domingo, 9 de noviembre de 2014

“No convirtáis en un mercado la casa de Dios”. (Evangelio dominical)



Hoy, en esta fiesta universal de la Iglesia, recordamos que aunque Dios no puede ser contenido entre las paredes de ningún edificio del mundo, desde muy antiguo el ser humano ha sentido la necesidad de reservar espacios que favorezcan el encuentro personal y comunitario con Dios. Al principio del cristianismo, los lugares de encuentro con Dios eran las casas particulares, en las que se reunían las comunidades para la oración y la fracción del pan. La comunidad reunida era —como también hoy es— el templo santo de Dios. Con el paso del tiempo, las comunidades fueron construyendo edificios dedicados a las reuniones litúrgicas, la predicación de la Palabra y la oración. Y así es como en el cristianismo, con el paso de la persecución a la libertad religiosa en el Imperio Romano, aparecieron las grandes basílicas, entre ellas San Juan de Letrán, la catedral de Roma.

San Juan de Letrán es el símbolo de la unidad de todas las Iglesias del mundo con la Iglesia de Roma, y por eso esta basílica ostenta el título de Iglesia principal y madre de todas las Iglesias. Su importancia es superior a la de la misma Basílica de San Pedro del Vaticano, pues en realidad ésta no es una catedral, sino un santuario edificado sobre la tumba de San Pedro y el lugar de residencia actual del Papa, que, como Obispo de Roma, tiene en la Basílica Lateranense su catedral.

Pero no podemos perder de vista que el verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, el auténtico templo, es Jesucristo. Por eso, Él tiene plena autoridad para purificar la casa de su Padre y pronunciar estas palabras: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Gracias a la entrega de su vida por nosotros, Jesucristo ha hecho de los creyentes un templo vivo de Dios. Por esta razón, el mensaje cristiano nos recuerda que toda persona humana es sagrada, está habitada por Dios, y no podemos profanarla usándola como un medio.



Lectura del santo evangelio según san Juan (2,13-22):


Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. 
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» 
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.


Palabra del Señor



COMENTARIO




“Del zaguán del templo manaba agua hacia levante”. Es hermosa esa imagen que nos trasmite el profeta Ezequiel y que la liturgia proclama en este día (Ez 47,1-2.8-9.12). De los cimientos mismos del templo de Jerusalén, el profeta ve brotar un abundante manantial de aguas. Este torrente cruza el desierto y llega hasta purificar las aguas salobres del Mar Muerto. De esta forma “habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.

Esta visión profética nos introduce hoy en la celebración de esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, consagrada ya en el año 324 a Jesucristo Salvador. Una enorme inscripción grabada en la base de una de las pilastras de la fachada nos la presenta como “Cabeza y Madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”.

Pero la dedicación de esta Iglesia, catedral del Obispo de Roma, nos lleva a dar gracias a Dios por su presencia entre nosotros. Y, sobre todo, a recordar que todos los bautizados somos templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros, como se lee hoy en la primera carta de San Pablo a los Corintios (1 Cor 3,9-11.16.17).


EL TEMPLO DEL RESUCITADO



En el evangelio que se proclama en esta fiesta, recordamos también la reacción de Jesús ante los mercaderes que inundaban los atrios del templo de Jerusalén (Jn 2,13-22). A muchos cristianos les agrada imaginar aquel episodio, para afirmar a continuación que también hoy Cristo tendría que limpiar no sólo el templo material sino toda la Iglesia de Dios.

Y es verdad. Pero el texto evangélico subraya especialmente unas palabras de Jesús que resultaron misteriosas en su tiempo: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. Bien sabemos que el discurso de Jesús sonaba a blasfemia a los oídos de aquellos que veneraban el templo de Dios más que al Dios del templo.

Sin embargo, el texto evangélico anota oportunamente que “Jesús hablaba del templo de su cuerpo”. Recordar es pasar la historia por el filtro del corazón. Y los discípulos recordaron cordialmente esas palabras cuando Jesús hubo resucitado de entre los muertos. Levantar el templo era para Jesús triunfar sobre la muerte y anunciar la buena noticia de la vida.


LA TENTACIÓN DEL MERCADO




Además de este sentido cristológico, el evangelio de hoy contiene una importante nota moral. Jesús quiere que tanto nuestro cuerpo como el cuerpo mismo de la Iglesia sean reconocidos como morada de Dios:

“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. En una cultura marcada por la frivolidad, es bueno recordar que nuestro cuerpo y el de los demás es morada de Dios. El respeto al cuerpo es un deber que brota de la fe bautismal.

“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. En un mundo afectado por el interés, conviene tener presente que también el mundo creado ha de ser respetado como casa de Dios y casa del hombre. La ecología y la ecoética son impensables si se pierde la esperanza en el futuro.

“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. En un mundo señalado por el individualismo, es necesario redescubrir el valor de la comunidad. La Iglesia es el lugar donde se nos revela Dios. Y nada puede hacerle perder ese carácter sagrado.

- Padre nuestro celestial, el misterio de nuestros templos nos lleva a vivir de forma que quienes se acerquen a ellos, a nuestro cuerpo y a tu Iglesia perciban tu presencia paternal y tu misericordia. Bendito seas por siempre, Señor. Amén.


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