Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de
las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la
Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho
Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero
para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una
posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta
del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (13,22-30):
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?»
Jesús les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos
intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la
puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: "Señor,
ábrenos"; y él os replicará: "No sé quiénes sois." Entonces
comenzaréis a decir. "Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en
nuestras plazas." Pero él os replicará: "No sé quiénes sois. Alejaos
de mí, malvados." Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando
veáis a Abrahán, lsaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y
vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y
del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que
serán primeros, y primeros que serán últimos.»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de este Domingo nos recuerdan nuestro camino al
Cielo. El Señor nos habla en el Evangelio (Lc. 13, 22-30) de la“puerta
estrecha” que lleva al Cielo... y de los que quedarán fuera.
El comentario de Jesús se da a raíz de una pregunta que le
hace alguien durante una de sus enseñanzas, mientras iba camino a Jerusalén. “Señor:
¿es verdad que son pocos los que se salvan?” Y Jesús “pareciera” que no
responde directamente sobre el número de los salvados. Pero con su respuesta
nos da a entender varias cosas.
Primero: que hay que esforzarse por llegar al
Cielo. Nos dice así: “Esfuércense por entrar por la puerta, que es
angosta”. Lo segundo que vemos es que la puerta del Cielo es “angosta”.
Además nos dice que “muchos tratarán de entrar (al Cielo) y no
podrán”.
Sobre cómo es el camino y la puerta del Cielo y cómo es el
camino y la puerta del Infierno, y sobre el número de los salvados, hay otro
texto evangélico similar y complementario de éste, en el que nos dice así el
Señor:
“Entren por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el
camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ahí. Angosta es la
puerta y estrecho el camino que conducen a la salvación, y pocos son los que
dan con él” (Mt. 7, 13-14).
O sea que, según estas palabras de Jesucristo, es fácil
llegar al Infierno y muchos van para allá... y es difícil llegar al Cielo y
pocos llegan allí.
¡Con razón nos dice el Señor que necesitamos esforzarnos! ¿Y
en qué consiste ese esfuerzo? En buscar y en hacer la Voluntad de Dios. Se dice
fácil, pero no es tan fácil. ¿Por qué? Porque nos gusta más hacer nuestra
propia voluntad que la de Dios.
Hacer la Voluntad de Dios es, ante todo, cumplir sus
Mandamientos -los 10 completos (amar a Dios de verdad, verdad, sobre todas las
cosas, no matar, no mentir, no robar, no cometer adulterio ni consentir en
pensamientos y actos impuros, no envidiar lo que tienen los demás, etc.), los 5
que nos manda la Iglesia y todos los demás que Jesús nos enseñó y nos mostró.
Pero significa también perdonar a los enemigos y a los que
nos hacen daño, hacer el bien a los que nos ofenden, orar por los que nos
persiguen, devolver bien por mal, no estar resentidos ni vengarnos, tratar a
todos como queremos que nos traten a nosotros, etc. etc. etc.
Si actuamos así, estamos realizando ese esfuerzo que nos pide el Señor para poder entrar por la “puerta angosta” del Cielo.Pero si no buscamos la Voluntad de Dios, si no cumplimos con sus Mandamientos, si lo que hacemos es tratar de hacer lo que nos venga en gana sin tener en cuenta a Dios, podemos estar yéndonos por el camino fácil y ancho que no lleva al Cielo, sino al otro sitio.
Y ... ¿cómo es ese otro sitio? Aunque en este texto del
Evangelio que hemos leído hoy, Jesús no nombra directamente ese otro sitio con
el nombre de “Infierno”, sí nos da a entender cómo será. Además, es bueno saber
que Jesucristo lo nombra de muchas maneras, en muchas otras ocasiones.
Y es bueno saber que el Infierno es una de las verdades de
nuestra Fe Católica que está apoyada por el mayor número de citas bíblicas. A
veces el Señor lo llama fuego, a veces fuego eterno o abismo, oscuridad,tinieblas, etc.
En el caso del Evangelio de hoy, lo describe simplemente
como “ser echado fuera”. Y describe, además, cómo será el rechazo de
Dios hacia los que “han hecho el mal”. Dirá así el Señor a los que
han obrado mal: “Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense
de mí todos ustedes, los que han hecho el mal”. Y concluye diciendo cómo
será la reacción de los malos: “Entonces llorarán ustedes y se
desesperarán”.
En la Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María al
Cielo la semana pasada, recordábamos el misterio de nuestra futura inmortalidad
y de lo que nos espera en la otra Vida. Este Evangelio de hoy nos lleva a lo
mismo: nos lleva a reflexionar sobre nuestro destino final para la eternidad.
Los seres humanos nacemos, crecemos y morimos. De hecho,
nacemos a esta vida terrena para morir; es decir, para pasar de esta vida a la
Vida Eterna. Así que la muerte no es el fin de la vida, sino el paso a la Vida
Eterna, el comienzo de la Verdadera Vida … si transitamos “el camino
estrecho” de que nos habla el Señor en el Evangelio.
Nuestro destino para toda la eternidad queda definido en el
instante mismo de nuestra muerte. En ese momento nuestra alma, que es inmortal,
se separa de nuestro cuerpo e inmediatamente es juzgada por Dios, en lo que se
denomina el Juicio Particular.
Y ¿qué es el Juicio Particular? El Juicio Particular que
sucede simultáneamente con nuestra muerte, consiste en una iluminación
instantánea que el alma recibe de Dios, mediante la cual ésta sabe su destino
para la eternidad, según sus buenas y malas obras.
La puerta ancha y la puerta estrecha se refieren a las
opciones eternas que tenemos para la otra vida: el Infierno y el Cielo. Sin
embargo, hay una tercera opción -el Purgatorio- que no es eterna: las almas que
allí van pasan posteriormente al Cielo, después de ser purificadas, pues nadie
puede entrar al Cielo sin estar totalmente limpio. (cf. Ap. 21, 27).
¿Cómo es el Infierno? Es un estado y un lugar de castigo
eterno donde van las almas que se han rebelado contra Dios y que mueren en esa
actitud. La más horrenda de las penas del Infierno es la pérdida definitiva y
para siempre del fin para el cual hemos sido creados: el gozo de la presencia
de Dios.
¿Cómo es el Cielo? Es un estado y un lugar de felicidad
perfecta y eterna donde van las almas que han obrado conforme a la Voluntad de
Dios en la tierra y que mueren en estado de gracia y amistad con Dios, y
perfectamente purificadas.
Sepamos que el Cielo es la meta para la cual fuimos creados,
pues Dios desea comunicarnos su completa y perfecta felicidad llevándonos al
Cielo. Sin embargo, lograr una descripción adecuada del Cielo es imposible. Y
es imposible porque los seres humanos somos limitados para comprender y
describir lo ilimitado de Dios.
Fíjense en una cosa: el día de nuestro nacimiento nacemos a
la vida terrena ... y llegar al Cielo es nacer a la gloria eterna. Nuestra alma
al presentarse al Cielo tiene un solo pensar, un solo sentimiento: el Amor de
Dios. Y como el Amor de Dios es Infinito, es entonces, el amor más grande que
podamos sentir. Y ese Amor Infinito de Dios nos atrae de una manera tan intensa
que sólo eso deseamos. En efecto, en el Cielo amaremos a Dios con todas nuestras
fuerzas y El nos amará con su Amor que no tiene límites. El Amor de Dios es el
Amor más intenso y más agradable que podamos sentir. Es muchísimo más que todo
lo que nuestro corazón ha anhelado siempre. En el Cielo ya no desearemos, ni
necesitaremos nada más, pues el Cielo es la satisfacción perfecta de nuestro
anhelo de felicidad.
Sin embargo, el Cielo es realmente indescriptible,
inimaginable, inexplicable. Es infinitamente más de todo lo que tratemos de
imaginarnos o intentemos describir. Por eso San Pablo, quien según sus escritos
pudo vislumbrar el Cielo, sólo puede decir que “ni el ojo vio, ni el oído
escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que tiene Dios preparado para
aquéllos que le aman”(1 Cor. 2, 9).
En la Segunda Lectura (Hb. 12, 5-7 y 11-13) San
Pablo nos habla de cómo Dios nos corrige y cómo debemos aprovechar esas
correcciones del Señor:
“No desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes
cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a sus
hijos predilectos”. Nos recuerda que Dios es Padre y que todos los padres
corrigen a sus hijos. Es cierto que ninguna corrección nos hace alegres, pero
después pueden verse los frutos: “frutos de santidad y de paz”. Y los
frutos deben alegrarnos.
Pero a veces nos comportamos incorrectamente ante las
correcciones de Dios. Cuando nos cae una desgracia o sufrimos un accidente o
una enfermedad, enseguida pensamos “¿por qué yo?”. Y creemos que Dios nos está
castigando.
En realidad lo que denominamos “castigos” de Dios son más
bien llamadas suyas para seguirle en medio de las circunstancias que El tenga
dispuestas para cada uno de nosotros.
Y El, que es infinitamente sabio, sabe lo que mejor nos
conviene a cada uno. Y lo que nos conviene y lo que verdaderamente importa es
nuestra salvación eterna: entrar por el camino estrecho.
Cuando pensamos en que Dios nos castiga es porque perdemos
de vista lo que es nuestra meta, perdemos de vista hacia dónde vamos mientras
vivimos aquí en la tierra: vamos hacia la eternidad. Nos olvidamos de la otra
vida, la que nos espera después de la muerte.
Pero es muy importante tener en cuenta que Dios no castiga
ni premia plenamente en esta vida. Dios premia o castiga plenamente en la vida
que nos espera después de morir.
De allí que el verdadero castigo de Dios sea perderlo para
siempre. En eso consiste la condenación eterna, el camino ancho. Y,
en realidad, no es Dios quien nos condena: somos nosotros mismos los que
decidimos condenarnos, porque queremos estar en contra de Dios.
Así que lo que llamamos “castigos” de Dios, son correcciones
de un Padre que nos ama, son regalos que nos El da con miras a la Vida Eterna.
Pueden bien ser advertencias que El nos hace para que tomemos el camino
correcto, para que nos volvamos hacia El, para que nos enrumbemos hacia la
salvación y no hacia la condenación.
La Primera Lectura (Is. 66, 18-21) nos habla de
que Dios ha llamado a hombres de todas las naciones, de todas las razas, de
todas las lenguas. No hay excepción. De lejos y de cerca, de todas partes. La
salvación es una llamada universal, no sólo para los judíos. Esto conecta con
el final del Evangelio: “Vendrán muchos de oriente y del poniente, del
norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios”. Todos
están llamados: unos aceptan a Dios, otros no. Unos serán primeros y otros
serán últimos.
Fuentes:
Evangeli.org
Sagradas Escrituras.
Homilias.org
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