Llamada por la gente "la mamacita buena" y "Patrona de los pobres"
Este 17 de noviembre, recordamos a Santa Isabel de Hungría,
quien descansó en el Señor en 1231, hace casi ocho siglos. Su padre fue Andrés,
justo y piadoso rey de Hungría. Esta bella princesa vivió en la tierra
solamente 24 años y la Iglesia ha visto en ella un modelo admirable de donación
completa de sus bienes y de su vida entera a favor de los pobres y de los
enfermos.
Desde los 4 años de edad sus padres la prometieron en
matrimonio y a los 14 años ya la habían casado con el príncipe Luis de
Turingia. Tuvieron tres hijos y se amaron intensamente. Isabel comprendió
profundamente el sentido del sacramento del matrimonio que está en poner a Dios
primero de manera que el amor conyugal se alimente de Cristo y manifieste a
Cristo. "Si yo amo tanto a una criatura mortal --le confiaba la joven
princesa a su mejor amiga--, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de
mi alma?"
Un día fue al templo vestida con los más exquisitos lujos,
como era normal en una princesa, pero al ver la imagen de Cristo Crucificado
pensó: "¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de espinas, y yo
con corona de oro y vestidos lujosos?". Y nunca más volvió a ir con lujos
al templo de Dios.
No tenía ningún apego a las riquezas de este mundo y, por el
contrario, se sintió siempre atraída hacia una vida espiritual y a intentar
aliviar aquí en la tierra los sufrimientos de cuantos la rodeaban, llegando a
ser llamada por la gente "la mamacita buena" y "Patrona de los
pobres", lo que le creó muchos enemigos en su castillo, donde abundaban
las intrigas, la envidia y la codicia.
Cuando ella sólo tenía veinte años, el esposo murió en el
viaje de una Cruzada a defender la Tierra Santa. Renunció a propuestas que
príncipes y poderosos le hacían para un nuevo matrimonio, incluso renunció a
ser emperatriz al rechazar al emperador de Alemania. Su cuñado, el sucesor de
su marido, la expulsó del castillo y tuvo que huir con sus tres hijitos,
despojándola de su herencia y de toda ayuda material. Ella, que cada día daba
de comer a 900 pobres en el castillo, ahora no tenía quién le diera para un
desayuno.
Pero como Dios no abandona jamás a ninguno de sus hijos,
sucedió más tarde que el rey de Hungría obtuvo que le devolvieran los bienes
que le pertenecían como viuda y con ellos Isabel construyó un gran hospital
para pobres y ayudó a miles de familias necesitadas. Un Viernes Santo se
arrodilló ante un altar y delante de varios religiosos hizo voto de renunciar a
todos sus bienes y de vivir totalmente pobre y de dedicarse por completo a
ayudar a los más pobres, como San Francisco de Asís.
Cambió sus vestidos de princesa por un simple hábito de
hermana franciscana, de tela burda y ordinaria, y dedicó el resto de su vida a
atender a los pobrísimos enfermos del hospital que había fundado. Se propuso
recorrer calles y campos pidiendo limosna para sus pobres. Vivía en una humilde
choza, junto al hospital. Trabajaba sin descanso: cargaba lana, tejía y
pescaba, con tal de obtener con qué compararles medicinas a sus enfermitos.
Un noble húngaro viajó a Turingia para conocer a Isabel, la
hija de su rey, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital fundado
por la santa, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda.
El hombre casi se fue de espaldas, se santiguó asombrado y exclamó:
"¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?" El noble intentó
llevar a Isabel a Hungría en donde sería tratada con honor y reverencia, pero
la santa se negó porque sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban
ahí, en Turingia.
Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: "Afirmo
delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa,
unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada". Religiosos
franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirmaron que varias
veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de
resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes.
El mismo día de la muerte de la santa, a un religioso se le
destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores.
De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes
hermosísimos. Él dijo: "Señora, usted que siempre ha vestido trajes tan
pobres, ¿por qué ahora tan hermosamente vestida?". Y ella sonriente le
dijo: "Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su
brazo que ya ha quedado curado". El paciente estiró el brazo que tenía
totalmente destrozado y la curación fue completa e instantánea. Fueron tantos y
tan grandes los milagros que Dios concedió por medio de Isabel, que movieron al
Sumo Pontífice a declararla santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de
su muerte.
ORACIÓN
"Oh Dios misericordioso, alumbra los corazones de tus
fieles; y por las súplicas gloriosas de Santa Isabel, haz que despreciemos las
prosperidades mundanales, y gocemos siempre de la celestial consolación. Por
nuestro Señor Jesucristo. Amén."
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