Un leproso era un marginado, éste leproso representa el
extremo de la marginalidad, el leproso era un excluido de la convivencia
y de la sociedad, nadie podía acercarse a él. Estaba prohibido por la ley, se
consideraba un castigado de Dios. Ciertamente quedaba fuera de la sociedad,
temerosa de verse físicamente contagiada y religiosamente contaminada. Eran en
cierto modo, para la mentalidad de la época, unos castigados por Dios.
Según la doctrina judía no había para ellos posibilidad de acceso a Dios.
Pero este leproso se atreve, a pesar de todo, a acercarse a Jesús… y, arrodillado en tierra, no pide que le toque (que estaba prohibido), sólo manifiesta su absoluta confianza en Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”. La reacción de Jesús es insólita: “Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. Jesús no sólo permite que se acerque, sino que Él mismo lo toca (que estaba terminantemente prohibido) y manifiesta de manera rotunda su voluntad: El leproso le había dicho “Si quieres”, y Jesús responde: “Quiero, queda limpio”. Con este gesto Jesús arranca aquel hombre del aislamiento y de la exclusión, hace saltar los prejuicios y discriminaciones de la sociedad, rompe las barreras y los muros que los seres humanos levantamos y nos enseña que el camino acertado es el del amor que lleva a una convivencia fraterna.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (1,40-45):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si
quieres, puedes limpiarme.»Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Aunque la lepra es una enfermedad orgánica real, siempre se
le ha considerado como la expresión física de la fealdad y el horror que es el
estado de pecado. Por cierto, la lepra no ha sido totalmente extinguida
aún (en 2012 se registraron 230.000 nuevos casos por año, 700 en
Venezuela). Sin embargo, mientras la lepra del cuerpo es tan repugnante y
tan temida, la del alma pasa casi inadvertida.
Según la Ley de Moisés, la lepra era una impureza
contagiosa, por lo que el leproso era aislado del resto de la gente hasta que
pudiera curarse. En la Primera Lectura vemos que la Ley daba una serie de
normas para el comportamiento del leproso, de manera de evitar el contagio con
los demás. Se prescribía que debía ir vestido de cierta manera y debía ir
anunciando a su paso: “Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” (Lv.
13, 1-2.44-46).
Se creía también que la lepra era causada por el
pecado. Por eso, los leprosos eran considerados impuros de cuerpo y de
alma. Todos los demás daban la espalda a los leprosos. Menos
Jesús. Son varias las curaciones de leprosos que realiza el Señor.
Una de ellas es la de un leproso que se le acerca y, de
rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme”. “Querer es poder”,
pensó este hombre. Pero su postura y sus palabras denotan humildad y
confianza plena en lo que el Señor decida. Por eso Jesús, que sí puede,
también quiere. Y, “extendiendo la mano, lo tocó y le dijo:
“¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó
limpio. (Mc. 1, 40-45).
¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué
audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de
que le diera la espalda. No tuvo temor de ser castigado por incumplir la
ley que le impedía acercarse a alguien. Es que la fe cierta no razona, no
se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que
quiere. Para Dios hacer algo, sólo necesita desearlo. Por eso el
pobre leproso se le acerca al Señor con tanta convicción. Por eso el
Señor le responde con la misma convicción: “¡Sí quiero: Sana!”.
Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”,
“tuvo lástima” del leproso. ¡Y cierto! El Señor tiene lástima
de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero mucha más
lástima y más compasión tiene Jesús de la lepra que carcome el alma. Por
eso hace algo más impresionante aún: para curarnos a todos de la lepra del
alma, toma sobre sí nuestros pecados, apareciendo en su Pasión “como un
leproso”, según lo anuncia el Profeta Isaías (Is. 53, 4). Y
así nos salva.
La Segunda Lectura tomada de San Pablo (1 Cor. 10,
31-11,1) nos habla de la obligación que tiene todo cristiano de hacer
todo “para la gloria de Dios”; es decir, pensando antes de actuar si
lo que hacemos, cualquier cosa que hagamos, desde comer y beber, es para dar
gloria a Dios. Asimismo nos recuerda en qué consiste la caridad
cristiana: complacer a los demás (dar gusto a todos en todo) y buscar el
interés de los demás... y no el propio interés. Pero ese “dar
gusto” y ese “buscar el interés de los demás” tiene una finalidad muy
específica. No se trata de complacer por complacer cualquier capricho, ni
buscar satisfacer el interés egoísta de los demás, sino que queda muy, muy
claro cuál es ese interés que debe perseguir quien quiere ser imitador de
Cristo, como lo fue San Pablo. Lo dice muy claramente: “sin buscar mi
propio interés, sino el de los demás, para que se salven”. Es decir,
el servir a los demás, el buscar el interés de los demás, debe tener como
finalidad la búsqueda de su mayor bien, que es la salvación eterna. Esto
debe tenerse siempre en cuenta, pues de otra manera, más bien podemos hacer
daño a la salvación eterna de los demás, si lo que buscamos es complacer por
complacer o por ser apreciados y queridos
Pero... volvamos al tema de la Primera Lectura y del
Evangelio. ¿Qué nos enseñanza estos pasajes de la Biblia sobre la
lepra? Primeramente el horror que es el pecado. Luego, la actitud
del Señor ante el pecador que busca su ayuda. Y... ¿qué hacer nosotros,
pecadores, ante nuestros pecados? ¿Qué hizo el leproso? Acercarse a
Jesús con convicción, sin temor y con una fe segura. Pero muy importante:
se acercó también con humildad,“suplicándole de rodillas”. Esa debe ser
nuestra actitud: reconocer nuestra lepra, buscar ayuda del Señor y aproximarnos
a El con convicción y sin temor, pidiéndole que nos sane. El Señor no
tendrá asco de nuestra lepra, si humillados nos presentamos ante El. No
importa cuán grave sea nuestra situación de pecado. Sabemos que no podemos
curarnos por nosotros mismos.
Pudiera ser que por muchos -por muchísimos
años- vengamos arrastrando una enfermedad del alma, una lepra que parece
incurable. Pero, si Dios quiere –y si yo estoy dispuesto- Dios puede
hacer cualquier milagro... como el del leproso que se le acercó con fe, con
confianza, sin temor, con convicción.
¡Qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra
lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de
nuestra alma, necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, confesarlos ante
el Sacerdote, recibir a Jesús en la Sagrada Comunión. Así de fácil los
requisitos. Así de grande la recompensa: quedamos sanos totalmente, como
el leproso, para comenzar una nueva vida de gracia en Dios. Vale la pena.
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