Hoy, el Evangelio nos recuerda y nos exige que estemos en
actitud de vigilia «porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del
hombre» (Lc 12,40). Hay que vigilar siempre, debemos vivir en tensión,
“desinstalados”, somos peregrinos en un mundo que pasa, nuestra verdadera
patria la tenemos en el cielo. Hacia allí se dirige nuestra vida; queramos o
no, nuestra existencia terrenal es proyecto de cara al encuentro definitivo con
el Señor, y en este encuentro «a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho;
y a quien se confió mucho, se le pedirá más» (Lc 12,48). ¿No es, acaso, éste el
momento culminante de nuestra vida? ¡Vivamos la vida de manera inteligente,
démonos cuenta de cuál es el verdadero tesoro! No vayamos tras los tesoros de
este mundo, como tanta gente hace. ¡No tengamos su mentalidad!
Según la mentalidad del mundo: ¡tanto tienes, tanto vales! Las personas son valoradas por el dinero que poseen, por su clase y categoría social, por su prestigio, por su poder. ¡Todo eso, a los ojos de Dios, no vale nada! Supón que hoy te descubren una enfermedad incurable, y que te dan como máximo un mes de vida,... ¿qué harás con tu dinero?, ¿de qué te servirán tu poder, tu prestigio, tu clase social? ¡No te servirá para nada! ¿Te das cuenta de que todo eso que el mundo tanto valora, en el momento de la verdad, no vale nada? Y, entonces, echas una mirada hacia atrás, a tu entorno, y los valores cambian totalmente: la relación con las personas que te rodean, el amor, aquella mirada de paz y de comprensión, pasan a ser verdaderos valores, auténticos tesoros que tú —tras los dioses de este mundo— siempre habías menospreciado.
¡Ten la inteligencia evangélica para discernir cuál es el verdadero tesoro! Que las riquezas de tu corazón no sean los dioses de este mundo, sino el amor, la verdadera paz, la sabiduría y todos los dones que Dios concede a sus hijos predilectos.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,32-48):
Pedro le preguntó: «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?»
El Señor le respondió: «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda en llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La Fe es un don de Dios. Es cierto. La Fe es una
virtud. También es cierto. La Fe es un acto de la voluntad.
Cierto también. Pero la Fe es, además, de acuerdo a las Lecturas de hoy,
una actitud muy inteligente, porque por medio de la Fe recibimos por adelantado
lo que esperamos poseer. ¿Que... cómo es esto?
Nos dice la Segunda Lectura: “La fe es la forma de
poseer, ya desde ahora, lo que se espera y de conocer las realidades que no se
ven” (Hb. 11, 1-2.8-19). Y ¿qué es lo que
esperamos? Nada menos que el Reino de Dios. Y eso tendremos... si
creemos... y si actuamos de acuerdo a esa Fe. Jesús mismo nos lo ha
prometido al comienzo del Evangelio de hoy: “No temas, rebañito mío,
porque mi Padre ha tenido a bien darte el Reino” (Lc. 12, 32-48).
En las Lecturas de este domingo vemos, entonces, la conexión
entre la Fe y la Esperanza. Esperamos porque creemos, ya que lo que
esperamos no lo vemos... al menos no claramente. Por la Fe creemos,
entonces, en lo que no se ve. Creemos en lo que, sin comprobar, aceptamos
como verdad. Creemos, además, en lo que esperamos recibir en la Vida que
nos espera después de esta vida, aunque no lo veamos y aunque no lo podamos
comprobar.
Es decir, por la Fe podemos comenzar a gustar desde aquí lo
que vamos a recibir Allá. Podemos comenzar a recibir por adelantado lo
que luego tendremos en forma perfecta. Podemos comenzar a disfrutar en
forma velada lo que se llama la “Visión Beatífica”, el ver a Dios “cara a
cara” (1 Cor. 13, 12), “tal cual es” (1 Jn. 3, 2). De allí que la Iglesia
Católica se atreva a decirnos en el Catecismo: “La Fe es, pues, ya el comienzo
de la Vida Eterna” (CIC # 163).
“Ahora, sin embargo, caminamos en la Fe, sin ver
todavía” (2 Cor. 5, 7), y conocemos a Dios “como en un
espejo y en forma opaca, imperfecta, pero luego será cara a cara. Ahora
solamente conozco en parte, pero entonces le conoceré a El como El me conoce a
Mí” (1 Cor. 13, 12-13). (cf. CIC #164)
Hay que vivir en Fe, aunque por ahora no podamos ver
claramente, sino en forma opaca, imperfecta. A veces la Fe puede hacerse
muy oscura. Puede ser puesta a prueba. Las circunstancias de
nuestra vida pueden tornarse difíciles y entonces lo que creemos por Fe y lo
que esperamos por Esperanza, podría opacarse, podría hasta esconderse. Es
el momento, entonces, de afianzar nuestra Fe.
De allí que mucha gente exclame ante ciertas situaciones:
¿Cómo se puede vivir sin Fe? ¿Cómo hubiera hecho si no tuviera
Fe?
Sabemos que la Fe es un regalo de Dios. Y eso
significa que tenemos toda su ayuda para que creamos en lo que esperamos y para
que nuestra Fe no desfallezca nunca, aún en medio de las más complicadas
situaciones.
Entonces nos toca imitar la Fe de la Santísima Virgen María
que tuvo Fe en el momento increíble, pero gozoso, de la Anunciación. Y
esa Fe suya no desfalleció jamás, ni siquiera en los momentos más dolorosos del
sufrimiento de su Hijo, ni en el momento de su ausencia cuando lo colocó en el
sepulcro.
Nuestra Fe tiene que ser como la de la Virgen. La Fe
no puede ser una actitud momentánea o de algunos momentos. La Fe no puede
ir en marcha y contra-marcha. La Fe tiene que ir acompañada de la
perseverancia... hasta el final. Bien lo dice Jesucristo en el Evangelio
de hoy: “Estén listos con la túnica puesta y las lámparas encendidas...
También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen vendrá
el Hijo del hombre” (Lc. 12, 32-48).
Es seria esta advertencia del Señor: a la hora que menos
pensemos vendrá Jesucristo, bien porque nos llegue el día de nuestra muerte,
bien porque El mismo venga en gloria a juzgar a vivos y muertos. Y
tenemos que estar preparados. Tenemos que vivir cada día de nuestra vida
en la tierra como si fuera el último día de nuestra vida. Es la
recomendación de ese gran Santo de la Iglesia, San Francisco de Sales.
En el Evangelio, además de las advertencias mencionadas, el
Señor nos propone una parábola relativa a ese requerimiento de perseverancia y
de preparación constante que debemos tener. Nos habla de dos
administradores: uno honesto y diligente, y otro descuidado y desleal.
Nos dice que será dichoso aquél a quien el jefe lo encuentre cumpliendo su
deber. Pero el otro, el incumplido, parrandero e irresponsable,“recibirá
muchos azotes”, porque, conociendo la voluntad de su amo, no la
cumplió.
Y luego Jesucristo hace la salvedad con respecto de aquéllos
que, sin conocer la voluntad de su amo hacen algo digno de castigo. Y nos
informa que ésos también recibirán azotes, pero serán pocos. ¿Qué
significa esto?
Jesús está refiriéndose al conocimiento que podemos tener
los seres humanos sobre lo que es bueno y lo que es malo. Los que no
saben lo que es la Voluntad de Dios, lo que es la Ley de Dios ¿por qué serán
castigados también? Nos dice que recibirán poco castigo, pero también
serán castigados.
Veamos... Todo hombre o mujer sabe por su conciencia lo que
es bueno y lo que es malo. De hecho lo que llamamos “conciencia” es la
conexión que hay entre la Ley de Dios y nuestros actos. Y esa Ley de Dios
está inscrita en el corazón de cada uno de nosotros. Es lo que se llama
“Ley Natural”. La “conciencia” es, entonces, la aplicación de esa “Ley
Natural” -que Dios ha inscrito en cada corazón humano- a los pensamientos,
palabras y obras que realizamos los seres humanos.
Ahora bien, el hecho de que tengamos una “conciencia”, no
hace que esa conciencia sea necesariamente correcta. ¡Es un error pensar
así! Podemos tener una conciencia correcta o podemos tener una conciencia
equivocada.
La conciencia equivocada es aquélla que, por ejemplo,
considera que es permitido robar o fornicar. Como la conciencia nuestra
se va formando por demasiadas informaciones contrapuestas -desde una propaganda
en televisión inmoral o una noticia mal interpretada, hasta una Encíclica del
Papa- es fácil ver cómo nuestra conciencia es capaz de errar. Todo
esto para decir que nuestra conciencia no siempre es infalible.
El caso que menciona Jesús en el Evangelio de hoy podría ser
el de una conciencia, que sin llegar a ser totalmente errónea, podría ser
catalogada como una conciencia “laxa”. Este tipo de conciencia es aquélla
que es permisiva, que juzga como no tan ilícito lo ilícito, o como leve lo que
es grave.
Y ¿cómo puede llegarse a esto? Pues la persona
comienza por permitirse faltas no muy graves, con lo cual va haciendo que su
conciencia se haga algo insensible a ciertos pecados. También puede ser
que lleve una vida muy mundana, frívola y sensual, o que haya descuidado la
oración y los Sacramentos. La lujuria, por ejemplo, es un gran
oscurecedor de la recta conciencia.
De allí que toda persona tenga la obligación de formarse una
conciencia recta que esté de acuerdo a la verdad y a la Ley Divina, y no dejar
que su conciencia se haga “laxa” o se desvíe completamente hacia el error.
¿Cómo lograr esto? Haciendo todo lo contrario a lo que
son causas de una conciencia “laxa”: evitar la mundaneidad, la frivolidad, la
sensualidad. Evitar la lujuria. Orar con perseverancia y llevar una
vida sacramental frecuente.
Como mínimo la Misa de los domingos, pero no
limitarnos a ese requerimiento.
Concluye Jesús diciéndonos en este Evangelio que “al
que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le
exigirá mucho más”.
Esto es muy justo y muy lógico, y no hay que tener temor a
las exigencias que nos vienen con las muchas gracias que nos da el Señor cuando
comenzamos a ponerlo a El en el primer lugar, cuando comenzamos a“acumular
tesoros que no se acaban para el Cielo, allá donde no llega el ladrón, ni
carcome la polilla”.
Cuando verdaderamente nos dedicamos a las cosas de Dios, a
los “tesoros para el Cielo”, Dios nos regala muchas más
cosas. Y, ciertamente, nos exigirá según todas esas cosas que nos ha
dado. Pero... ¿qué importa que nos exija? Es como el alumno, bien
preparado en una materia, a quien no le importa que lo interroguen en cosas
difíciles, pues está bien preparado.
La Primera Lectura del Libro de la Sabiduría (Sb. 18,
6-9) nos habla también de la Fe. Nos presenta la noche de la
liberación del pueblo elegido, cautivo en Egipto.
Los egipcios no creyeron la palabra de Dios y, tal como
había anunciado Yavé a través de Moisés, vieron morir a todos sus
primogénitos. En cambio los hebreos, que sí creyeron en Dios, fueron
preservados de esta amenaza y pudieron salir en libertad hacia el desierto,
donde Yavé los guiaba para establecer su alianza con ellos, el pueblo
elegido.
Sabemos que no siempre ese pueblo suyo le creyó y le fue
fiel a Dios, pero toda la historia de Israel en el desierto es una historia
basada en la fe o falta de fe de ese pueblo en Yavé, su Dios.
En la Segunda Lectura se desarrolla el tema de la Fe en
varios momentos del pueblo elegido: desde Abraham hasta Isaac, hijo de
éste. Y este recuento nos debe llevar a que, en los momentos de dudas y
de exigencias, imitemos esa fe de Abraham.
No en vano Abraham es considerado nuestro padre en la Fe,
porque creyó“esperando contra toda esperanza” (Rom. 4, 18) y, en
confianza absoluta en Dios, “sin saber a donde iba, partió hacia la tierra
que habría de recibir como herencia”.
Y cuando Dios lo puso a prueba, se dispuso a sacrificar a
Isaac, su hijo único, con el cual se debía cumplir la promesa que Dios mismo le
había hecho: una inmensísima descendencia que llevaría su nombre y que sería
tan grande como las estrellas del cielo.
A Abraham no le importó lo que Dios le estaba pidiendo:
simplemente confió en que si Dios se lo pedía, El sabría lo que iba a
hacer.
Así debe ser nuestra fe: confiada, tan confiada como la de
Abraham, quien confiaba hasta en que Dios podía cambiar su plan, podía revertir
su promesa.
Con el Salmo 32 celebramos lo que Dios hace con su
pueblo escogido, con nosotros, su Iglesia, con cada uno de nosotros.
Somos dichosos porque El nos eligió. Y confiamos en que cuida a los que
confían en su bondad... aunque haya épocas de hambre. No importa.
El Señor nos salva de la muerte, pues en El está nuestra esperanza. Si
confiamos en El, nada importa.
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