Hoy -en estos tiempos de «fuerte borrasca»- nos vemos
interpelados por el Evangelio. La humanidad ha vivido dramas que, como olas
violentas, han irrumpido sobre hombres y pueblos enteros, particularmente
durante el siglo XX y los albores del XXI. Y, a veces, nos sale del alma
preguntarle: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38); si Tú
verdaderamente existes, si Tú eres Padre, ¿por qué ocurren estos episodios?
Ante el recuerdo de los horrores de los campos de concentración de la II Guerra Mundial, el Papa Benedicto se pregunta: «¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción?». Una pregunta que Israel, ya en el Antiguo Testamento, se hacía: «¿Por qué duermes? (…). ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia?» (Sal 44,24-25).
Dios no responderá a estas preguntas: a Él le podemos pedir todo menos el
porqué de las cosas; no tenemos derecho a pedirle cuentas. En realidad, Dios
está y está hablando; somos nosotros quienes no estamos [en su presencia] y,
por tanto, no oímos su voz. «Nosotros -dice Benedicto XVI- no podemos escrutar
el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos
hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre,
sino que contribuiríamos sólo a su destrucción».Ante el recuerdo de los horrores de los campos de concentración de la II Guerra Mundial, el Papa Benedicto se pregunta: «¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción?». Una pregunta que Israel, ya en el Antiguo Testamento, se hacía: «¿Por qué duermes? (…). ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia?» (Sal 44,24-25).
En efecto, el problema no es que Dios no exista o que no esté, sino que los hombres vivamos como si Dios no existiera. He aquí la respuesta de Dios: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (Mc 4,40). Eso dijo Jesús a los apóstoles, y lo mismo le dijo a santa Faustina Kowalska: «Hija mía, no tengas miedo de nada, Yo siempre estoy contigo, aunque te parezca que no esté».
No le preguntemos, más bien recemos y respetemos su voluntad y…, entonces habrá menos dramas… y, asombrados, exclamaremos: «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,41). -Jesús, en ti confío!
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (4,35-40):
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.»Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Andamos por esta vida como en barcas que a veces van
navegando bien, sin mayor problema... cuando vamos por aguas tranquilas.
Sin embargo, los problemas se presentan cuando la navegación se hace difícil,
por las tempestades y tormentas propias de la vida de cada uno.
Y en esos momentos de navegación difícil comenzamos a
flaquear y a temer. Nos pasa lo mismo que sucedió a los Apóstoles en el
Evangelio de hoy, el cual nos narra el conocido pasaje de la tormenta en medio
de la travesía de una orilla a otra del lago: “se desató un fuerte
viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua”
(Mc. 4, 35-41). Sucede que Jesús iba con ellos en la barca.
Pero ¿qué hacía el Señor? ... “Dormía en la popa, reclinado
sobre un cojín”. Fue tan fuerte la borrasca y tanto se
asustaron, que lo despertaron, diciéndole: “Maestro: ¿no te importa
que nos hundamos?”.
Nos sucede lo mismo a nosotros. Cuando estamos
navegando bien, aparentemente sin problemas, sin tempestades, tal vez ni nos
acordamos de Dios. Pero cuando la travesía se hace difícil y vienen las
olas turbulentas, pensamos que Jesús está dormido y que no le importa la
situación por la que estamos pasando. Tal vez hasta lo culpemos de lo que
nos sucede y hasta le reclamemos indebida e injustamente. A los Apóstoles
los reprendió por eso. Podría reprendernos también a nosotros.
En este pasaje Cristo muestra a los Apóstoles el poder de su
divinidad. Con una simple orden divina, el viento calla, la tempestad
cesa y sobreviene la calma.
Pero sucede que ahora, salvados de la tormenta que amenazaba
con hundirlos, surge en ellos un nuevo temor. “¿Quién es éste, a
quien hasta el viento y el mar obedecen?” Se quedan atónitos del poder
del Maestro. Ya ellos habían sido testigos de unos cuantos milagros de
Jesús. Quizá hasta el momento habían pensado que era un gran Profeta o
simplemente alguien muy especial. Pero de allí a ver a la naturaleza
embravecida obedecerle así...
Y ese Jesús, que ha mostrado un poder que sólo Dios tiene,
les dirige unas preguntas que tienen sabor de reclamo: “¿Aún no tiene
fe? ¿Por qué tenían tanto miedo?” Es como si les dijera:
¿No les ha bastado ver los signos que he hecho ante ustedes? ¿No se dan
cuenta aún de Quién soy? Sólo Dios puede dar órdenes al viento, a las
olas y a las tempestades. Por eso quedan con temor, atónitos, de ver el
poder divino actuando delante de ellos y, además, reclamándoles su falta de fe.
Entonces, en la Liturgia de hoy, estamos siendo testigos,
junto con Job y los Apóstoles, de la omnipotencia divina. Job la palpa en
una visión desde la cual Dios le habla. Y los Apóstoles la ven manifestada,
nada menos que en Jesús, el Maestro, con quien viven día a día.
La Primera Lectura (Job. 38, 1.8-11) es la
respuesta de Dios a los reclamos, lamentos y preguntas que Job le hacía, motivado
por sus infortunios, sus sufrimientos y las pérdidas que había sufrido en su
familia, su salud, sus bienes. Nos dice esta lectura que Dios habló a Job
desde la tormenta y le mostró su poder con respecto del mar. Dios se
muestra como dueño de la creación, como señor del mar al que le puso límites: “Hasta
aquí llegarás, no más allá. Aquí se romperá la arrogancia de tus
olas”.
Con esto, Dios da a entender a Job, y a todos nosotros, que
no podemos osar discutir con Dios, ni reclamarle. En subsiguientes
capítulos, Job termina por retractarse y acepta el señorío de Dios. Por
cierto, en el Epílogo del Libro de Job vemos que Dios le restituye“al doble” todos
sus bienes materiales, familiares y de salud. La actitud de Job es de
sumisión y resignación. En ese sentido sigue siendo un ejemplo para todos
nosotros.
Sin embargo, la actitud del cristiano debe superar la de
Job. A la sumisión al poder divino, debemos añadir nuestra plena
confianza en lo que Dios tenga dispuesto para nuestras vidas: tempestades o
calma, alegría o sufrimientos, carencias o plenitudes. Todo lo que Dios
disponga, sabemos, es para nuestro mayor bien: nuestra salvación eterna.
Así confiados, estaremos serenos en las tempestades, alegres en los
sufrimientos, plenos en las carencias.
Viviendo así, creyendo así, actuando así, estamos cumpliendo
con lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor. 5, 14-17): “El
que vive en Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha
pasado. Ya todo es nuevo”. Enfocar así las desventuras,
sufrimientos y carencias significa “vivir en Cristo” y “ser creaturas
nuevas”. Y ser “creaturas nuevas” significa no turbarse ante las
tribulaciones y sufrimientos, sino andar en plena confianza en Dios. Sólo
El sabe lo que nos conviene.
Pero... ¿somos creaturas nuevas o creaturas viejas?
¿No podría el Señor mostrarnos toda su omnipotencia como a
Job, después de sus cuestionamientos y protestas? ¿No podría el Señor
reclamarnos a nosotros también, como reclamó a los Apóstoles después de calmar la
tormenta? ¿Qué hacemos ante los sufrimientos, los peligros, los inconvenientes,
las tempestades que se nos presentan en nuestra vida personal, familiar o
nacional?
¿Confiamos realmente en el poder de Dios? ¿Confiamos
realmente en lo que Dios tenga dispuesto para nuestra vida: sea calma o sea
tempestad? ¿O creemos que debe despertar y hacer un milagro, para que las
cosas sean como nosotros consideramos conveniente? ¿No llegamos a creer,
inclusive, que no le importa lo que nos suceda? ¿Realmente duerme el
Señor?
¡Qué débil es nuestra fe! Débil, como la de los
Apóstoles en ese momento. Nos olvidamos que Dios está siempre con
nosotros, y –aunque aparentemente dormido- está al mando de la
situación. El guía nuestra barca en medio de tempestades y tormentas,
en una presencia escondida y silenciosa, como la del Maestro dormido en la
barca.
No hace falta que haga milagros, aunque estemos en medio de
una tempestad. ¡No tenemos derecho a reclamarle milagros! El gran
milagro es que El nos lleva sin ruido, en silencio, a escondidas a través de
olas borrascosas cuando hay tempestades. Pero también está presente
cuando todo parece tranquilo, cuando parece que no tuviéramos necesidad de El,
pues todo como que anda bien.
Sea en la tormenta, sea en la calma, Dios está
presente. Y El desea que nos demos cuenta de que está allí, presente en
la vida de cada uno de nosotros, esperando que nos demos cuenta de su presencia
silenciosa. En todo momento, sea de tempestad, sea de calma, el Señor
está derramando sus gracias para guiarnos por esta vida que es la travesía que
nos lleva a la otra: la Vida Eterna.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org.
Homilias.org.
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