteísmo, pues tenderá a divinizar el poder político, como hacían los otros pueblos, y las alianzas con éstos lo llevarán a dejarse contaminar por sus ídolos.

Aunque la monarquía (y, en consecuencia, las tendencias monárquicas) acaban triunfando en la Biblia, la experiencia religiosa e histórica de la monarquía es globalmente negativa por los motivos indicados. Y de ahí que Israel viva gran parte de su historia ansiando un nuevo David, un rey distinto de los que ha conocido, en el que se hagan por fin verdad las promesas mesiánicas que sólo muy parcialmente vieron cumplidas en David.

En realidad, el fracaso de la monarquía de Israel habla del fracaso de toda monarquía, pues, en verdad, la única forma en que hoy parece aceptable una monarquía como forma de organización política, es la monarquía constitucional, en la que el rey lo es sólo de mentirijillas, ya que la teoría política moderna (que antes que por Montesquieu o por Locke, fue definida en sus grandes rasgos por los representantes de la segunda escolástica de la Escuela de Salamanca) no acepta que nadie sea superior a nadie “por naturaleza”, o por derecho propio, de modo que la única “soberanía” admitida sea la que procede del consenso social.


Está claro, pues, que si Cristo es Rey, lo es de un modo muy distinto al que lo son los reyes de este mundo (sean constitucionales o no). Dicho lo dicho, es claro que ningún rey pasado, presente o futuro lo es en sentido propio. Cristo, en cambio, lo es en el pleno sentido de la palabra, es un verdadero rey, como él mismo confiesa ante el representante de otro rey, del más poderoso de su tiempo: del César. Y no deja de ser irónico que esta confesión se haga en una situación que pone de relieve que la realeza de Jesús es bien extraña y paradójica, que, realmente, no es de este mundo: sin ejército ni poder externo alguno; ¿cómo podrá defendernos? Sometido a juicio y condenado: ¿cómo podrá hacer justicia? Su corona es de espinas; ¿cómo, siendo así, podrá inspirar respeto y temor? Su trono es la cruz; ¿quién se inclinará ante él? 

Sin embargo, precisamente estas paradojas pueden ayudarnos a entender en qué sentido es Jesús rey, y rey del universo, si bien, es claro que su reino no es de este mundo y poco tiene que ver con los poderes políticos. Jesús no posee, en cuanto rey, poderes ni boatos externos, que, precisamente por serlo, ya hablan del carácter meramente advenedizo de los mismos y, por consiguiente, de la debilidad de quien los posee. El César romano, el Secretario General del Partido o el Presidente de cualesquiera Estados son, de por sí, nada y nadie; su poder es prestado e, igual que lo han recibido, lo pueden perder. Por eso tienen que rodearse de signos externos de poder que cubran su desnudez. En Jesús no es así. Despojado de todo poder externo, Cristo tiene autoridad: un poder que brota de su misma persona. Es un poder del que puede disponer realmente, en virtud del cual puede entregar su propia vida libremente. Por eso, Jesús juzga al mundo pero no condenándolo (la condena merecida la toma él mismo sobre sí), sino perdonándolo, y reina no sobre los reinos (y las repúblicas) de este mundo, sino sobre ese poder al parecer invencible del mal y de la muerte. De ahí que su reino, que no es de este mundo, pero por medio de Cristo se manifiesta en él, dura por siempre y no tiene fin.




El poder o, mejor, la autoridad de la realeza de Jesús no establece una relación vertical y tiránica, ni siquiera meramente “representativa” con los suyos: comparte plenamente su poder con aquellos que aceptan el testimonio de la verdad y escuchan su voz, a los que ha convertido en un pueblo de reyes y sacerdotes de Dios su Padre.

La fiesta de Cristo, Rey del Universo, que cierra el año litúrgico, nos habla de la victoria final del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte; algo que no siempre es patente en este mundo, en el que tantas veces parece que la bondad, la honestidad y la justicia no compensan y no merecen la pena. Pero Jesús, en su extraño reinado, coronado de espinas y entronizado en la cruz, testimonia que, al final, no hay fuerza mayor ni poder más grande que el del amor y el perdón, hasta la muerte; que ese reino, aunque no es de este mundo, está presente y operando ya en él, por medio de aquellos que escuchan su voz y tratan de ponerla en práctica; y que, al hacerlo, ellos mismos participan de la realeza de Cristo (invitados a tomar su cruz) y de su autoridad (el poder del amor), y se convierten en profetas, testigos del nuevo y definitivo reino, y en sacerdotes,  mediadores del Dios Padre de todos.

“Con que, ¿Tú eres rey?”


La cruz sabe más de malhechores que de reyes. A la legua se descubre al rey por su cortejo; a la legua se distingue al maleante por la cruz de su delito. Aunque, a decir verdad: si a un condenado a la cruz se le viste de monarca con compañía cortesana y a un rey se le carga a cuestas una cruz, uno y otro pasarán por lo que no son, confundiendo a todos los que los miren. Luego realeza y villanía son algo más que apariencia o nada más que distinciones humanas. 

En la parte superior del madero vertical de la cruz de Cristo sostenía un cartel: El rey de los judíos. La costumbre era que al crucificado se le pusiese la causa de su condena en un sitio visible para informar a los curiosos. Pilatos no era rey, pero algo sabía de reyes y como se las gastaban (uno de ellos lo había puesto allí, en un extremo del imperio para gobernar sobre un pueblo rebelde y hostil, y ese mismo lo desterró con despecho), y mandó que le pusiesen ese letrero, quizás después de haber tenido con Jesús la conversación que recoge hoy el evangelio.

Como no se encontraba allí el César, distante en Roma, el más rey de los judíos en aquel momento era Pilatos mismo. Por eso le pedían justicia contra un hombre que se decía rey sin apariencia alguna de rey. En este brete se encontró el prefecto romano, que sabía algo de reyes, pero poco de judíos: ante él un judío entregado por las autoridades judías que lo acusan de hacerse rey de los judíos. 


El interrogatorio, de Pilatos a Jesús, que tiene trazas del cuestionario de un proceso judicial romano, se abrió para corroborar el motivo de su acusación: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Preguntó una segunda vez. A la primera, Jesús respondió con pregunta; a la segunda, con claridad: “Tú lo dices: soy Rey”. Las conclusiones del interrogatorio fueron de saber más y de saber menos: saber más que Jesús no era reo de cruz, y saber menos de judíos y de reyes, y menos todavía de reyes judíos. La única consecuencia clara del interrogatorio: un cartel en lo alto de la cruz. 

Los discípulos de Jesús, que habían tenido más oportunidades que los demás para entender en qué consistía su reinado, huyeron espantados por una realeza con fracaso, y no convenía. Los fariseos y las autoridades religiosas, henchidos de leyes y envidas, tuvieron aún idea más remota. Ni siquiera Pilatos, representando la imparcialidad, el diálogo. Al final la única que proclama a Jesucristo rey es la cruz. 

Pregúntale a ella que te dará razones de quién es el Rey al que sostiene. Pregúntale sobre eso de ser despreciado, vejado, humillado, abandonado y permanecer erguido. Dile que si el sufrimiento lleva inexorablemente a la maldición. O plantéale la cuestión de que si uno lo puede todo, utilizará su poder para la revancha, la recriminación, el castigo contra sus enemigos. Verás cómo la cruz no engaña y el crucificado no vino con otra realeza que la del servir a la humanidad entera. Aquí se consuman las enseñanzas de Aquel al que hemos ido acercándonos a lo largo de todo el Año Litúrgico. En la medida en que consideremos su realeza de una u otra forma, así nos apartaremos o no uniremos a la causa del verdadero Rey, el único.

 
Quizás tampoco estemos a veces tan lejos de la incomprensión de tantos: discípulos, fariseos, autoridades y Pilatos, temerosos de que la cruz proyecte su sombra rozándonos. Cuando uno aprende a amarrarse con abrazo a esas maderas, porque en ellas está Cristo, es cuando aprende verdaderamente del Reino. Para llegar a la verdad, hay que escuchar su voz... la que pronuncia desde el trono de la cruz.

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