domingo, 8 de febrero de 2015

Todos te buscan, Señor!! (Evangelio dominical)





Hoy, contemplamos a Jesús en Cafarnaúm, el centro de su ministerio, y más en concreto en casa de Simón Pedro: «Cuando salió de la sinagoga se fue (...) a casa de Simón y Andrés» (Mc 1,29). Allí encuentra a su familia, la de aquellos que escuchan la Palabra y la cumplen (cf. Lc 8,21). La suegra de Pedro está enferma en cama y Él, con un gesto que va más allá de la anécdota, le da la mano, la levanta de su postración y la devuelve al servicio.

  Se acerca a los pobres-sufrientes que le llevan y los cura solamente alargando la mano; sólo con un breve contacto con Él, que es fuente de vida, quedan liberados-salvados.

  Todos buscan a Cristo, algunos de una manera expresa y esforzada, otros quizá sin ser conscientes de ello, ya que «nuestro corazón está inquieto y no encuentra descanso hasta reposar en Él» (San Agustín).

  Pero, así como nosotros le buscamos porque necesitamos que nos libere del mal y del Maligno, Él se nos acerca para hacer posible aquello que nunca podríamos conseguir nosotros solos. Él se ha hecho débil para ganarnos a nosotros débiles, «se ha hecho todo para todos para ganar al menos algunos» (1Cor 9,22).

  Hay una mano alargada hacia nosotros que yacemos agobiados por tantos males; basta con abrir la nuestra y nos encontraremos en pie y renovados para el servicio. Podemos “abrir” la mano mediante la oración, tomando ejemplo del Señor: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35).

  Además, la Eucaristía de cada domingo es el encuentro con el Señor que viene a levantarnos del pecado de la rutina y del desánimo para hacer de nosotros testigos vivos de un encuentro que nos renueva constantemente, y que nos hace libres de verdad con Jesucristo.



Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,29-39):



En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. 
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.»
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

Palabra del Señor



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Uno de los libros más controversiales del Antiguo Testamento es el Libro de Job, pues trata uno de los temas más discutido y contestado: el sufrimiento humano.  ¿Puede un hombre ser inocente y sufrir enfermedades y calamidades?  El Libro de Job resuelve este dilema, mostrando el sufrimiento como una oportunidad de purificación para recibir mayores y más abundantes bendiciones.  Termina resaltando que Dios, siendo la fuente misma de la Justicia, es enteramente libre para otorgar sus bendiciones dónde, cuándo y a quién quiere.

Que los seres humanos suframos, unos más otros menos, cuándo sufrimos y por qué, descansa totalmente en la Voluntad inescrutable de Dios, Dueño del mundo y Dueño nuestro.  Pero sabemos, también, que Dios dirige todas sus acciones y todas sus permisiones, a nuestro mayor bien, que es la meta hacia la cual vamos: la Vida Eterna.

Job se lamenta, reclama y llega a la desesperación, pero cree en Dios y lo invoca.  Sin embargo, después de Cristo nuestra actitud ante el sufrimiento no puede quedarse allí.  Si el Hijo de Dios, inocente, tomó sobre sí nuestras culpas, ¿qué nos queda a nosotros?


El Evangelio nos muestra muchas veces a Jesús aliviando el sufrimiento humano, sobre todo curando enfermedades y expulsando demonios (Mc. 1, 29-39).  Y sabemos que a veces Dios sana y a veces no, y que Dios puede sanar directamente en forma milagrosa o indirectamente a través de la medicina, de los médicos y de los medicamentos.  Todas las sanaciones tienen su fuente en Dios.  También  puede Dios no sanar, o sanar más temprano o más tarde.  Y cuando no sana o no alivia el sufrimiento, o cuando se tarda para sanar y aliviar, tenemos a nuestra disposición todas las gracias que necesitamos para llevar el sufrimiento con esperanza, para que así produzca frutos de vida eterna y de redención. 



¿De redención?  Así es.  Nuestros sufrimientos unidos a los sufrimientos de Cristo pueden tener efecto redentor para nosotros mismos y para los demás.
Porque el sufrimiento humano es tan controversial, el Papa Juan Pablo II tocó el tema con frecuencia, sobre todo en sus visitas a los enfermos, a quienes exhortaba a ofrecer sus sufrimientos por el bien y la santificación propia y de los demás.  Y en   1984 nos escribió su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el tema.  Allí nos dijo, basado en muchos textos de la Sagrada Escritura: 

“Todo hombre tiene su participación en la redención.  Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento por medio del cual se ha llevado a cabo la redención... Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención”  (JP II-SD #19).

Entonces, ¿qué actitud tener ante el sufrimiento, las enfermedades, las
 calamidades?  ¿Oponerse?  ¿Reclamar a Dios?  Dios puede aliviar el sufrbemos.  Dios puede sanar.   Y puede hacerlo -inclusive- milagrosamente.  



Pero sólo si El quiere, y El lo quiere cuando  ello nos conviene para nuestro bien último, que es nuestra salvación eterna.  Así que en pedir ser sanados o aliviados de algún sufrimiento, debemos siempre orar como lo hizo Jesús antes de su Pasión: “Padre, si quieres aparta de mí esta prueba.  Sin embargo, o se haga mi voluntad sino la tuy
(Lc. 22, 42).  Y, mientras dure la prueba, mientras dure el sufrimiento o la enfermedad, hacer como nos pidió el Papa Juan Pablo II: unir nuestro sufrimiento al sufrimiento de Cristo, para que pueda servir de redención para nosotros mismos y para otros.



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