En el Evangelio de hoy, Jesús con sus amigos más cercanos,
Pedro, Santiago y Juan, sube a la montaña, a él Tabor. Tienen allí una
experiencia maravillosa de encuentro con Dios: “Se transfiguro delante de
ellos. Sus vestidos de volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede
dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés
conversando con Jesús. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la
nube”. No es extraño que Pedro este asustado, subir hasta Dios y ver esto, es
morir a nuestros proyectos, morir a uno mismo, a tantos planes y esquemas. Allí
está Dios: “¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías, no sabía lo que decía”, Pedro expresa lo
que todos pensamos. Vamos a quedarnos siempre así tan cerca de Dios y de
nosotros mismos, en una vida sin oscuridades; es la tentación de huir del
mundo, refugiándose en la oración o en la vida afectiva de la comunidad, ¡vamos
a quedarnos mirando al cielo!
“Este es mi Hijo amado; escuchadlo”, difícil. Al bajar de la
montaña: “Jesús les mandó: no contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el
Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedo grabado, y
discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”.
Escuchar a su Hijo, es caminar hacía Jerusalén, cargar con su cruz, perder la
vida, renunciar a uno mismo, vivir la mística cristiana que nos lleva a la
entrega permanente y total de la propia vida. Por eso discutían y discutimos,
para subir a la vida hay que pasar por la muerte. La fe se convierte en una
confianza en Dios, que por caminos muchas veces de silencio, llenos de dolor,
de lágrimas, de misterios, de esfuerzo, sed, ayuno, abstinencia, oración,
limosna; nos conduce a la cumbre más alta de la vida, allí donde el hombre y
Dios se funden en un mismo gesto de amor.
Subir la montaña de la Cuaresma es admitir y valorar
críticamente nuestra vida que necesita conversión y cambio. Pero al mismo
tiempo esta historia de la transfiguración en lo alto de la montaña nos anima a
estar despiertos para ver las horas y momentos en que se nos abre el cielo,
sale el sol, o nos iluminan las estrellas. El que ha subido al monte puede
recordar agradecido muchas experiencias, que se nos dan en nuestra vida como un
regalo del cielo. Se impone la belleza, mirar desde allí los valles, contemplar
y después saber que hay que desandar el camino hacia la vida cotidiana. Habrá
que subir con frecuencia para estar con Él, escucharle y renovar las fuerzas
para nuestro camino. Subir y bajar, ese es el camino.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (9,2-10):
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma
nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada
uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del
Señor. En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo
probado en su fe y en su confianza en Dios. En el Evangelio se nos narra
la Transfiguración del Señor.
En la Primera Lectura se nos habla de Abraham, nuestro padre
en la fe. Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal
fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se
le conoce como el padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una
confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad
de Dios.
A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja
tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que
yo te mostraré” (Gen. 12, 1-4). Y Abraham sale sin saber a dónde
va.
Ante la orden del Señor, Abraham cumple ciegamente. Va
a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.
Deja todo, renuncia a todo: patria, casa, familia, estabilidad, etc. Da
un salto en el vacío en obediencia a Dios. Confía absolutamente en Dios y
se deja guiar paso a paso por El. Abraham sabe que su vida la rige Dios,
y no él mismo.
¿Cómo parecernos a Abraham? Sería un buen programa
durante esta Cuaresma tratar de parecernos a Abraham: confianza absoluta en
Dios, entrega incondicional a su Voluntad, renuncia de uno mismo, aceptación
total de los planes de Dios…
A Abraham Dios le había prometido que sería padre de un gran
pueblo. Y Abraham cree, a pesar de que todas las circunstancias parecen
contrarias a esta promesa. Por un lado, su esposa Sara es estéril y él ya
cuenta con la edad de 75 años para el momento de la promesa. Pero Abraham
cree por encima de las circunstancias humanas.
Pasa el tiempo... pasa bastante tiempo, desde que
Dios le hizo su promesa a Abraham... pasan ¡24 años! ... Ya Abraham tiene 99
años... y Sara sigue estéril. En esas condiciones y en ese momento
tiene lugar una visita del Señor a la tienda de Abraham. Al final de la
visita le dice: Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre,
Sara habrá tenido un hijo.
Y, como para Dios no hay nada imposible, así fue: al año
siguiente, a un hombre de 100 años y a una mujer estéril de 90, les nace un
hijo (Isaac), el hijo por el cual la descendencia de Abraham será tan numerosa
como las estrellas del cielo, el hijo por el cual será Abraham padre de un gran
pueblo, padre de todos los creyentes.
Han sido 24 años de larga espera. Y cuando lo que era
difícil parecía ya imposible, Dios cumple su promesa. La lógica de Dios
es distinta a la lógica humana. Los planes de Dios son diferentes a los
planes de los hombres. Los planes de Dios no se realizancomo el
hombre quiere, sino como Dios quiere. Los planes de Dios no se
realizan tampoco cuando el hombre quiere o cree, sinocuando Dios
quiere.
A veces nos es más fácil hacer lo que Dios quiere, que hacer
las cosas cuando Dios quiere. A veces nos es más fácil cumplir
la Voluntad de Dios, que tener la paciencia para esperar el momento en que Dios
quiere hacer su Voluntad.
Abraham creyó y esperó: creyó contra toda apariencia, esperó
contra toda esperanza ... y también esperó el momento del Señor.
Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que
será bendecido y que será padre de un gran pueblo
.
Sin embargo, comienza a crecer Isaac, el hijo de la
promesa. Cuando ya todo parece estar estabilizado, Dios interviene
nuevamente para hacer una exigencia “ilógica” a Abraham: le pide que tome a
Isaac y que se lo ofrezca en sacrificio.
Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la
Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18). Dios vuelve a exigirle todo a
Abraham. Ahora le pide la entrega de lo que Dios mismo le había dado como
cumplimiento de su promesa: Isaac debe ser sacrificado. Abraham
obedece ciegamente, sin siquiera preguntar por qué. Sube el monte del
sacrificio para cumplir el más duro de los requerimientos del Señor. Y en
el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace detener.
Dios requirió de Abraham una entrega total: le pidió el todo.
Abraham creyó, esperó y obedeció. Así debe ser nuestra fe: inconmovible,
indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes y en la Voluntad de
Dios, dispuesta a dar el todo a Dios. Una fe confiada en que
Dios sabe exactamente lo que conviene a cada uno: una fe ciega.
Abraham respondió a un Dios desconocido para él -pues
Abraham pertenecía a una tribu idólatra. Pero nosotros hemos conocido la gloria
de Dios, que fue experimentada por los Apóstoles después de la Resurrección del
Señor, pero aún antes, en los momentos de su Transfiguración ante Pedro,
Santiago y Juan. Jesucristo lleva a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y
allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10)
Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al
llamado de Dios, un Dios desconocido para él ¡cómo no debemos responder
nosotros que hemos conocido a Cristo
Abraham fue probado en su fe y en su confianza en Dios, al
exigirle que sacrificara a Isaac, el hijo de la promesa. Los Apóstoles,
Pedro, Santiago y Juan fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró
delante de ellos. Es lo que el Evangelio nos relata: Jesucristo se los
lleva al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9,
2-10)
Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno
recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe
la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.
De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la
Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo.
(Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de
los tiempos).
Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no
se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a
nosotros lo más posible. Por eso se revistió de nuestra carne mortal y
pecadora (cf. Rm. 3, 8). Se asemejó en todo, menos en el
pecado.
Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de
sus Apóstoles algo su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima
Pasión y Muerte.
Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor
animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el
Monte Calvario.
En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron
contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su
gloria infinita.
Los tres quedaron extasiados. Y eso que Jesús sólo les
había dejado ver un poquito de su gloria, pues ninguna creatura humana habría
podido soportar la visión completa de su divinidad, según sabemos de lo dicho
por Yavé a Moisés (cf. Ex. 33, 20).
La gloria es el fruto de la gracia. Así, la gracia que
Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le
transfigura totalmente. Fue algo de lo que El quiso mostrarnos en el
Tabor.
Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros
cuando verdaderamente estamos en gracia. La gracia nos va transformando.
Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en
la Visión Beatífica de Dios.
Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario.
¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma? Nos desfigura, nos
oscurece. Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede
desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna.
Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos. No hay gloria
sin sufrimiento. No hay resurrección sin cruz.
Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso
decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su
Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración
-a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida,
sin pasar por el sufrimiento y el dolor.
A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y
quería quedarse allí. “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17,
4.) Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este
es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias.
Escúchenlo” (Mt. 17, 5).
Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando
de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde,
diciéndole que escuche y siga a su Hijo. No pasó mucho tiempo para que
San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al
Calvario.
Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la
consecuencia de la posesión de Dios, de la Visión Beatífica, aquí en la tierra
los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con
mayor generosidad a Dios y a su servicio.
Después de la Transfiguración, los tres discípulos
levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús. Ya no estaban Moisés y
Elías. Ya no irradiaba el Señor su Divinidad.
No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se
interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos
felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de
sufrimiento. No importa la situación, no importa la
circunstancia. Puede ser en el Tabor o en el Calvario. Sólo
Dios basta.
Recordemos el poema teresiano:
Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.
Volvamos a Abraham. Renuncia a sí mismo fue lo que
Dios pidió a Abraham... y Abraham dejó todo y aceptó todo.
Respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a
atrás.
Esa renuncia de nosotros mismos es algo que el Señor nos
pide especialmente en esta Cuaresma. Esa renuncia a nosotros mismos es lo
que nos pide el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección.
No hay resurrección sin muerte de uno mismo y tampoco sin la
cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios.
Esa entrega requerida para llegar a la Visión Beatífica nos
la muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo y aceptó todo a
petición de Dios. Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con
su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la
cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado.
Y esa resurrección la ha prometido a todo aquél que también
cumpla la Voluntad de Dios.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org.
Homilias.org.
Ángel Corbalán
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