Hoy, el Evangelio nos ofrece el diálogo, sencillo y profundo
a la vez, entre Jesús y Simón Pedro, diálogo que podríamos hacer nuestro: en
medio de las aguas tempestuosas de este mundo, nos esforzamos por nadar contra
corriente, buscando la buena pesca de un anuncio del Evangelio que obtenga una
respuesta fructuosa...
Y es entonces cuando nos cae encima, indefectiblemente, la dura realidad; nuestras fuerzas no son suficientes. Necesitamos alguna cosa más: la confianza en la Palabra de aquel que nos ha prometido que nunca nos dejará solos. «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Esta respuesta de Pedro la podemos entender en relación con las palabras de María en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Y es en el cumplimiento confiado de la voluntad del Señor cuando nuestro trabajo resulta provechoso.
Y es entonces cuando nos cae encima, indefectiblemente, la dura realidad; nuestras fuerzas no son suficientes. Necesitamos alguna cosa más: la confianza en la Palabra de aquel que nos ha prometido que nunca nos dejará solos. «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Esta respuesta de Pedro la podemos entender en relación con las palabras de María en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Y es en el cumplimiento confiado de la voluntad del Señor cuando nuestro trabajo resulta provechoso.
Y todo, a pesar de nuestra limitación de pecadores: «Aléjate de mí, Señor, que
soy un hombre pecador» (Lc 5,8). San Ireneo de Lyón descubre un aspecto
pedagógico en el pecado: quien es consciente de su naturaleza pecadora es capaz
de reconocer su condición de criatura, y este reconocimiento nos pone ante la
evidencia de un Creador que nos supera.
Solamente quien, como Pedro, ha sabido aceptar su limitación, está en condiciones de aceptar que los frutos de su trabajo apostólico no son suyos, sino de Aquel de quien se ha servido como de un instrumento. El Señor llama a los Apóstoles a ser pescadores de hombres, pero el verdadero pescador es Él: el buen discípulo no es más que la red que recoge la pesca, y esta red solamente es efectiva si actúa como lo hicieron los Apóstoles: dejándolo todo y siguiendo al Señor (cf. Lc 5,11).
Solamente quien, como Pedro, ha sabido aceptar su limitación, está en condiciones de aceptar que los frutos de su trabajo apostólico no son suyos, sino de Aquel de quien se ha servido como de un instrumento. El Señor llama a los Apóstoles a ser pescadores de hombres, pero el verdadero pescador es Él: el buen discípulo no es más que la red que recoge la pesca, y esta red solamente es efectiva si actúa como lo hicieron los Apóstoles: dejándolo todo y siguiendo al Señor (cf. Lc 5,11).
Lectura del santo evangelio según san Lucas (5,1-11):
En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de
Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban
junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las
redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un
poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad las redes para
pescar.»
Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.»
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres.» Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor
Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.»
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres.» Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las tres lecturas de hoy nos presenta a tres hombres:
Isaías, Pedro y Pablo. Tres personas... como cualquiera de
nosotros. Escogidos por Dios, llamados por Dios, que supieron responder a
Dios.
“Aquí estoy, Señor. Envíame”, le respondió
Isaías, a quien vemos en la Primera Lectura (Is. 6, 1-8).
En el Evangelio vemos a Pedro, acompañado de Santiago y
Juan. “Desde hoy serás pescador de hombres”, le dijo Jesús a
Pedro. Entonces, “llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo
siguieron (Pedro, Santiago y Juan)” (Lc. 5, 1-11).
En la Segunda Lectura vemos a Pablo. Y recordamos la
lectura del día que celebramos su conversión (25 de enero) cuando, respondiendo
a la luz y la voz que oye camino a Damasco, pregunta: “¿Qué debo hacer,
Señor?” (Hech. 22, 3-16).
En los relatos del llamado que Dios les hace, podemos
apreciar cómo Dios se manifiesta a cada uno de estos hombres por El
escogidos. Y se manifiesta en forma poderosa, impresionante,
convincente.
Al Profeta Isaías se le presenta en una visión que lo deja
estupefacto. En breves momentos de intimidad con Dios, Isaías puede
apreciar la santidad y el poder de Dios. Ni siquiera puede describir a
Yahvé, porque sólo ve que “la orla de su manto llenaba todo el
Templo”.
Queda Isaías invadido de un temor que no es susto: es el
respeto a Dios, que se manifiesta ante la presencia de Dios que abruma a la
creatura cuando se encuentra ante su Creador. Y en esa diferencia abismal
que separa a ambos, la creatura siente su nada, su indignidad, su impureza.
Cuenta Isaías que uno de los Serafines, que se encontraba
junto a Dios, llevando una brasa a su boca, le dice: “Tu iniquidad ha sido
quitada y tus pecados están perdonados”. Así, cuando siente la voz del
Señor preguntando “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?”, Isaías
no duda y enseguida responde: “Aquí estoy, Señor. Envíame”.
Muchas enseñanzas nos trae este pasaje. No podemos
inventarnos misiones de parte de Dios; no podemos asumir por nuestra propia
cuenta y riesgo misiones específicas como si vinieran de parte de Dios.
Pero ¡eso sí! cuando Dios llama, no hay pretexto para decir
no. Ni siquiera en sentirse indigno o el creerse incapaz pueden ser
excusas. Porque si Dios llama, prepara a sus enviados con todo lo necesario
para la misión encomendada.
Tal es el caso de los Apóstoles. Nos cuenta el
Evangelio que Jesús se subió a la barca de Pedro, con quien -por cierto- ya
había tenido un contacto previo (cfr. Jn. 1, 35-42), y le pide
alejarse un poco de tierra, para predicar desde allí. Al final de la
predicación les ordena ir más adentro para pescar.
Pedro, pescador experimentado, dice que no hay pesca, que ya
han probado, pero“confiado en tu palabra, Señor, echaré las redes”. Sucedió,
entonces, la llamada “pesca milagrosa”: atraparon tantos peces que “las
barcas casi se hundían”.
Al ver la manifestación del poder de Dios, a Pedro le sucede
como a Isaías: se reconoce pecador e indigno y siente ese temor reverencial,
que no es miedo. “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un
pecador!”. “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”, le
dice el Señor. Y nos cuenta el Evangelio que llevaron las
barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
A San Pablo le sucede lo mismo, cuando camino a Damasco para
perseguir cristianos, la luz divina lo tumba al suelo y queda
enceguecido.
Su sentimiento de indignidad lo resume en una palabra
terrible, que nos trae la Segunda Lectura de hoy: “Finalmente se me
apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la
Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme
apóstol” (1 Cor. 15, 1-11).
Aunque indignos, fueron escogidos por Dios. Ahora
bien... ¡todos somos indignos, todos somos incapaces! Pero cuando Dios
llama, purifica, prepara y equipa al escogido para la misión que le encomienda.
Y San Pablo nos explica qué es lo que sucede: es Dios Quien
obra en quien ha llamado. “Por gracia de Dios soy lo que soy... he
trabajado ... aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios”.
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