Hoy, el Evangelio todavía nos sitúa en el domingo de la
resurrección, cuando los dos de Emaús regresan a Jerusalén y, allí, mientras
unos y otros cuentan que el Señor se les ha aparecido, el mismo Resucitado se
les presenta. Pero su presencia es desconcertante. Por un lado provoca espanto,
hasta el punto de que ellos «creían ver un espíritu» (Lc 24,37) y, por otro, su
cuerpo traspasado por los clavos y la lanzada es un testimonio elocuente de que
se trata del mismo Jesús, el crucificado: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo
mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
tengo» (Lc 24,39).
«Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor», canta el salmo de la liturgia de hoy. Efectivamente, Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Es del todo urgente. Es necesario que los discípulos tengan una precisa y profunda comprensión de las Escrituras, ya que, en frase de san Jerónimo, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo».
«Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor», canta el salmo de la liturgia de hoy. Efectivamente, Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Es del todo urgente. Es necesario que los discípulos tengan una precisa y profunda comprensión de las Escrituras, ya que, en frase de san Jerónimo, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo».
Pero esta compresión de la palabra de Dios no es un hecho
que uno pueda gestionar privadamente, o con su congregación de amigos y
conocidos. El Señor desveló el sentido de las Escrituras a la Iglesia en
aquella comunidad pascual, presidida por Pedro y los otros Apóstoles, los
cuales recibieron el encargo del Maestro de que «se predicara en su nombre
(...) a todas las naciones» (Lc 24,47).
Para ser testigos, por tanto, del auténtico Cristo, es urgente que los discípulos aprendan -en primer lugar- a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Precisamente, un autor antiguo nos hace la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido sacrificada para él, ha de entender que su vida comienza cuando Cristo ha muerto para salvarnos». Además, el apóstol tiene que comprender inteligentemente las Escrituras, leídas a la luz del Espíritu de la verdad derramado sobre la Iglesia.
Para ser testigos, por tanto, del auténtico Cristo, es urgente que los discípulos aprendan -en primer lugar- a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Precisamente, un autor antiguo nos hace la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido sacrificada para él, ha de entender que su vida comienza cuando Cristo ha muerto para salvarnos». Además, el apóstol tiene que comprender inteligentemente las Escrituras, leídas a la luz del Espíritu de la verdad derramado sobre la Iglesia.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (24,35-48):
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino
y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.
Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
Palpadme y daos cuenta de que un
fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies.
Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos narra la primera aparición de
Jesucristo resucitado a sus Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén (Lucas
24, 35-48). Anterior a esta aparición, la Sagrada Escritura nos narra la
de María Magdalena, nos menciona que el Señor se había aparecido también a San
Pedro y, adicionalmente, nos cuenta la de dos discípulos suyos que iban desde Jerusalén
hacia Emaús.
Recordemos cómo fue esa aparición: Cristo se hizo pasar
por un caminante más que iba por el mismo sitio y, caminando junto con
ellos, “les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a
El”. Luego accedió a quedarse con ellos y “cuando estaba
en la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
dio”. Fue en ese momento cuando los discípulos de Emaús lo
reconocieron... pero El desapareció
Con motivo de este tiempo de Pascua, veamos cómo aplicamos
este relato a la Santa Misa. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica
(cf. #1346, 1347, 1373, 1374, 1375, 1376, 1377) que la Liturgia de la
Eucaristía se desarrolla con una estructura que se ha conservado a través de
los siglos y que comprende dos grandes momentos que forman una unidad
básica. Estos momentos son:
. La Liturgia de la Palabra,
que comprende las lecturas, la homilía y la oración universal.
. La Liturgia Eucarística, que
comprende el Ofertorio, la Consagración y la Comunión.
Es importante recordar que la Liturgia de la Palabra y la
Liturgia Eucarística constituyen “un solo acto de culto”, según nos lo dice el
Concilio Vaticano II (SC 56). En efecto, la mesa preparada para nosotros
en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor
(cf. DV 21).
Es lo mismo que sucedió camino a Emaús: Jesús resucitado les
explicaba las Escrituras a los dos discípulos, luego, sentándose a la mesa con
ellos “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc.
24, 13-35).
Sin embargo, constituye un error el pensar o el
pretender que la presencia de Jesús es igual durante la Liturgia de la Palabra
que durante la Consagración y la Comunión.
Cristo está presente de múltiples maneras en su
Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos
o tres estén reunidos en su nombre”, en los Sacramentos, en el Sacrificio
de la Misa, etc. Pero, nos dice el Concilio Vaticano II (SC 7) y la
enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos que “sobre todo (está
presente) bajo las especies eucarísticas”.
“El modo de presencia de Cristo bajo las especies
eucarísticas es singular.” Este énfasis en la singularidad de
la presencia viva de Cristo en el pan y el vino consagrados nos lo recuerda el
Catecismo de la Iglesia Católica, el cual es un compendio resumido de toda la
enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Continúa
el Catecismo:
“En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están
‘contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre
junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por
consiguiente, Cristo entero’”.
Aclara
el Catecismo:
“Esta presencia se denomina ‘real’, no a título exclusivo,
como si las otras presencias no fuesen ‘reales’, sino por excelencia, porque
es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente
presente”. Mediante la conversión del pan y del vino en su
Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este Sacramento.”
“Por la consagración del pan y del vino en la que se opera
el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo
nuestro Señor y de toda la sustancia del vino en la substancia de su Sangre, la
Iglesia Católica ha llamado justa y apropiadamente este cambio transubstanciación”.
“La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento
de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies
eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las
especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan
no divide a Cristo”.
Pasamos entonces a ver qué tres Lecturas de este domingo nos
hablan de la Misericordia de Dios, al darnos el Señor su gran muestra de
misericordia para con nosotros, cuál es el perdón de las faltas que cometemos
contra El.
En el Evangelio, en esta primera aparición a los Apóstoles y
discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se
convenzan que realmente ha resucitado. Les disipa todas las dudas que
pueden tener y que de hecho tienen en sus corazones. Les demuestra que no
es un fantasma, que realmente está allí vivo en medio de ellos.
Como no les bastaba ver las marcas de los clavos en sus manos y pies, les da
una prueba adicional: les pide algo de comer, y come.
Luego les recuerda cómo El les había anunciado todo lo que
iba a suceder y estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las
Escrituras con su muerte y resurrección. Y ya al final les dice que ellos
son testigos de todo lo sucedido y les habla de que “la necesidad de
volverse a Dios para el perdón de los pecados debe predicarse a todas
las naciones, comenzando por Jerusalén”.
Y eso hacen los Apóstoles. En la Primera Lectura (Hech.
3, 13-19) tenemos un discurso de Pedro quien, aprovechando la
aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación del tullido de
nacimiento, hace un recuento de cómo sucedieron las cosas y cómo fue condenado
Jesús injustamente: “Israelitas: ... Ustedes lo entregaron a
Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo,
al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la
vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.”
Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio”
que se había cometido, Pedro les habla de la misericordia de Dios en el perdón: “Ahora
bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus
jefes ... Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les
perdonen sus pecados”.
En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) también San Juan
nos habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados. “Les
escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos
un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo. Porque El se ofreció
como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los
nuestros, sino por los del mundo entero”.
Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el
perdón de los pecados. Esa condición, no se refiere a la gravedad de las
faltas, por ejemplo. No se nos habla de que unas faltas se perdonan y
otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían
perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se nos habla, más bien,
de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo
único que nos exige el Señor.
¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta
disposición continua del Señor a perdonarnos? ¿Nos damos cuenta del gran
privilegio que es el sabernos siempre perdonados por El? ¿Medimos, de
verdad, cuán grande es la Misericordia de Dios para con nosotros que le
fallamos y le faltamos con tanta frecuencia?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias