Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por encima
de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con el paso
del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y, dándonos o
no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una exagerada
meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras
muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros
y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con un sentido
común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los fariseos, que
sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús aplica la
denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas: «Bien
profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).
En estos últimos años, San Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».
En estos últimos años, San Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».
«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que
sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15), nos dice Jesús.
Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la interioridad consciente de la
persona humana, nos puede hacer malos. Esta malicia es la que daña a toda la
Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no consiste precisamente en lavarse
las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a Jesucristo a la muerte!), sino
mantener puro el corazón.
Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...» (Mt 25,35).
Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...» (Mt 25,35).
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (7,1-8.14-15.21-23):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las lecturas de hoy nos hablan de la Ley de Dios y de los
legalismos y anexos que se le habían ido haciendo a esa Ley divina a lo largo
del tiempo, hasta que Jesús decide deslastrarla de todo lo que los hombres le
habían ido agregando.
Dios entregó a Moisés su Ley para el cumplimiento estricto de
todos: del viejo pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es
hoy la Iglesia de Cristo. Más aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y
tan necesaria que es indispensable seguirla, tanto para el bien personal y como
para el bien de los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el bien mundial.
Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que
Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de
los seres humanos. Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos
encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y
hacemos daño a los demás.
Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha
sido sembrada en nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el
Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 1, 17-18.21-22.27): “ha
sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”. Es por ello
que nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar de
ella.
Moisés, quien había recibido las instrucciones directamente de
Dios, había instruido al pueblo así: “No añadirán nada ni quitarán nada a lo
que les mando”.
Pero sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a
la Ley una serie de detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir,
además de interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el
verdadero espíritu de la Ley.
Por todo esto Cristo tuvo que aclarar bien lo que era la Ley y
lo que eran los anexos y legalismos. Y tuvo que ser sumamente severo
contra los Fariseos, que regían la vida religiosa de los judíos, y contra los
Escribas, que eran los que fungían de intérpretes de la Ley. (cfr. Mt. 23,
1-34 y Lc. 11, 37-47)
Tal es el caso que nos narra San Marcos en el Evangelio de
hoy (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23): en una ocasión los discípulos de
Jesús no cumplieron las normas de purificación de manos y recipientes, según se
exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos.
Y, ante el reclamo de unos Escribas y Fariseos, el Señor les
responde algo bien fuerte: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías!
¡hipócritas! cuando escribió: Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de Mí ... Ustedes dejan de un lado el
mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.
A juzgar por la respuesta de Jesús, definitivamente se habían
agregado cosas humanas a la Ley divina. No habían cumplido lo que Moisés,
por orden de Dios, había instruido: no quitar ni agregar nada a la
Ley. Y por eso habían puesto cargas tan pesadas que ni ellos mismos
cumplían. Y cada vez que le reclamaban a Jesús el incumplimiento de estas
cargas absurdas, con gran severidad les iba tumbando todos los legalismos y
anexos que habían ido agregando a la Ley de Dios.
En otra oportunidad fue Jesús mismo quien se sentó a la mesa,
precisamente casa de un Fariseo, sin la rigurosa purificación exigida. Al
anfitrión reclamarle, Jesús no se midió en su respuesta, ni siquiera por ser el
invitado: “Eso son ustedes, fariseos. Purifican el exterior de copas y
platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y
perversidades. ¡Estúpidos! ... Según ustedes, basta dar limosna sin
reformar lo interior y todo está limpio” (Lc. 11, 37-41). Ver
también Mt. 23, 1-37.
Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo importante
no es lo exterior sino lo interior. Lo importante no son los detalles que
se habían inventado, sino el corazón del hombre. Es hipocresía lavarse
muy bien las manos y tener el corazón lleno de vicios y malos deseos. Es
hipocresía aparentar por fuera y estar podrido por dentro. Lo que hay que
purificar es el interior, lo que el ser humano lleva por dentro: en su
pensamiento, en sus deseos. Los pecados brotan del interior, no del
exterior...
Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús:
“Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al
hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del
hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los
homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el
desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad.
Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”. Son todas
cosas que nos ensucian y que debemos expulsar de nuestro interior para no estar
manchados.
Nosotros tal vez no tengamos legalismos agregados, pero sí
podríamos revisar nuestro interior a ver si tenemos cosas de esas que nos
ensucian. Y entonces limpiarnos con el arrepentimiento y la confesión.
La Segunda Lectura de la Carta del Apóstol
Santiago (Stgo. 1, 17-18; 21-22.27) nos recuerda la importancia
de “aceptar dócilmente la palabra que ha sido sembrada” en nosotros,
y que no basta escucharla, sino que hay que ponerla en práctica, sobre todo en
obras de justicia, caridad y santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus
tribulaciones, y guardarse de este mundo corrompido”.
Fuentes:
Safradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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