El tema de la Liturgia de este Domingo es
la llamada a la conversión, tan propia de este tiempo de Cuaresma.
En la Primera Lectura (Ex. 3, 1-15) vemos
el relato del llamado de Dios a Moisés para preparar la salida de Egipto del pueblo
de Israel y guiarlo a través del desierto a la Tierra Prometida.
Destacan en esta lectura del Libro del
Éxodo, entre otras cosas, la identificación de Dios como “Yo-soy “ .
¿Qué significado tiene este misterioso
nombre? Esta revelación de Dios a Moisés -y a nosotros- nos informa sobre
la naturaleza y la esencia misma de Dios. Nos dice que Dios existe por Sí
mismo y existe desde toda la eternidad. Dios siempre fue, Dios es y Dios
siempre será. Dios no depende de nada ni de nadie, y todos los demás
seres deben su existencia a El y dependen de El.
Esto se llama en Teología “aseidad”, es
decir, aquel atributo en virtud del cual Dios existe por Sí mismo y subsiste
por Sí mismo y no por otro. Dios es la “Causa Primera” de todos los
demás seres, y El no tiene causa. Todos los demás seres proceden de
otro; Dios no. Dios se basta a Sí mismo.
La “aseidad” es la fuente de todas las
demás perfecciones de Dios. Entre otras cualidades, Dios es el Ser que
subsiste por Sí mismo y que no tiene límites.
Es dogma de fe, entonces, que Dios es el “Ser increado”; mientras nosotros somos creados. Es, además, el “primer Ser”, de donde derivan su existencia todos los demás. Es, también, el “Ser independiente”, que de nadie depende, mientras nosotros dependemos de El. Es el “Ser necesario”, cuya no-existencia es imposible, mientras que nuestra existencia no es necesaria.
Y el significado que esto tiene para
nosotros es evidente. Pero nos comportamos como si fuera todo al revés,
como si pudiéramos vivir a espaldas de Dios. Nos creemos ¡tan grandes!
¡tan poderosos! y ¡tan independientes! Y ¿qué es lo que somos?
Creaturas dependientes, innecesarias, pequeñísimas y limitadas. Gran
lección de humildad meditar sobre los atributos divinos contenidos en esa misteriosa
frase: “Yo soy”.
Y
como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que
nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este 3º Domingo de
Cuaresma.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,1-9):
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya
sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó:«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás
galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos
pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre
de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma
manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a
buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves:
tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro.
Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?" Pero el viñador
contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré
estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas".»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
“Si no os convertís…”
Normalmente, en la liturgia de la Palabra
de la Eucaristía dominical existe un vínculo directo entre la primera lectura y
el Evangelio: el texto del Antiguo testamento puede contener una promesa, o una
figura o situación que en Jesucristo encuentra su cumplimiento o su plenitud.
Este vínculo no es hoy tan visible, al menos a primera vista, aunque existe.
Para descubrirlo conviene concentrarse ante todo en el texto del Evangelio.
Jesús alude a dos acontecimientos de su
tiempo que, según todos los indicios, habían conmovido profundamente a la
población de Jerusalén y, posiblemente, de todo Israel. El primero, cometido
por manos humanas, es un hecho atroz de Pilato contra unos galileos,
posiblemente sediciosos. El segundo es algo fortuito, un “suceso”, el desplome
de un edificio, que les costó la vida a dieciocho personas. Tomando pie en
estos acontecimientos Jesús se enfrenta con una forma tradicional de entender
la acción de Dios en la historia, que compartían sus contemporáneos (como implícitamente
se desprende de sus mismas palabras) y, posiblemente, sus discípulos (los de
entonces y, tal vez, al menos en parte, también los de ahora). Dios sería el
vengador de nuestros pecados, de modo que las desgracias, pequeñas y grandes,
naturales, fortuitas o provocadas por la mano del hombre, se interpretan como
acciones permitidas o, incluso, provocadas por Él para castigarnos cuando lo
merecemos. No deja de resultar paradójico que la mano cruel de los grandes
criminales y las fuerzas ciegas de la naturaleza sean instrumentos de la sabia
y misericordiosa justicia de Dios, cuando los “castigados”, por no se sabe qué
pecados, son casi siempre gentes normales, tan culpables y tan inocentes como
cualquiera; mientras que, además, los verdaderos criminales (como hoy Pilato),
encima, se van de rositas.
Jesús se enfrenta con esa forma de
entender a Dios, que distorsiona la imagen de su Padre, y aprovecha para
ayudarnos a purificar la imagen que tenemos de Él y la relación que existe
entre el pecado y el castigo. Jesús nos avisa de que Dios no actúa de esa
manera, que corresponde a un estadio primitivo de compresión de la experiencia
religiosa; no castiga ni ejerce violencia, ni usa las desgracias históricas o
naturales para lanzarnos “advertencias”, lo que significaría que Dios advierte
a unos a costa de la vida de otros; y nos recuerda que la salvación (o la
perdición) no procede de “fuera”, no depende de acontecimientos externos
fortuitos, buenos o malos, por medio de los que Dios nos bendeciría o castigaría.
La salvación y la condenación proceden de dentro de nosotros mismos: de nuestra
capacidad de conversión. Las palabras de Jesús: “no penséis que los que
murieron eran más pecadores o más culpables que los demás… y si no os convertís, todos pereceréis de la misma
manera” hay que entenderlas en este sentido. Aquellos no fueron
castigados por determinados pecados, pero si nosotros (que tal vez nos sentimos
a resguardo) no renunciamos a los nuestros y nos convertimos, nos estamos
labrando nuestra propia perdición. Porque no es Dios quien castiga, sino que
nosotros nos castigamos a nosotros mismos cuando nos alejamos de la fuente del
Bien y del Ser.
El tercer Domingo de Cuaresma es el
domingo de la purificación. La purificación por el Bautismo (el evangelio de la
samaritana en el ciclo A) y la del templo (en el ciclo B) lleva consigo la
purificación de nuestra imagen de Dios y la nuestra propia por medio de la
conversión (ciclo C, el de este año). Esa doble purificación es esencial para
que nuestra vida no sea estéril y dé frutos. Con la parábola de la higuera
estéril Jesús refuerza la llamada a cambiar de vida. Una vida alejada de Dios
es como una higuera que no da fruto: no sirve para nada, su destino es la
destrucción. No se trata de una imposición de fuera, más o menos legal o
arbitraria, sino que es cuestión de ser o no ser fiel a la propia verdad. De
todos modos, lo que podía sonar a amenaza (sin serlo realmente, pues a un árbol
que no da higos difícilmente se le puede llamar higuera), acaba siendo una parábola
de la misericordia de Dios, que atiende a la intercesión del viñador (el mismo
Cristo), que promete trabajar en las raíces de la higuera y abonarla con su
Palabra para darle la oportunidad de convertirse y dar frutos.
El viñador que intercede por la higuera
estéril no puede no recordar a Moisés intercediendo a favor de su pueblo,
cuando éste ha roto lo alianza y se ha alejado de Dios, poniéndose al borde de
la destrucción, porque es precisamente la alianza con Dios lo que lo constituye
como pueblo. Enlazamos con la primera lectura. Aparecen aquí claramente
dibujados los motivos de la purificación de la imagen de Dios y del sentido de
la verdadera conversión. Ésta no es un hecho puramente individual ni privado,
sino esencialmente relacional. La primera condición es la manifestación que
Dios hace de sí mismo, revelándonos quién es Él, cuál es su verdadero nombre:
“El que soy y el que seré”, el Dios fiel que cumple sus promesas. En la
experiencia religiosa auténtica es esencial dejar que Dios hable y se nos diga,
en vez de imponerle nuestros esquemas y representaciones (que pueden llevar a
esas imágenes idolátricas de dioses violentos y vindicativos). Es importante
saber estar a la escucha. Jesús nos abona con su Palabra, que va a la raíz de
nuestra vida; pero nosotros tenemos que saber ponernos a la escucha. Esto, a
veces, tiene sus dificultades, porque la Palabra que Dios nos dirige no es
cómoda ni nos deja como estamos. La conversión significa libertad, pero también
salir de sí, dejar atrás los pequeños intereses individuales: Moisés deja de
ser siervo y pastor de su suegro Jetró, para convertirse en instrumento de
liberación de su pueblo, libre servidor de los propios hermanos oprimidos por
dura esclavitud. Si la higuera que no da frutos no sirve para nada, el que se
convierte al escuchar la Palabra de Dios, sirve y mucho: sirve a sus hermanos,
especialmente a los que sufren, a los más necesitados.
Esto último nos ayuda a comprender algo de
lo que planteábamos al principio. Si Dios no es el que provoca desgracias, por
medio de las fuerzas ciegas de la naturaleza o de la mano del hombre, ¿qué es
lo que hace, de todas formas, ante ese tipo de acontecimientos? Jesús nos dice
con su vida y con su muerte (en la perspectiva de su próxima Pascua, hacia la
que le acompañamos) que Dios hace algo, y muy importante: está de parte de las
víctimas, sufriendo y muriendo con ellas. Dios ha tomado partido y, respetando
la libertad humana, incluso para hacer el mal, ha decidido estar allí donde los
hombres sufren y mueren, sufriendo y muriendo. De esta manera, nos dice que
esas muertes y esos sufrimientos no son absurdos ni inútiles, que tienen
sentido, pues son parte de la pasión de Cristo, y están incluidas en su
designio de amor: Dios nos ama incluso en el sufrimiento, porque no hay mayor
expresión de amor en el mundo que la muerte de Cristo en la Cruz.
Comprender esto nos purifica. El
sufrimiento, que no hay que ir a buscar, pero que siempre nos visita de algún
modo, nos purifica. Y esa purificación nos permite dar frutos de vida, frutos
de buenas obras, frutos de caridad. Y es que, si es verdad que si no nos
convertimos a Dios pereceremos, también lo es que, si nos convertimos, no sólo
salvaremos nuestra vida, sino que nos pondremos al servicio de los que sufren,
siendo para ellos expresión e instrumento de la Providencia del Dios que cumple
sus promesas.
VIGILANCIA, CONVERSIÓN Y PACIENCIA
1.-
El Dios de la vida.
Este pasaje del Éxodo da una definición viva y experimental de Dios, más que
teórica. Nos interesa saber que Dios es “Yahvé”, que Dios “es el que es”, pero
interesa más saber que Dios “ha visto”, “ha oído”, “se ha fijado”, que “baja a
librarlos” y “los lleva a una tierra fértil”. Nos interesa saber que Dios no es
el Dios de los cielos, las montañas, los ángeles, sino el Dios de Abraham, de
Isaac, de Jacob, el Dios del hombre. Dios tiene ojos, oídos, mano liberadora.
Dios oye las quejas y se fija en los sufrimientos. Dios actúa para liberar al
oprimido. Dios tiene entrañas. Dios es corazón. Un texto sagrado que escuchamos
con temblor religioso, quitándonos las zapatillas de nuestra rutina y de
nuestros prejuicios. Es una de las más importantes manifestaciones de Dios, que
marca el principio de una historia salvadora. El signo utilizado es el fuego
que enciende y no destruye, así es Dios. Dios quema, purifica, transforma,
transfigura, pero no mata ni aniquila. Es un Dios vivo y para la vida, y el
Dios de la vida.
2.-
Dios compasivo y misericordioso.
Para Moisés el episodio de la zarza ardiente es el comienzo de su vocación:
“Ve, yo te envío”, haz de dios para tu pueblo; ya no conducirás ovejas, sino
personas; no temas, yo estoy contigo. Moisés tiembla y tartamudea, pero Dios es
más fuerte. Todas las historias vocacionales son así. Para el pueblo es el
encuentro con propia identidad: no un pueblo esclavo, sino el pueblo de Dios
liberado, el pueblo de la Pascua. Aquí se inicia la historia de su liberación,
paradigma de todas las liberaciones. El Salmo 102 recuerda precisamente que
“Dios es compasivo y misericordioso”, perdona nuestras culpas, nos colma de
gracia y de ternura. Dios es clemente y bondadoso, hace justicia, defiende a
los oprimidos.
3.- Convertirnos para estar preparados. Dos hechos de la vida son interpretados aquí por Cristo, sacando de ellos una lección para el camino de fe de sus seguidores. Se pueden considerar como ejemplos prácticos de la invitación a saber interpretar los signos de los tiempos. Jesús ni aprueba ni condena la conducta de Pilato, ni quiere admitir que el accidente de la torre de Siloé fuera un castigo de Dios por los pecados de aquellas personas. Lo que sí saca como consecuencia que, dado lo caducos y frágiles que somos, todos tenemos que convertirnos, para que así la muerte, sea cuando sea, nos encuentre preparados. ¡Cuántas veces, como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de cataclismos naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros! La lectura cristiana que debemos hacer de estos hechos no es ni fatalista, ni de rebelión contra Dios. La muerte es un misterio, y no es Dios quien la manda como castigo de los pecados ni "la permite" a pesar de su bondad. En su plan no entraba la muerte, pero lo que sí entra es que incluso de la muerte saca vida, y del mal, bien. Desde la muerte de Cristo, también trágica e injusta, toda muerte tiene un sentido misterioso pero salvador.
4.-
Llamada a la vigilancia y a la
paciencia. Es la enseñanza de la higuera estéril. ¿Podemos
decir que damos a Dios los frutos que esperaba de nosotros? ¿Si nos llamara
ahora mismo a su presencia tendríamos las manos llenas de buenas obras o, por
el contrario, vacías? ¿Tenemos buen corazón, como el de aquel viñador que
"intercede" ante el amo para que no corte el árbol? ¿Nos interesamos
por la salvación de los demás, con nuestra oración y con nuestro trabajo
evangelizador? ¿Somos como Jesús, que no vino a condenar, sino a salvar? Con
nosotros mismos, tenemos que ser exigentes: debemos dar fruto. Con los demás,
debemos ser tolerantes y echarles una mano, ayudándoles en la orientación de su
vida. La paciencia de Dios contrasta con nuestra impaciencia. Queremos ver
pronto los resultados, que todo se arregle en un instante, que se acabe de
golpe con el mal. Y la vida no es así: se crece lentamente, se madura
lentamente, no siempre se da el fruto deseado. Hay que saber, por tanto,
adoptar una actitud de espera activa y positiva, como la de aquel viñador que
dio un plazo más a la higuera y dejó abierta la puerta a la esperanza de una
cosecha abundante.
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