Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.
Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (4,21-30):
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Palabra del Señor
El Evangelio de hoy nos trae esa frase tan conocida: “Nadie
es profeta en su tierra”,la cual fue pronunciada en primera instancia por el
mismo Jesucristo. Y la dijo cuando en su pueblo, Nazaret, no quisieron
creer lo que acababa de decirles: que la profecía de Isaías sobre el Mesías se
refería a El mismo.
Nos cuenta el Evangelio (Lc. 4, 21-30) que la
gente “aprobaba y admiraba la sabiduría de las palabras” de
Jesús. Pero que alguno de ahí mismo se le ocurriera declararse el Mesías,
ya eso era inaceptable.
¿Qué le sucedió a los nazaretanos contemporáneos de
Jesús? Lo mismo que nos sucede a nosotros. Primeramente por orgullo
y envidia no podían aceptar que uno de su propio grupo, del entorno cercano,
pudiera destacarse más que ellos. ¡Mucho menos ser el Mesías!
Y comenzaron a comentar: “Pero... ¿no es éste
el hijo de José?” Jesús penetra sus pensamientos y les
agrega: “Seguramente me dirán: haz aquí en tu propia tierra todos esos
prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y
de seguidas la sentencia:“Yo les aseguro que nadie es profeta en su
tierra”.
Luego les demuestra con sucesos del Antiguo Testamento cómo
Dios es libre de distribuir sus dones a quién quiere, cómo quiere y dónde
quiere. Les recuerda el caso de la viuda no israelita, a la cual fue
enviada el gran Profeta Elías (cfr. 1 Reyes 17, 7). “Había
ciertamente muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías... sin embargo a
ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta,
ciudad de Sidón”.
Pasó luego a recordarles otro hecho similar: la curación del
leproso Naamán, que era de Siria, en tiempos del Profeta Eliseo (cfr. 2
Reyes 5).
El Señor quiso demostrarles que la gracia divina no era sólo
para los judíos, el pueblo escogido de Dios, sino para toda persona, raza,
pueblo o nación que le quisiera recibir. Para mostrar esto, Dios
benefició en tiempo de los Profetas a gente que no pertenecía al pueblo de
Israel.
Pero los de su pueblo se enfurecieron tanto con Jesús, que
Lo sacaron a de la ciudad con la intención de lanzarlo por un barranco, cosa
que no pudieron lograr.
Igual que a Jesús, también los que tienen la misión de
anunciar la verdad han sufrido y sufrirán rigores similares. El cristiano
que vive y anuncia a Cristo es -como El- “signo de contradicción”. Por
eso el Papa nos ha dicho que nos toca remar contra la corriente: si vamos a
seguir y a anunciar a Cristo, hay que estar dispuestos a aceptar críticas -y
hasta persecuciones.
Sucedió lo mismo a los Profetas del Antiguo Testamento, entre
éstos, a Jeremías quien, al reconocerse escogido por Dios, teme y trata de
negarse a su vocación. Es lo que nos trae la Primera Lectura (Jer.
1, 4-5; 17 y 19).
Pero Dios, que escogió a Jeremías desde siempre, no sólo lo
anima, sino hasta lo amenaza, para que no deje de cumplir la misión que le ha
asignado. “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te
conocí; antes de que tú nacieras, Yo te consagré y te destiné a ser
profeta de las naciones... Tú ahora renueva tu valor y ve a decirles lo que Yo
te mande. No temas enfrentarlos, porque Yo también podría asustarte
delante de ello ... Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte,
pues yo estoy contigo para ampararte”.
Cuando Dios escoge para una misión -no importa cuál sea- no
da marcha atrás y proporciona toda la ayuda necesaria para cumplirla.
Como nos dice San Pablo en sus enseñanzas sobre los carismas y las diferentes
funciones dentro de la Iglesia unos serán llamados para ser apóstoles, otros
profetas, otros maestros, otros administradores, etc., etc. Otros serán
fieles en el pueblo de Dios. (1 Cor. 12, 4-31)
A los apóstoles, profetas y maestros toca asumir los
riesgos, seguros de la compañía de Dios. A los fieles toca evitar
consideraciones humanas llenas de orgullo, envidia o egoísmo, y actuar con
humildad, sencillez y generosidad, tratando de seguir a los escogidos de Dios.
En la Segunda Lectura (1 Cor. 12,31 – 13,13), San Pablo
continúa su enseñanza sobre el funcionamiento de la Iglesia y sobre los
Carismas, como dones del Espíritu Santo. Y habla de “un camino
mejor” que los Carismas, que las limosnas y que las penitencias: el gran
don del Espíritu Santo que es el Amor.
Y por su explicación posterior nos damos cuenta que el
“amor” a que está haciendo referencia el Apóstol no es el amor-caridad del
léxico moderno que significa dar limosnas o ayuda, tampoco como el amor humano
que puede existir entre esposos o entre padres e hijos.
San Pablo nos dice que de nada sirve ningún Carisma –ni la
profecía, ni la penetración de los misterios, ni la revelación… ninguno- si no
amamos. De nada nos sirven las “caridades” o la caridad extrema (“aunque
repartiera todos mis bienes”), si no amamos. De nada nos sirve
ninguna penitencia, ni la más atrevida (“aunque me dejara quemar vivo”), si
no amamos.
Se refiere San Pablo al Amor-Caridad que viene de Dios
mismo. Ningún carisma, por muy elevado que fuera es más importante que el
Amor. Ninguna limosna, por más completa que fuera, es más importante que
el Amor. Ninguna penitencia o ejercicio ascético por más extrema que
fuera, es más importante que el Amor.
Ahora bien… ¿en qué consiste este “Amor” de que nos habla
San Pablo, que durará por siempre y que sobrevivirá a los carismas y a la Fe y
la Esperanza?
Al comparar San Pablo el Amor con la Fe y con la Esperanza,
podemos inferir que nos está hablando de las virtudes teologales: Fe, Esperanza
y Caridad.
Todos dones “infusos”, regalos que no merecemos y que
recibimos directamente de Dios. Ese “Amor”, entonces, es el mismo “Amor”
de que nos habla San Juan (cfr. 1 Jn. 4, 7-16), el Amor que
viene de Dios, el Amor-Caridad.
Tenemos, por tanto, que ver la doble dimensión y la doble dirección del Amor: amor a Dios y amor a los demás. Y no podemos amar a Dios, ni a los demás, sino es Dios Quien ama en nosotros, pues Dios es la fuente del Amor, así como es la fuente de los carismas y la fuente de la Fe y la Esperanza.
El amor consiste, entonces, en que es Dios quien nos ama y a
través de ese Amor, don de Dios, podemos amarle a El y amar a los demás.
Alerta San Pablo sobre la filantropía, ayuda o limosnas
vacías de amor. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego
hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir
alabanzas, de nada me sirve.
Porque el Amor es tan importante, San Pablo ante el Amor,
rebaja todos los carismas y los dones extraordinarios.
Luego pasa a hacer una descripción del amor: “es
paciente, servicial y sin envida. No quiere aparentar ni se hace el
importante. No actúa con bajeza ni busca su propio interés. No se
deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se
alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor
disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta”. Así
es el Amor de Dios. Así será nuestro amor, si amamos en Dios.
También, según San Pablo, el amor es superior a la fe y la
esperanza. “El mayor de las tres es el amor”.
Pero, no hay amor auténtico sin fe ni esperanza. Las tres virtudes
subsisten ahora; en la eternidad sólo será el Amor, pues ya tendremos el
objeto de nuestra fe y nuestra esperanza.
El amor, entonces, llegará a su plenitud “cuando veamos a
Dios cara a cara.Ahora conocemos en parte, pero entonces le
conoceré a El como El me conoce a mí. Ahora vemos como en un espejo y en
forma confusa”. Luego conoceremos a Dios tal cual es y viviremos
plenamente su Amor.
Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Homilia.org
Evangeli.org
Google images
Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Homilia.org
Evangeli.org
Google images
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias