Jesús dice que no vino a ser servido sino a servir, y es que
todos tenemos una misión, un servicio que cumplir. Ya lo decía Madre Teresa: el
que no vive para servir, no sirve para vivir ¿Qué es lo que Dios me pide a mí?
Si ya he encontrado mi camino debo lanzarme a seguirlo pues a través de él
llegaré a Dios. Si todavía no estoy seguro, debo seguir buscando con la
seguridad de que hay uno para mí porque Dios no hace nada sin sentido.
En la oración, no debo temer preguntarle a Dios qué me pide, o
contarle mis deseos y sueños. Él es un Padre que se interesa por sus hijos y
quiere que le hable sobre aquello que me preocupa. Sí, es Dios y lo sabe todo,
pero también es Padre y desea que como niño me acerque a Él con confianza y
amor.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (9,30-37):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
«El
que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a
mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO
Por cierto, el Señor cada vez que hablaba de su muerte,
también hablaba de su resurrección. Pero los discípulos no querían entender.
Probablemente se quedaban con el anuncio de la primera parte -e igual que
nosotros hacemos- atemorizados por el sufrimiento y la muerte, ni se daban
cuenta del triunfo final: la resurrección.
De tal forma huían los Apóstoles del tema que Jesús quería
tratar con ellos que, según nos cuenta este Evangelio, se pusieron a hablar
-sin que Jesús les oyera- sobre quién de ellos era el más importante.
¡Cuán lejos puede llevarnos esa mentalidad de mundo que nos
hace huir de la cruz que Jesús nos ofrece!
Miremos a los Apóstoles, los más allegados al Señor: ante un
asunto tan serio y delicado, tan necesario de comprender y de aceptar, ellos
usan la evasión y llegan al extremo de cambiar el tema por discutir sobre quién
sería el primero, cuando ya Jesús no estuviera.
Caminando al lado de Jesús, a Quien ya no tendrían con ellos
por mucho más tiempo, hacen todo lo contrario a lo que El les enseñó: dan
entrada al orgullo, a las rivalidades y las envidias. Con esos pensamientos y
ocultas conversaciones, hubieran podido llegar a cualquier desorden y a toda
clase de obras malas.
Es precisamente lo que nos advierte el Apóstol Santiago en la
Segunda Lectura (St. 3, 16 - 4, 3), la cual vale la pena detallar, porque con
frecuencia caemos en estos desórdenes de que nos habla Santiago.
Comienza por precavernos acerca de las “envidias y
rivalidades”, porque éstas son señal “de desorden y de toda clase de obras
malas”. Y … ¿nos damos cuenta de que, como la envidia es un pecado medio
escondido nos sentimos con derecho a acunar en nuestro corazón tales
sentimientos, sin darnos cuenta de lo que nos alerta el Apóstol: esos
“desórdenes y obras malas” que son consecuencia de las rivalidades y de la
envidia.
El que acune en su corazón lo que nos vende el Demonio,
termina siendo instrumento del Mal, del mismo Demonio. El Apóstol Santiago lo
sabe, lo ha visto y nos alerta de las consecuencias de la envidia. “Ustedes
codician lo que no pueden tener y acaban asesinando. Ambicionan algo que no
pueden alcanzar, y entonces combaten y hacen la guerra”.
Y ¿dónde comenzaron esos conflictos? Bien lo dice Santiago:
“las malas pasiones que siempre están en guerra dentro de ustedes”. Así
comienza todo: en nuestro interior.
En cambio –nos dice Santiago- “los que tienen la Sabiduría que
viene de Dios son puros, ante todo”. Vale la pena destacar la Sabiduría que
viene de Dios y la pureza de corazón.
¿Qué es tener la Sabiduría Divina? Es tener el pensar de Dios,
la forma de ver las cosas que tiene Dios, la manera de analizar las
circunstancias de nuestra vida según Dios. Es ver las cosas como Dios las ve,
no con nuestra miopía espiritual, tan contaminada por el mundo y tan de acuerdo
a nuestros pensamientos humanos que suelen estar tan desviados de la visión
eterna. Y que, por supuesto, están tan desviados de las paradojas que nos
propone el Evangelio de hoy y el del domingo anterior:
Tomar nuestra cruz de cada día. Perder la vida para ganar la
Vida. Ser último para llegar a ser primero. Ser pequeños, sencillos y confiados
como son los niños. Los Sabios, según Dios –no según el mundo- son también
“puros”. Y ¿qué es pureza de corazón? Es no anidar en nuestro corazón
pensamientos y sentimientos contrarios a la Sabiduría Divina. Es tener rectitud
de intención: lo que hago lo hago porque así debe ser, porque así Dios lo
quiere … no por ser popular y aceptado, no por ser reconocido y quedar bien. Es
también tener lo que se ha dado por llamar “honestidad mental”.
Los que así se comportan son, entonces, “amantes de la paz,
comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son
imparciales y sinceros”.
Volviendo al Evangelio: porque la envidia, las rivalidades y
los deseos de primacía son tan peligrosos, Jesús tiene que detener de inmediato
la inconveniente discusión que traían los Apóstoles por el camino.
Y lo hace, valiéndose el Señor de su Omnisciencia, mediante la
cual Dios conoce nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, además de
nuestras más escondidas palabras. Es así como, haciéndose el inocente, le
pregunta a los discípulos: “¿De qué discutían por el camino?”. Por supuesto, se
quedaron atónitos sin poder responder. Luego de este silencio, llamó a los doce
Apóstoles y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero que sea el último de
todos y el servidor de todos”.
Es lo que precisamente el Señor les venía anunciando de su
pasión y muerte. El, Dios mismo, el Ser Supremo, el verdaderamente más
importante y primero de todos, se rebajaría a la condición de servidor de
todos, para darnos el mayor servicio que nadie podía darnos: dar su vida misma,
con un sufrimiento indescriptible, por el rescate de cada uno de nosotros.
Ahora bien, ¿por qué matan a Jesús, sin realmente tener culpa?
Muchas son las explicaciones y motivos que pueden aludirse, basándonos en la
Biblia. Una de éstas explicaciones la trae el Libro de la Sabiduría (Sb. 2,
12.17-20), que leemos en la Primera Lectura:
“Los malvados dijeron entre sí: ‘Tendamos una trampa al justo,
porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras
violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que
fuimos educados ... Sometámoslo a la humillación y a la tortura ...
Condenémosle a una muerte ignominiosa’”.
La conducta del Justo (Jesucristo, Hijo de Dios) y de todos
los que tratan de ser justos, siempre resulta una amenaza para los que no
desean ser justos. La conducta de los buenos es como el espejo de la maldad de
los malos. Estos reaccionan maniobrando contra los buenos, calumniando o
criticando, para tratar de quitarlos del medio.
El Salmo 53 es especialmente elocuente y de gran consuelo y
fortaleza: “El Señor es Quien me ayuda”, repetimos en el responsorio. Al ser
atacados, perseguidos, al recibir cualquier trato injusto, debemos saber que es
Dios mismo Quien está a nuestro lado para defendernos… aunque no lo veamos y a
veces ni nos demos cuenta de su presencia que nos acompaña y fortalece, aunque
nos parezca que no está y que nos hacen trizas y parecen ganar la lucha.
Recordemos que la lucha tiene un final, el mismo de la Pasión de Cristo: es la
gloria de nuestra resurrección.
Otras estrofas del Salmo 53 nos dicen: “Gente violenta y
arrogante contra mí se ha levantado. Andan queriendo matarme.” Pero… “El Señor
es Quien me ayuda … El es Quien me mantiene vivo”
Esto fue así muy especialmente para Jesús, pero lo es también
para todo el que trata de seguirlo a El. De allí que El nos recuerde: “El que
quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me
siga” (Mc. 8, 34).
Los Apóstoles terminaron entendiendo lo que antes no
entendían, al punto que dieron su vida por Cristo y por el Evangelio. Y
nosotros ... ¿ya hemos comprendido estas palabras?
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