Hace unos años, un domingo en todas las Iglesias se leía
este mismo evangelio. Unos quince días antes se había producido un atentado de
ETA. A la salida de las parroquias se realizó una encuesta para un programa de
televisión, la pregunta era esta: ¿Perdonaría usted a los asesinos de ETA? Hubo
nada menos que 27.014 respuestas. De ellas 25.477 respondieron que no. Sólo
1.537 se apuntaban al perdón. La encuesta no era muy científica, pero hacía
temblar. Siendo el sentimiento de perdón tan nuclear al cristianismo y después
de haber escuchado este evangelio hace unos minutos, algo no casaba entre lo
que se leía y lo que se pensaba. A diario, incluso, rezamos en el Padrenuestro
“perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”.
Otra vez Pedro, pregunta a Jesús: “Si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?”. Parece que con él
diríamos todos: pero supongo que esto tiene un límite, ¿verdad? Jesús postula
un perdón ilimitado (setenta veces siete), siempre. Con la parábola que sigue
nos hace descubrir que el perdón no solamente supone una actitud en quien
perdona sino también en quien es perdonado. El empleado no supo hacer con los
otros lo que se había hecho con él. La conclusión es clara: si nosotros no
somos capaces de perdonar a nuestros hermanos, tampoco Dios puede
perdonarnos. Dicho de otra manera, el problema no radica en el perdón de Dios,
su amor es ilimitado, sino en la reconciliación con nuestros hermanos.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (18,15-20):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si tu hermano peca, repréndelo a
solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace
caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por
boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si
no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un
publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el
cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os
aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para
pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO:
Las lecturas de este Domingo nos presentan una faceta
importante, aunque muy delicada, del amor al prójimo. Se trata de
la corrección fraterna; es decir, de cómo corregir a los demás de acuerdo a las
instrucciones que nos da Jesús en el Evangelio de San Mateo(Mt. 18, 15-20).
Se trata de la obligación de todos aquellos que tienen
personas a su cargo: padres de familia, educadores, superiores, pastores del
pueblo de Dios, etc. de corregir, de no dejar pasar las faltas que deben
ser corregidas, pero de hacerlo cómo nos lo indica tan claramente el Señor en
este Evangelio.
En la Segunda Lectura, San Pablo nos habla de la “deuda
del amor mutuo” que tenemos para con nuestro prójimo (Rm. 13,
8-10). Y una de esas deudas es la corrección debidamente hecha
por quien corresponde hacerla.
Sabemos que todos los consejos y exigencias de Dios
para con los seres humanos están dirigidos al bien de cada uno de nosotros en
particular y al bien de la humanidad en su conjunto. Aún los preceptos
más exigentes y que nos parezcan muy difíciles de cumplir, son para nuestro
mayor bien.
Veamos sólo unos ejemplos de nuestros días: la
perversión sexual ¿qué ha traído como consecuencia? Destrucción de las
familias, hijos abandonados, enfermedades incurables, el desprestigio de la
Iglesia, etc. La avaricia por dinero y por bienes ha causado robos,
asesinatos, tráfico de drogas, corrupción, etc. ¿A qué se deben todos
estos males? A que los hombres y mujeres de hoy hemos dejado de cumplir
la Ley de Dios. Y así podríamos seguir enumerando situaciones de pecados
personales, que causan daño a la misma persona que los comete, a otras personas
cercanas y también a la sociedad en su conjunto.
Cuando faltamos a una ley, a una exigencia o a algún consejo
de Dios, las cosas salen mal, y sus consecuencias son tanto espirituales, como
materiales, y -aunque no nos demos cuenta- son para pocos y son para muchos.
Si en alguna situación podemos ver en forma inmediata los
efectos negativos que puede tener no seguir la recomendación del Señor es en
esto de la corrección a los demás.
En efecto, si no se siguen los pasos que el mismo Jesús nos
da en este Evangelio, las consecuencias negativas se sienten y se sufren
enseguida. Por cierto, este sapientísimo consejo de Jesús es aplicable
tanto al plano espiritual, como a situaciones cotidianas que se nos pueden
presentar.
Jesús nos da con mucha precisión la forma como debemos
corregirnos unos a otros. Primer Paso: “Si alguien comete un
pecado, amonéstalo a solas”. Segundo Paso: “Si no te hace
caso, hazlo delante de dos o tres testigos”. Tercer Paso: “Si
ni así te hace caso, díselo a la comunidad”. Cuarto
Paso: “Si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él”.
La experiencia muestra que cuando corregimos a otro u otros
de una manera distinta a este orden que nos indica el Señor, se crean
problemas, pues el corregido se siente atacado injustamente. Por ejemplo,
si alteras el orden y haces el segundo o tercer paso de primero, se interpreta
que has hecho un chisme. Si haces el cuarto paso, sin pasar por los otros
tres, estás faltando a la caridad, pues aunque la persona a corregir sea
culpable de algo, no puedes alejarte sin darle alguna explicación o sin que al
menos entienda por qué te estás alejando.
Ahora bien ... ¿qué significa “apartarse de él”? No
significa despreciar a la persona, no tratarla o no saludarla.
Apartarse significa diferenciar el pecado del pecador. Significa, ante
todo, no seguir sus proposiciones, ni sus caminos. Pero podría
significar, además,“sacudirse el polvo de las sandalias” (Mt. 10, 14), como
también aconsejó Jesús a sus discípulos para cuando no fueran escuchados.
Otra cosa que hay que tener en cuenta es que corregir
-cuando hay que corregir- es una obligación ineludible. Para aquéllos a
quienes el Señor les ha dado responsabilidad sobre otros, la corrección no se
puede evadir. Esto es especialmente importante para los padres que muchas veces
temen corregir a sus hijos por miedo a no ser queridospor ellos.
En la Primera Lectura del Profeta Ezequiel (Ez. 33,
7-9), el Señor es muy severo con respecto personas que, teniendo la
obligación de corregir a otros, no lo hacen.
“Si Yo pronuncio sentencia de muerte contra un hombre,
porque es malvado, y tú no lo amonestas para que se aparte del mal camino, el
malvado morirá por su culpa, pero Yo te pediré cuenta de su vida. En
cambio, si tú lo amonestas para que deje su mal camino y él no lo deja, morirá
por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida”.
¿Qué significa esto? ¿Qué conexión hay entre esta
lectura del Profeta Ezequiel y el consejo de Cristo sobre la corrección
fraterna? Son los dos extremos, las dos caras de la misma moneda.
Significa que, aquéllos que teniendo responsabilidad para
con otros, prefieren no corregir a quienes hay la obligación de corregir y
dejan pasar las cosas por miedo a ser rechazados, por miedo a perder
popularidad, por miedo a ser tachados de intransigentes o por miedo al
conflicto, corren el riesgo de ser ellos mismos amonestados por Dios por no
cumplir su responsabilidad.
Ahora bien, no siempre depende de nosotros el buen resultado
de la corrección, pues a veces, aún siguiendo el orden que el Señor nos da, el
otro puede rechazarla. Por el contrario, depende siempre de nosotros el buen
resultado, cuando somos nosotros los corregidos. El dejarse corregir es un
deber tan importante, como corregir.
Pero, por otro lado hay que tener en cuenta otra instrucción
del Señor, que es muy clara, muy exigente y de mucho cuidado. Es lo
opuesto a la corrección. Se trata del juicio a los demás. La
admonición de Jesús sobre el juicio a los demás es de tanta severidad,
como la de Dios Padre al Profeta Ezequiel por no corregir a alguien.
Así nos dice Jesús: “No juzguen y no serán
juzgados, y con la medida con que midan los medirán a ustedes. ¿Por qué
ves la pelusa en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? ¿Cómo
te atreves a decir a tu hermano: Déjame sacarte esa pelusa del ojo,
teniendo tú una viga en el tuyo? Hipócrita, sácate primero la viga que
tienes en el ojo y así verás mejor para sacar la pelusa del ojo de tu hermano”
(Mt. 7, 1-5).
Sin embargo, con frecuencia nos toca hacer juicios sobre
las acciones propias y de los demás. ¿Cómo podemos cumplir la previa
instrucción del Señor de corregir, si no nos hacemos un criterio de
un acto o una actitud del prójimo?
¿Cómo resolver este dilema? ¿Debemos juzgar o
no podemos juzgar? ¿Qué debemos juzgar? ¿Cómo debemos
juzgar?
Podemos y de hecho a veces tenemos la obligación de juzgar
un hecho, una acción, una actitud para hacernos un criterio moral sobre algo
que observamos no está bien. Estamos, entonces, juzgando un hecho.
Lo que no podemos hacer es juzgar a la persona, mucho menos
condenarla.
Con la persona, con el pecador,misericordia. De
allí que el Señor después de decirnos: No juzguen y no serán juzgados,enseguida
nos diga: con la medida con que midan los medirán a ustedes.
Si somos duros y faltos de misericordia, así seremos
tratados y medidos por el Señor. Si, por el contrario, somos capaces de
condenar el pecado con toda la fuerza que sea necesaria, pero podemos ser
comprensivos y misericordiosos con el pecador, el Señor usará esa medida
con nosotros.
De elemental lógica es el siguiente consejo de Jesús: ¿Por
qué ves la pelusa en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? Y
en esto fallamos ¡tanto! Estamos muy listos para corregir al otro de algo
pequeño y no nos damos cuenta (o no aceptamos ser corregidos) de cosas nuestras
mucho más graves.
El Señor concluye su consejo recomendando la oración entre
dos o más. “Yo les aseguro también que si dos de ustedes se ponen de
acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre Celestial se lo
concederá”.
Pareciera que en este caso el Señor pueda estar refiriéndose
a que cuando tengamos a alguien cercano a quien hay que sacar del mal, la oración
en común por éste no debe faltar. Siempre la oración por la conversión de
alguien es bien escuchada en el Cielo. Y estamos seguros que las gracias
llegan a esa persona. Claro está: todo depende después de la
libertad que cada uno de los seres humanos tiene para recibir o no esas
gracias, es decir, para dar un sí o un no a la Voluntad de Dios.
En conclusión:
1.) Una cosa es juzgar el pecado y
otra cosa es juzgar al pecador.
2.) No debemos estar juzgando a todo
el mundo, pero los que tiene responsabilidad no pueden evadir la corrección
cuando sea necesario hacerla.
3.) Pero para que todo salga bien al
corregir, para corregir de acuerdo a Dios, debemos corregir siguiendo los pasos
de la corrección fraterna que el mismo Señor nos dejó.
4.) Estar pendiente de nuestros
defectos, faltas y pecado, más que de los de los demás.
5.) No debemos olvidar orar
para que el pecador enmiende su vida.
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