Hoy, contemplamos a Jesús en Cafarnaúm, el centro de
su ministerio, y más en concreto en casa de Simón Pedro:
«Cuando salió de la sinagoga se fue (...) a casa de Simón y Andrés» (Mc 1,29).
Allí encuentra a su familia, la de aquellos que escuchan la Palabra y la
cumplen (cf. Lc 8,21). La suegra de Pedro está enferma en cama y Él, con un
gesto que va más allá de la anécdota, le da la mano, la levanta de su
postración y la devuelve al servicio.
Se acerca a los pobres-sufrientes que le llevan y los cura solamente alargando la mano; sólo con un breve contacto con Él, que es fuente de vida, quedan liberados-salvados.
Todos buscan a Cristo, algunos de una manera expresa y esforzada, otros quizá sin ser conscientes de ello, ya que «nuestro corazón está inquieto y no encuentra descanso hasta reposar en Él» (San Agustín).
Pero, así como nosotros le buscamos porque necesitamos que nos libere del mal y del Maligno, Él se nos acerca para hacer posible aquello que nunca podríamos conseguir nosotros solos. Él se ha hecho débil para ganarnos a nosotros débiles, «se ha hecho todo para todos para ganar al menos algunos» (1Cor 9,22).
Hay una mano alargada hacia nosotros que yacemos agobiados por tantos males; basta con abrir la nuestra y nos encontraremos en pie y renovados para el servicio. Podemos “abrir” la mano mediante la oración, tomando ejemplo del Señor: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35).
Además, la Eucaristía de cada domingo es el encuentro con el Señor que viene a levantarnos del pecado de la rutina y del desánimo para hacer de nosotros testigos vivos de un encuentro que nos renueva constantemente, y que nos hace libres de verdad con Jesucristo.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,29-39):
En aquel tiempo, al salir Jesús y sus
discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La
suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la
cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al
anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y
endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos
enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo
conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al
descampado y allí se puso a orar.
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te
busca.»
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.
Palabra del Señor
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.
Palabra del Señor
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Uno de los libros más controversiales del Antiguo
Testamento es el Libro de Job, pues trata uno de los temas más discutido y
contestado: el sufrimiento humano. ¿Puede un hombre ser inocente y
sufrir enfermedades y calamidades? El Libro de Job resuelve este
dilema, mostrando el sufrimiento como una oportunidad de purificación para
recibir mayores y más abundantes bendiciones. Termina resaltando que
Dios, siendo la fuente misma de la Justicia, es enteramente libre para
otorgar sus bendiciones dónde, cuándo y a quién quiere.
Que los seres humanos suframos, unos más otros
menos, cuándo sufrimos y por qué, descansa totalmente en la Voluntad
inescrutable de Dios, Dueño del mundo y Dueño nuestro. Pero sabemos,
también, que Dios dirige todas sus acciones y todas sus permisiones, a
nuestro mayor bien, que es la meta hacia la cual vamos: la Vida Eterna.
Job se lamenta, reclama y llega a la desesperación,
pero cree en Dios y lo invoca. Sin embargo, después de Cristo nuestra
actitud ante el sufrimiento no puede quedarse allí. Si el Hijo de Dios,
inocente, tomó sobre sí nuestras culpas, ¿qué nos queda a nosotros?
El Evangelio nos muestra muchas veces a Jesús
aliviando el sufrimiento humano, sobre todo curando enfermedades y expulsando
demonios (Mc. 1, 29-39). Y sabemos que a veces Dios sana y a veces
no, y que Dios puede sanar directamente en forma milagrosa o indirectamente a
través de la medicina, de los médicos y de los medicamentos. Todas las
sanaciones tienen su fuente en Dios. También puede Dios no sanar,
o sanar más temprano o más tarde. Y cuando no sana o no alivia el
sufrimiento, o cuando se tarda para sanar y aliviar, tenemos a nuestra
disposición todas las gracias que necesitamos para llevar el sufrimiento con
esperanza, para que así produzca frutos de vida eterna y de redención.
¿De redención? Así es. Nuestros
sufrimientos unidos a los sufrimientos de Cristo pueden tener efecto redentor
para nosotros mismos y para los demás.
Porque el sufrimiento humano es tan controversial,
el Papa Juan Pablo II tocó el tema con frecuencia, sobre todo en sus visitas
a los enfermos, a quienes exhortaba a ofrecer sus sufrimientos por el bien y
la santificación propia y de los demás. Y en 1984 nos
escribió su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el tema. Allí nos dijo,
basado en muchos textos de la Sagrada Escritura:
“Todo hombre tiene su
participación en la redención. Cada uno está llamado también a
participar en ese sufrimiento por medio del cual se ha llevado a cabo la
redención... Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo
ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de
redención” (JP II-SD #19).
Entonces, ¿qué actitud tener ante el sufrimiento,
las enfermedades, las
calamidades? ¿Oponerse? ¿Reclamar
a Dios? Dios puede aliviar el sufrbemos. Dios puede
sanar. Y puede hacerlo -inclusive- milagrosamente.
Pero
sólo si El quiere, y El lo quiere cuando ello nos conviene para nuestro
bien último, que es nuestra salvación eterna. Así que en pedir ser
sanados o aliviados de algún sufrimiento, debemos siempre orar como lo hizo
Jesús antes de su Pasión: “Padre, si quieres aparta de mí esta
prueba. Sin embargo, o se haga mi voluntad sino la tuy
(Lc. 22, 42). Y, mientras dure la
prueba, mientras dure el sufrimiento o la enfermedad, hacer como nos pidió el
Papa Juan Pablo II: unir nuestro sufrimiento al sufrimiento de Cristo,
para que pueda servir de redención para nosotros mismos y para otros.
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