domingo, 18 de octubre de 2015

«El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor»




Hoy, nuevamente, Jesús trastoca nuestros esquemas. Provocadas por Santiago y Juan, han llegado hasta nosotros estas palabras llenas de autenticidad: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida» (Mc 10,45).


¡Cómo nos gusta estar bien servidos! Pensemos, por ejemplo, en lo agradable que nos resulta la eficacia, puntualidad y pulcritud de los servicios públicos; o nuestras quejas cuando, después de haber pagado un servicio, no recibimos lo que esperábamos. Jesucristo nos enseña con su ejemplo. Él no sólo es servidor de la voluntad del Padre, que incluye nuestra redención, ¡sino que además paga! Y el precio de nuestro rescate es su Sangre, en la que hemos recibido la salvación de nuestros pecados. ¡Gran paradoja ésta, que nunca llegaremos a entender! Él, el gran rey, el Hijo de David, el que había de venir en nombre del Señor, «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres (…) haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Fl 2,7-8). ¡Qué expresivas son las representaciones de Cristo vestido como un Rey clavado en cruz! En Cataluña tenemos muchas y reciben el nombre de “Santa Majestad”. A modo de catequesis, contemplamos cómo servir es reinar, y cómo el ejercicio de cualquier autoridad ha de ser siempre un servicio.



Jesús trastoca de tal manera las categorías de este mundo que también resitúa el sentido de la actividad humana. No es mejor el encargo que más brilla, sino el que realizamos más identificados con Jesucristo-siervo, con mayor Amor a Dios y a los hermanos. Si de veras creemos que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), entonces también nos esforzaremos en ofrecer un servicio de calidad humana y de competencia profesional con nuestro trabajo, lleno de un profundo sentido cristiano de servicio. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: «El fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio, el fruto del servicio es la paz».



Lectura del santo evangelio según san Marcos (10,35-45):


En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron: «Lo somos.»
Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»

Palabra del Señor



COMENTARIO.



Las Lecturas de hoy se refieren al sufrimiento, en comparación con los deseos de reconocimiento y de honra que -equivocadamente- alimentamos y promovemos los seres humanos.

En la Primera Lectura del Antiguo Testamento se anuncian los sufrimientos de Cristo y su finalidad.  “El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento”,  anunciaba el Profeta Isaías. “Cuando entregue su vida como expiación ... con sus sufrimientos justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos” (Is. 53, 10-11).

En efecto, nos dice el Evangelio (Mc. 10, 35-45): “Jesucristo vino a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.

Y el sacrificio de Cristo, anunciado desde el Antiguo Testamento y realizado hace 2015 años menos 33 (hace 1982 años), se re-actualiza en cada Eucaristía celebrada en cada altar de la tierra.  ¡Gran milagro!

“El más grande de los milagros”, lo proclamaba el Papa Juan Pablo II en una de sus Catequesis de los Miércoles del año 2000, dedicada a la Eucaristía.


Y nos comentaba Juan Pablo II en su Encíclica sobre la Eucaristía («Ecclesia de Eucharistia») que los Apóstoles, habiendo participado en la Última Cena, tal vez no comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo en el Cenáculo.  Aquellas palabras vinieron a aclararse plenamente al terminar el Triduo Santo, lapso que va de la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Domingo de Resurrección.

Nos dice el Papa que la institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, comenzando con la agonía de Jesús en el Huerto de Getsemaní.

Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto habían árboles de olivo muy antiguos, que tal vez fueron testigos de lo que ocurrió aquella noche, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal. 


La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación al instituir la Eucaristía durante la Ultima Cena, comenzaría a ser derramada con los azotes, la corona de espinas, y su efusión, hasta la última gota, se completaría después en el Gólgota.  Y entonces su Sangre se convierte en instrumento de nuestra redención.

“En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos” (JP II-Ecclesia de Eucaristía)
Recuerdo.  Memorial. Re-actualización.  Son todas palabras que definen lo que realmente sucede en la Santa Misa.  Es decir en cada Eucaristía se recuerda, se revive, se re-actualiza, más aún, se hace presente el Sacrificio de Cristo:  su muerte para salvación de todos.  Estamos en el Calvario cuando estamos en Misa.  La escena del Calvario se hace presente en la Misa.  ¡Gran Milagro!
Nos dice la Encíclica que cuando se celebra la Eucaristía … se retorna de modo casi tangible al momento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, se retorna a su «hora», la hora de la cruz y de la glorificación. A aquella hora vuelve espiritualmente todo Presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella”.


La Segunda Lectura (Hb. 4, 14-16) nos habla de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote. El Sumo Sacerdote era el jefe del Templo en el Antiguo Testamento, el que ofrecía la víctima del sacrificio.  Jesucristo, entonces, no sólo es Sumo Sacerdote, sino que El mismo es la Víctima.

Y nos recuerda que Jesús pasó por el sufrimiento, que El comprende nuestro sufrimiento, pues El lo experimentó hasta el extremo.  Tembló ante el sufrimiento y la muerte, pero lo hizo todo para nuestra salvación. 


Jesús no retrocede ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento extremo.  De hecho comentó a un grupo de sus seguidores después de su entrada triunfal a Jerusalén, días antes de su muerte:   “Me siento turbado ahora.  ¿Diré acaso al Padre:  líbrame de la hora.  Pero no.  Pues precisamente llegué a esta hora para enfrentar esta angustia”  (Jn. 12, 27).

Y justo antes de plantearnos su angustia nos pidió a nosotros que hiciéramos como El:  “Si el grano de trigo no muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto.  El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” (Jn. 12, 25-26). 

Si El sufrió, El sabe lo que nos está pidiendo.  Si El sirvió, El sabe lo que nos está pidiendo.  “Acerquémonos, por tanto, en plena confianza, al trono de gracia”.    No hay que temer al sufrimiento.   Hay que acercarse a éste “en plena confianza”.   El sufrimiento es un “trono de gracia”. 

Pero ¡qué distinto vemos los humanos el sufrimiento!  


A la luz de lo que Cristo ha hecho por nosotros, cabe pensar entonces cómoaceptamos nosotros el sufrimiento.  Cabe cambiar nuestra visión del sufrimiento, si no tenemos la adecuada. 

Para ello, cabe recordar cómo recibieron los Apóstoles el anuncio de la pasión y muerte del Mesías.  Es insólito ver la reacción de éstos ...
Y más insólito aún resulta observar nuestras reacciones al sufrimiento. ¿Cómo son?

El Evangelio de hoy nos narra lo que sucedió enseguida de que Jesús, aproximándose con sus discípulos a Jerusalén, les anunciara por tercera vez su Pasión.  (cfr. Mc. 10, 32-34).    

Ahora bien, lo insólito está en observar que enseguida de este patético, pero también esperanzador anuncio -pues lo cierra el Señor asegurándoles que a los tres días resucitará- los hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, los más cercanos a Jesús además de Pedro, parecen no darle importancia a lo anunciado y le piden -¡nada menos!- estar sentados “uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”.   Poder y gloria.  Posiciones  y reconocimiento.

¡Cómo somos los seres humanos!  Evadimos la idea misma del sufrimiento y pensamos más bien en los honores, en los puestos, en el poder.  De allí la respuesta de Jesús:  el que quiera tener parte en la gloria, deberá pasar por la dura prueba del sufrimiento. 

Y les pregunta si están dispuestos.  No habían siquiera comenzado a comprender el misterio de la cruz, pero ambos, Santiago y Juan, responden que sí están dispuestos.  No sabían lo que decían, pero su respuesta fue “profética”, pues a medida que fueron comprendiendo el misterio del seguimiento a Cristo, supieron sufrir y morir por El.    Pero primero tuvieron que renunciar a ser los primeros, para convertirse en servidores, como su Maestro.

En el seguimiento a Cristo no hay puestos, ni competencias, ni comparaciones, ni pre-eminencias, ni primacías, ni ambiciones, ni afán de honores, de glorias, de triunfos. 

El que quiera ser grande, que se humille. 
El que quiera elevarse, que se abaje.
El que quiera sobresalir, que desaparezca. 
El que quiera destacarse, que se opaque.
El que quiera ser primero, que sirva. 

Jesús nos da el ejemplo.  El, siendo Dios, el Ser Supremo, ha venido “a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.    

Es lo que se re-actualiza en cada Eucaristía.  Es lo que cada uno de nosotros debe re-actualizar en su vida:  servir, aún en el sufrimiento, en la cruz de cada día, en la muerte, para la salvación propia y de otros.


Bien integraba estos dos temas de la honra y el sufrimiento, Santa Teresa de Jesús, con su usual sentido común y profundidad espiritual: 

“¡Oh Señor mío!  Cuando pienso de qué maneras padecisteis y como no lo merecíais, no sé dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer ... ¿En qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro?  No la perdisteis, por cierto, en ser humillado hasta la muerte.  No, Señor, sino que la ganasteis para todos”  (Camino, 15, 5; 36,5).

Nuestra honra no está en las honras pasajeras de los reconocimientos humanos.  Nuestra honra está en la gloria eterna, la cual ha ganado para todos con su muerte y resurrección, Jesucristo, nuestro Salvador.












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org

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