domingo, 20 de mayo de 2018

El Fuego del Pentecostés (Evangelio Dominical)





Siete semanas después de la Resurrección, el quincuagésimo día, «los discípulos estaban todos reunidos con las mujeres y María la Madre de Jesús, de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento» (Hch 1:14; 2:1-2) 


El Espíritu descendió entonces sobre ese grupo de ciento veinte personas y se apareció bajo la forma de lenguas de fuego, porque iba a darles la palabra a sus bocas, la luz a su inteligencia y el ardor a su amor. Todos quedaron llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas según el Espíritu les concedía expresarse. Les enseño toda la verdad, los encendió del perfecto amor y los confirmó en toda virtud. Es así que, ayudados de su gracia, iluminados por su doctrina y fortificados por su poder, aunque poco numerosos y sencillos, «plantaron la Iglesia con el precio de su sangre» [Brev.Rom] en el mundo entero, tanto por el fuego sus discursos como por su perfecta ejemplaridad y sus prodigiosos milagros.




Esta Iglesia purificada, iluminada y llevada a la perfección por la virtud de ese mismo Espíritu, se dio a amar por su esposo, tanto que pareció bella, admirable por sus distintos ornamentos, pero al contrario terrible como un ejército listo para la batalla contra Satanás y contra sus ángeles.




Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):




Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


Palabra del Señor





COMENTARIO.




El nombre “Pentecostés” indica los cincuenta días que separan la Venida del Espíritu Santo de la Resurrección del Señor. En esta fiesta celebramos la venida del Espíritu Santo a los Apóstoles.

Pentecostés marca el comienzo de la actividad apostólica en la Iglesia, porque fue justamente al recibir al Espíritu Santo que los Apóstoles comenzaron a cumplir el mandato que Jesús dejó antes de su Ascensión al Cielo:  predicar su mensaje de salvación a todos (Mt. 28, 19-20)

Algo parecido a ese mandato leemos en el Evangelio de hoy, el cual nos narra una de las apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles (Jn. 20, 19-23):  “‘Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo’.  Dicho esto, sopló sobre ellos y el dijo:  ‘Reciban el Espíritu Santo’”.

Pero... pensemos... ¿Quién es el Espíritu Santo?  El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre.  El es la presencia de Dios en medio de nosotros los hombres.  El Espíritu Santo es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).




El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro camino a la meta que Dios nos ha señalado.  ¿Cuál es esa meta?  Nada menos que el Cielo.  Y ¿quiénes van al Cielo?   Aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios en esta vida.

El Espíritu Santo se ocupa de muchas cosas nuestras.  Tal vez la principal sea nuestra santificación.  ¿Qué es nuestra santificación?  El hacernos santos.   Pero ¿no será esa palabra demasiado osada?  Ni mucho.  Porque ser santo, no es que sea muy fácil lograrlo, pero sí es fácil definirlo.  Es lo mismo que decíamos del Cielo:   ser santo es hacer la Voluntad de Dios en esta vida.        Y es el Espíritu Santo Quien con sus suaves inspiraciones nos va sugiriendo cómo andar por el camino de la santidad, cómo ir amoldando nuestra voluntad a la Voluntad de Dios.

Se ha comparado el Espíritu Santo con la brisa. Porque, en efecto, El es como una suave brisa que, como nos dice el Señor “sopla donde quiere” (Jn. 3, 8).   Ahora bien, si el Espíritu Santo es la brisa, nosotros debemos ser como las velas de una barca, siempre en posición de ser movidos por esa brisa, esa brisa que nos llevará al Cielo.  Dejarnos mover por esa brisa significa ser perceptivos a lo que el Espíritu Santo nos vaya inspirando.  Pero, más importante aún, es ser dóciles a esas inspiraciones.  Así podremos llegar a la meta.

El Espíritu Santo ha sido comparado también con fuego.  Porque, en efecto, el Espíritu Santo también se manifiesta así: como fuego, como calor abrasador, como calor en el pecho...  El fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emús, mientras oían hablar a Jesús resucitado era el Espíritu Santo:  “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”  se dijeron los discípulos de Emús en cuanto Jesús se les desapareció.  (Lc. 24, 32).


                           



Vemos en la Primera Lectura que el Espíritu Santo se presentó como una ráfaga fuerte de viento y descendió en forma de lenguas de fuego a los discípulos reunidos en torno a la Santísima Virgen el día de Pentecostés (Hech. 2, 1-11).

El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad.  Así nos dijo Jesucristo:  “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora.  Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, el los llevará a la verdad plena... El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26).

Así que el Espíritu Santo es Quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad:  nos lleva a la Verdad plena.

Es tan importante la acción del Espíritu Santo en nuestra vida que, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (1 Cor. 12, 3-7.12-13) que ni siquiera podemos reconocer a Jesús como Dios, si no nos lo inspira el Espíritu Santo.   “nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”.   En esto consiste el don de la Fe.  Es un regalo de Dios, del Espíritu de Dios.


                                                        



También sabemos por esta lectura y por la experiencia cristiana que el Espíritu Santo nos capacita para cumplir la tarea de evangelización que, como bautizados, todos tenemos que realizar.

Y es el Espíritu Santo el que hace comunidad entre nosotros, seamos quienes seamos, vengamos de donde vengamos.  El Espíritu Santo, como el viento “sopla donde quiere”, le dijo Jesús a Nicodemo (Jn. 3, 8).  Como dice San Pablo en la Segunda Lectura: no importa la raza, ni la condición (“judíos o no judíos, esclavos o libres”), hemos sido llamados para formar el Cuerpo Místico de Cristo.  Y en éste, cada uno tiene un tipo de función, a la cual Cristo nos ha llamado.

En Pentecostés conmemoramos la Venida del Espíritu Santo a la Iglesia y rogamos porque ese Espíritu de Verdad se derrame en cada uno de nosotros, que formamos parte de la Iglesia.  En efecto vemos también en esta Segunda Lectura cómo actúa el Espíritu Santo en la Iglesia.  “Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo.  En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”.  Y nos da el Espíritu Santo diferentes funciones a cada uno, como los diferentes miembros de un cuerpo tiene cada uno su función, pero todos formamos un mismo cuerpo: el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

¿Cómo fue esa primera venida del Espíritu Santo?  Recordemos que los Apóstoles habían visto  a Jesús irse de la Tierra, cuando ascendió al Cielo, y sabían que ya El no estaba con ellos como antes.  Cierto que en los cuarenta días que transcurrieron entre su Resurrección y su Ascensión, Jesús Resucitado estuvo apareciéndoseles para fortalecerlos en la fe.  Pero después de la Ascensión ellos sabían que debían continuar su camino y cumplir la misión que les había encomendado.  Pero ahora sería diferente, pues serían acompañados y conducidos por el Espíritu Santo.

Pero vamos a recordar cómo estaban los Apóstoles antes de Pentecostés.  Vemos a los Apóstoles con miedo, escondidos no fuera que los mataran a ellos también.  Y antes de eso, eran bien torpes para comprender las enseñanzas de Jesús.

                            



Pero veamos en la Primera Lectura (Hech. 2, 1-11) y continuando a lo largo del libro de los Hechos de los Apóstoles cómo, luego de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, los vemos irreconocibles. Cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor a ser perseguidos, con una sabiduría totalmente nueva en ellos.  Hasta se les soltaron las lenguas con un especial poder de lenguaje dado por el Espíritu Santo: cuando hablaban cada oyente los entendía en su propio idioma.

Comenzaron a llamar a todos a la conversión, bautizaban a los que aceptaban el mensaje de Jesucristo.  Formaban discípulos y comunidades, ayudaban a los necesitados.  Cuando los reprendían y los amenazaban, ahora no les importaba.  Seguían sólo las órdenes que Jesús les había dejado, no las que le daban las autoridades.  Sufren todo tipo de persecuciones,  y hasta llegan al martirio.

¿Cómo pudo suceder todo esto?  Fue obra del Espíritu Santo.  Es decir, el protagonista fue el Espíritu Santo.  Pero es importante observar qué hacían los Apóstoles antes de Pentecostés para poder imitarlos y también nosotros recibir el Espíritu Santo: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús... Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).


                        



El secreto de la acción del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros está en la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María.  ¡Ven, Espíritu Santo!

Oración maravillosa para este tiempo de Pentecostés -y para todo momento- es la Secuencia del Espíritu Santo,  que forma parte de la Liturgia de este Domingo y con la que hemos invocado al Espíritu Santo:





HIMNO AL ESPÍRITU SANTO

(SECUENCIA DE PENTECOSTÉS)



        





Ven, Espíritu Divino,
manda tu Luz desde el Cielo,
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
Luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo.

Ven dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas,
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos,
mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro,
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas e infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte todos tus dones,
según la fe de tus siervos,
por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito,
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. 

Amén.













Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.orf
Homilias.org
Ángel Corbalán

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nos interesa tus sugerencias